I
Le podríamos llamar signo del espíritu. El diálogo lo es. Difícilmente el espíritu se manifiesta con más evidencia que cuando salta el diálogo. Entonces podemos asegurar que se ha superado la carne y el sentido. Entonces, propiamente, comienza la sociedad y el hombre se descubre a sí mismo y carga con la responsabilidad de serlo.
Es interesante, pues, constatar en el estudio de cualquier hecho social el grado de su diálogo, el estado de alza o de baja en que se encuentra. Pocos índices hay más elocuentes y más elementales. Pocos temas son de mayor importancia a la hora de enjuiciar y de tomar posiciones cara a un futuro. ¿Dialogamos? ¿Cómo? ¿Cuánto?
II
También, pues, en el examen de nuestra vida religiosa, la personal, la colectiva. Si ella ha de ser espiritual y no meramente practicante –qué impropio denominativo éste torpemente usado para juzgar de una sinceridad religiosa–, si nuestra vida de religación con Dios ha de brotar de lo hondo del espíritu, será preciso plantearnos en seguida la pregunta: ¿Hay diálogo?
No se suele empezar por aquí, tampoco terminar, es lo más triste. Sin embargo, nadie negará que el camino es lícito y más, posiblemente necesario. Dialogar es vivir más allá del instinto. Y hay una religión instintiva que no nos puede agradar.
III
Primero será con Dios. ¿Podemos llamar diálogo a nuestra básica religación con Él? Los teólogos dirán acertadamente, pero opino que no. Entre el hombre y Dios no puede haber un diálogo propiamente tal. Falta para ello la debida nivelación. El hombre habla mirando hacia la altura, vierte su monólogo y espera. Él lo atiende, ¡cómo no!, pero su palabra de vuelta no casa con lo que nosotros entendemos por respuesta. Diríamos que contesta demasiado, diríamos que su palabra nos desborda y deja en el silencio. Un ejemplo curioso podemos encontrarlo en el libro de Job. Allí habla el hombre, allí habla el Señor, pero allí, ¿hay propiamente un diálogo?
La Palabra divina excita al pobre verbo de los hombres, la de los hombres honra y glorifica a Dios y es atendida. Difícilmente se puede decir más. No, por más que el hombre se empine en sus progresos, jamás dialogará con Él. ¿No hemos notado siempre algo misterioso y como inadecuado en las conversaciones de Jesús con sus discípulos? Eran algo más profundo que un diálogo, eran un mensaje, una revelación.
IV
Después está la Iglesia, está Ella entre Dios y nosotros, nosotros siendo en parte ella, y el Señor asistiendo. Está la Iglesia estructurada divinamente, pero ambientando un diálogo, precisamente el que no podemos sostener con el Altísimo. La Iglesia con su dimensión vertical o jerárquica, la Iglesia con su dimensión horizontal o fraterna. La Iglesia Madre donde siempre el cristiano pudiera y debiera dialogar. ¿Con quién? ¿Cómo?
Primero en discípulo, porque ante el Señor esto somos fundamentalmente, ante el Señor y sus representantes. Ellos tienen que enseñar, nosotros, que aprender. Ahora bien, ¿se da un verdadero aprendizaje sin diálogo? Prácticamente se ha creído que sí. Disentimos; el maestro terreno además de un discursante ha de ser un dialogante. Lo cual es más difícil, pero imprescindible. Sin diálogo, es decir, sin la humanísima madeja de preguntas y respuestas, apenas puede hablarse de magisterio humano. Porque de un lado todo maestro, limitado como es, no puede decirlo «todo», colmar el apetito del discípulo. Por el otro, porque todo discípulo, por rendido que esté, no puede captarlo «todo», todo lo que enseña el maestro. Y ambos, por no conocerse más que por de fuera –Él nos conocía por dentro–, no pueden entenderse si no es honrándose mutuamente con preguntas y respuestas.
V
Y ahora nuestro examen mirando a nuestras cosas. ¡Qué poco –por decir algo– preguntan los discípulos de Cristo a sus maestros eclesiásticos! Hay que reconocer y delatar entre nosotros una dilatada desgana que nos sitúa ante el magisterio de la Iglesia siempre silenciosos. Algunos opinan que esto es reverencia, yo descubro tras su corteza, desgana. Los fieles escuchan, no saben sino escuchar, y ya desde la escuela, cuando el representante de Dios toma la palabra. A lo más, después leen; a lo más, cuando se acercan al maestro en el fuero interno, descargan sobre él el peso de las culpas. ¿Preguntar? El llamado escrupuloso es quien pregunta; los fieles normales, callan. ¿Es que lo entienden todo?, ¿es que lo saben todo?, o ¿es que la enseñanza no les preocupa demasiado?
Pienso que para preguntar, para que pregunte el discípulo, se requiere algo más que sus ganas de él y su ignorancia; se requiere una actitud magistral y un clima, una situación apta. ¿Se suelen dar éstas en nuestra docencia eclesiástica? No sabemos por qué; desde la escuela el niño percibe y siente que ante el sacerdote lo mejor, la más atinada actitud, es la del silencio y compostura. No digamos después en las clases de religión –así llamadas–, según avanza la vida. No digamos en las catequesis de jóvenes o de adultos –pienso ahora en esas catequesis de novios próximos al matrimonio, tan nutridas de cientos de parejas que impiden toda comunicación directa y sincera con el maestro–, no digamos en la docencia oficial y ordinaria en el templo. Los discípulos no preguntan, apenas pueden preguntar. El púlpito está ¡tan alto!, y ellos ¡tan bajo! Preguntar entonces sería un desacato, una irreverencia –cierto–, preguntar después, pero, ¿hay un «después» al alcance de quien desease preguntar?
Reconozcamos que no sólo faltan las ganas para el fundamental diálogo cristiano, faltan de ordinario más elementos. Y otros sobran, por ejemplo, un cierto estilo oratorio o escolástico en la trasmisión del mensaje, que hace dificilísimo o imposible toda pregunta de parte del auditorio. Porque no hablan los dos el mismo idioma, o lo hablan en niveles muy diferentes. Reconozcamos los avances notables en esta línea desde el barroquismo gerundiano hasta nuestros días. Pero se espera más, se desea más por parte de los fieles. Especialmente por parte de un pueblo que gusta y admira a los predicadores de campanillas, aunque no les entienda una palabra, o por decir con más exactitud, porque no les entiende nada.
Trasmitir y enseñar el mensaje del Señor en sus sucesivas manifestaciones, no es fácil. Y, por supuesto, no es lo mismo que repetirlo, que gritarlo, que imponerlo… Hoy se predica mejor, hoy nos acercamos más a la forma docente que debió ser siempre la más importante –la exhortatoria es secundaria–; pero sin campo y clima para el diálogo, repito, ¿quién puede hablar de una docencia adecuada?
Necesitamos nosotros los clérigos y los seglares o fieles, necesitamos más diálogo religioso si aspiramos a avances sinceros en la viña del Señor. Posiblemente no se ha fijado la atención debida a esta falta, a esta dificultad. Y posiblemente también arranque de ella algún que otro obstáculo de orden apostólico. Citamos, por ejemplo, el lentísimo progreso de la Acción Católica. ¿No se deberá, en buena parte, a esta ausencia de diálogo entre sacerdotes y fieles? Falta en buen grado una auténtica asociación entre unos y otros; falta saber dialogar. Y sobran muchas palabras, muchísimas, excesivas, dichas o escritas por clérigos, faltando en cambio las de los fieles en la filial actitud de quien colabora preguntando.
VI
Pero ya dijimos que a más de un diálogo vertical debiera haber otro en la Iglesia, horizontal, de hermano a hermano, hablando del Padre común y de sus cosas. Tropezamos entonces con otra ausencia, con otra carencia todavía más notable –aunque probablemente dependa de la anterior por vía muy recta–. Los hermanos en Cristo no saben, no sabemos hablar de Cristo entre nosotros. No es tema de conversación, nos falta un sentido eclesiástico a la hora de darle a Él culto, a la hora de planear algún servicio, a la hora incluso de la expansión. Apenas sabemos hablar como cristianos de los temas cristianos.
Se va consiguiendo en estos años lo que apenas se daba en la comunidad de fieles hace pocos lustros: una plegaria común, la divina y necesaria plegaria de la comunidad orante. Ya es algo, ya es quizá lo más importante. Pero aún resta ir solucionando fallos antiquísimos; uno de ellos, esta carencia de diálogo fraterno.
Los llamados fieles, una vez unidos, o rezan –¡bendita oración!– en el templo o si tocan las cosas de Dios es más bien para criticarlas, o si se prefiere un término más exacto, para «politizarlas», es decir, para hacer de ellas temas semejantes y mezclados con los de la política. Apenas más, apenas la revelación de Cristo nos ofrece materia para ninguna conversación entre quienes la aceptan, la veneran y hasta la estudian.
¿Se trata de una falta de fe? ¿Más bien de una falta de caridad? Dejemos la cosa en una falta de clima, de costumbre, de sinceridad religiosa. Exteriorizar la creencia y la fidelidad al Señor, nunca ha sido fácil. Y todavía menos en una sociedad marcada bien por la hipocresía y por un torpe clericalismo. De aquí, quizá, la reserva, el silencio y hasta el disimulo. Comprenderlo no puede significar, sin embargo, disculparlo. Todos sin duda tenemos parte en esta conspiración del silencio religioso.
Los hermanos, hablando de su Padre; los redimidos, de su Salvador; los santificados, del gran Bien que en nuestras almas santifica. Y, después, de toda la economía de la gracia y de las dificultades y de los progresos, de las soluciones felices de cada uno, de las ayudas necesarias, de la Iglesia real con sus misterios, del servicio fraterno no en mera naturaleza, sino en Cristo. ¿Llegará el día en que estos temas estén con sencillez y sinceridad, fácilmente en los labios de todos? Entonces, la madeja del diálogo será la que irá socializando más y más nuestra fe –no sólo ha de socializarse la economía–, desarrollando la vida de la Iglesia.
VII
La Iglesia necesita del diálogo. Y puntualicemos para ser exactos: en ella nunca faltó, nunca pudo haber faltado. Hubo tiempos en que el diálogo llegó a polémica y ésta se hizo incluso popular. Pasaron aquellos días; hoy el diálogo que se postula es más para comprender que para combatir. El hecho notable y definitivo del Concilio nos está ejemplarizando a todos y descubriendo precisamente nuestras necesidades.
Hubo concilios que se distinguieron por la elocuencia sabia de algunos de sus Padres; otros, más antiguos, por el alboroto menos sabio de los mismos; este nuestro de hoy se distingue por la serenidad precisamente de su diálogo de comprensión. Y el concilio es algo más que una asamblea definitoria, es también un índice, una muestra, un programa, un camino para que los fieles vayan conociendo y sintiendo por dónde hay que marchar. El dialogante concilio Vaticano II está sin duda a este respecto abriendo los ojos de muchos y poniendo a punto de historia muchísimas buenas voluntades. Habrá que dialogar a todos los niveles, con reverencia y respeto unas veces, con fraternidad y libertad otras, con sinceridad y lealtad siempre. Y con ganas de comprender.
VIII
Precisamente aquí descubre el diálogo uno de sus contenidos más valiosos. No se ha inventado todavía –ni se inventará nunca– otra forma más apta y dispuesta para la necesaria e imprescindible comprensión entre los hombres. Vivimos bajo el signo y llamada de la tal comprensión. Que por cierto encierra sus riesgos –¿no los encierra, y también de orden moral, todo combate?–. Vivimos en tiempos de acercamiento de unos a otros, de respeto, de una conciencia de nuestra limitación y de nuestra necesidad de afirmarnos en la verdad escuchando a todos, es decir, dialogando.
¿Qué viene a ser todo este movimiento de ecumenidad sino un desarrollo feliz y estupendo de la capacidad dialogante de los creyentes? Durante siglos y siglos no hubo más que recelos y sus correspondientes silencios, ofensas y mentiras. Por fin –Dios nunca tiene prisa– fue aclarándose el horizonte y de manera prodigiosa se alzó un clamor en las iglesias, el clamor que pedía acercamiento, diálogo. Se ha entrado de lleno en el ambiente. Reconociendo sus peligros –qué duda cabe que el ironismo es un diálogo llevado sin prudencia y sin lealtad siempre adelante…–, determinando sus límites, pero aceptándolo como indispensable, como el más bello descubrimiento de la potencia del verbo humano.
Y en la Iglesia, en nuestra Iglesia, a la hora precisa en que por otras vertientes se endurece el entendimiento de los hombres. Hago alusión ahora al mundo de la política donde no se vislumbran apenas estos deseos de diálogo, sino todo lo contrario. El contraste entre el movimiento ecumenicista y las cerrazones doctrinarias de este mundo, es notable. La Iglesia, una vez más, alza la antorcha, y con su revaloración del diálogo, acusa y conduce, serena y avanza.
IX
Avanza hacia la paz. Porque la mejor traducción de lo que la paz es se encierra en la fe, en el diálogo. Mucho se ha escrito y se ha cantado acerca de la paz. Con frecuencia, tanta retórica no es capaz de traducir la paz en fórmulas prácticas. Una de ellas, la primera, es el diálogo como estilo para acabar con disputas, para acercar a los enfrentados. Toda campaña, toda literatura, todo programa de paz ha de conducirnos inevitablemente a una apología y loa del diálogo humano. La guerra surge cuando los hombres no saben dialogar. O cuando no pueden.
Y la Iglesia, campeona de la paz –¡ah, bendito Papa Juan, inolvidable Papa Juan, con tu palabra tan cercana a la nuestra!–, es ahora la mejor defensa del diálogo, la que más lo desea, la que se reconoce necesitada de él, la que lo prepara y no lo teme, la que lo airea en tanto que otros hombres que se dicen heraldos de la paz, hacen discursos, sólo discursos, y hacen cañones y más cañones.
La Iglesia y el diálogo entre todos, la Iglesia hablando, enseñando desde la barca como Jesús, o en la mesa o sobre el césped, para que todos pregunten, y querer contestar. Descubriendo la paz, la posibilidad siempre de un entendimiento entre los millones de hombres que por venir de una misma carne –y de un mismo pecado– y tener un mismo Redentor, somos capaces de entendernos. Creerlo con toda decisión, es alzar bandera de diálogo.