Cuadernos para el Diálogo
Madrid, octubre 1963
 
número 1
páginas 24-25

Marcelino Zapico, O. P.

En torno al estado confesional

La sociedad de nuestro tiempo va siendo cada día más laicista. En nuestros días este laicismo parece ser aspiración tanto de los descreídos como de los creyentes. Para éstos el laicismo tiene una significación diversa que para aquéllos; pero, prescindiendo de los presupuestos ideológicos de unos y otros, en el terreno de la práctica se está llegando a una coincidencia de puntos de vista.

Puntos de vista que un autor católico formula así: «El Estado no está calificado para decir la verdad en materia metafísica o religiosa, para dar investidura jurídica a una doctrina metafísica, a una confesión religiosa. El Estado, en suma, se mantiene más acá de la opción religiosa; el homo religiosus no le pertenece como le pertenece el homo civilis y el homo economicus. De donde, en consecuencia, las reglas sobre la incompetencia del Estado en materia espiritual y de la Iglesia en materia temporal; esta doble incompetencia tiene por objeto salvaguardar precisamente esta negativa por parte del Estado a conferir cualquier investidura a una confesión religiosa cualquiera (…). Los ciudadanos quieren ser libres ante el César, a quien reúsan tener que dar cuenta de sus aspiraciones espirituales (…). El Estado debe instaurar instituciones que permitan al hombre hacer su opción religiosa libremente, lúcidamente; no tomar esta opción en su lugar e imponer directamente o de modo indirecto una elección, ni tampoco pedirle cuentas de la elección que ha hecho.»

Estas ideas son participadas hoy por las sociedades de Occidente. Muchos católicos de estas mismas sociedades opinan que el laicismo, así entendido, está muy conforme con la filosofía que pudiéramos llamar personalista. Filosofía que reserva el primer puesto en el concierto social para la persona y el libre desenvolvimiento de sus virtualidades. Más que en ningún otro aspecto, esta libertad debe tener vigencia en lo religioso. La religiosidad no puede ser jamás fruto de una organización artificial que coaccione, sino emanación espontánea del fondo del alma y del íntimo convencimiento.

Si ésta es la mentalidad de la sociedad de hoy, pretender que los ordenamientos jurídicos supediten la vida pública a un determinado credo religioso, de forma que quien no lo comparta encuentre dificultades en su vida de ciudadano y en la manifestación de sus ideas disidentes en lo religioso, es crear una situación artificiosa, perjudicial para la religión que se desea proteger. Y es sembrar germen de discordias profundas en las conciencias y en la convivencia. Los ordenamientos jurídicos deben estar acordes con la realidad social, y pretender estructurarlos pensando en un orden ideal inexistente es equivocado. Si de hecho la sociedad, o al menos elevados porcentajes de la misma, se hace laicista, es necio pretender revestirla artificialmente en un ordenamiento jurídico sacral.

* * *

El movimiento laicizante se propone tres objetivos: 1.°, el reconocimiento del no confesionalismo; 2.°, la laicización de los servicios públicos; 3.°, la separación de la Iglesia y el Estado. Estos tres objetivos no se alcanzan simultáneamente. En primer lugar, se aspira a la no confesionalidad del Estado. Meta que es alcanzada tan pronto como las leyes de una nación de mayoría católica conceden un estatuto de tolerancia para las confesiones disidentes; cuando es permitido el culto público de las mismas; cuando, a la hora de intervenir en la vida civil o en los asuntos públicos, no cuenta la religión que se profesa como dato discriminador; cuando, en fin, cada cual es libre para propagar la fe que cree verdadera (siempre que esta fe respete los principios morales de la conciencia universal y no atente contra el bien común).

Los objetivos mencionados fueron proclamados solemnemente en casi todas las declaraciones de derechos a partir de la Revolución Francesa. Y estuvieron presentes en el programa político de todos los partidos liberales de la pasada centuria y de las democracias de hoy.

Cierto que en la intención de quienes formulaban estos derechos había, en épocas pasadas, más hostilidad hacia la religión que neutralidad y espíritu de concordia; cierto también que la Iglesia adoptó una postura de oposición a este programa. Pero no es menos evidente que la Iglesia no condenaba estos derechos por su contenido objetivo, sino en razón de las circunstancias históricas en que tales derechos se proclamaban. Y prueba de ello es que cuando las circunstancias históricas cambiaron, la Iglesia hizo suya la proclamación de esos mismos derechos. Las circunstancias históricas que cambiaron fueron éstas: hoy el laicismo ya no es un movimiento hostil a la Iglesia, sino conciliador; y, silenciado el substrato ideológico subyacente, pretende que la vida religiosa pueda gozar de libertad, único clima propicio para su florecimiento. La Iglesia hoy –y Ella lo ha manifestado sobradamente– tiene más que temer de los totalitarismos paganos y ateos que de las democracias liberales.

Pero tampoco quedan exentos de responsabilidad determinados sectores católicos ultramontanos que, en los años en que el laicismo liberal tenía mucho de anticlericalismo, no supieron distinguir adecuadamente entre las exigencias espirituales de la Iglesia y las situaciones de privilegio, y creyendo defender aquéllas, lo que en realidad hacían era luchar en favor de éstas, desfigurando el mensaje evangélico de la religión, haciendo a ésta odiosa, y cavando profundas simas de separación y rivalidad en la sociedad, a base de motivaciones religiosas.

* * *

La Pacem in terris se pronunció de forma muy explícita, sobre todo esto que venimos diciendo. Me interesa destacar, en primer lugar, que las enseñanzas de la referida Encíclica contienen una auténtica novedad en este particular, al igual que en otros muchos puntos de la doctrina política. Se ha insistido, acaso más de lo debido, en que Juan XXIII se limita a reiterar las enseñanzas de sus predecesores. Esto no es cierto. En el trascendental documento se enseñan cosas nuevas; se proclaman derechos que hasta ahora no lo habían sido en la forma absoluta y explícita con que se hace en esta ocasión. ¿Es que el magisterio eclesiástico se rectifica a sí mismo? De ninguna manera. Pero se produce en las verdades enseñadas un avance, un desarrollo, una evolución homogénea.

Juan XXIII proclama que «entre los derechos del hombre hay que reconocer también el que tiene de honrar a Dios según el dictamen de su recta conciencia y profesar la religión privada y públicamente». Y también: «Todo ser humano tiene el derecho natural, dentro de los límites del orden moral y del bien común, para manifestar y defender sus ideas.» Estas fórmulas significan una novedad en el magisterio de la Iglesia. No se habla de conciencia verdadera, sino de conciencia recta, lo cual quiere decir que los cultos equivocados, siempre que no se opongan a los principios de la moral universal o atenten contra el bien común, deben ser autorizados, ya que conciencia recta y errónea no son cosas incompatibles. Y no se diga que se habla aquí de un derecho de la persona sin relación a la comunidad política. Porque es claro que la profesión pública de una creencia tiene que realizarse a través de instituciones culturales, y esto supone siempre un derecho dentro de la comunidad. La manifestación y defensa de las propias ideas tiene que llevarse a cabo en el marco de las instituciones adecuadas: la escuela, la Prensa…; y en el caso de las ideas religiosas también a través de instituciones culturales. Si a una determinada ideología o credo religioso se le prohíbe el acceso a estos medios institucionales de manifestación y defensa, en verdad el derecho que se proclama en la «Pacem in terris» queda incumplido.

Ahora bien, ¿significa esto que deba pronunciarse anatema sobre la comunidad política en la que estos derechos están restringidos? Sería llevar las cosas demasiado lejos. El documento pontificio señala una cautelosa restricción, a saber: dentro de los límites del orden moral y del bien común. Acaso en una determinada comunidad política el ejercicio de estos derechos ocasione conflictos al bienestar social, en cuyo caso las autoridades civiles podrían suspenderlos legítimamente. Pero quede bien claro que, por razones teóricas y contempladas las cosas en el terreno objetivo, se trata de derechos estrictos, que deben tener vigencia. La suspensión sólo puede justificarse con carácter de situación anómala y por vía de excepción. En consecuencia están errados quienes piensan que la salvaguardia de la religión exige siempre, como tesis absoluta, la suspensión de dichos derechos en una comunidad de mayoría católica. Muy al contrario, si esta suspensión se produce, únicamente podrá justificarse por razones de política temporal y quien está llamada a precisar los casos en que ésta sea conveniente es la autoridad civil, no el fanatismo de los creyentes y de los teólogos.

Y debe desaparecer de una vez para siempre aquel modo sofístico de argumentar a base de que la verdad tiene todos los derechos y el error no tiene ninguno. Esto vale en un terreno trascendente, significando que el hombre es deudor a la verdad y solamente a la verdad, y cuando se inclina ante el error equivoca la trayectoria de su vida. Y esta verdad es algo objetivo y absoluto, no relativo y movedizo, al compás de tiempos y lugares. Pero querer aplicar esto a la hora de organizar la convivencia entre seres que no están de acuerdo sobre lo que sea la verdad es disparatado. Y falso. Porque en este plano los derechos son prerrogativa de las personas concretas, no de las realidades abstractas. Ahora bien, la verdad y el error son realidades abstractas. Y, por tanto, el error ni tiene derechos ni deja de tenerlos. Hay que preguntar por el hombre equivocado. ¿El hombre equivocado tiene derechos civiles en la convivencia? ¿Por el hecho de estar equivocado pierde sus derechos en la comunidad? No, y mil veces no. El cardenal Bea dijo en ocasión solemne: «Las dolorosas guerras de religión fueron la consecuencia de un amor a la verdad falsamente entendido, puesto que se intentó, en nombre de la verdad, imponer por la fuerza a otros hombres determinadas convicciones, olvidando con ello un hecho no menos fundamental, a saber la libertad humana. Esta libertad supone el derecho del ser humano a decidir libremente su propio destino, según los dictados de su conciencia. A aquéllos que pretenden oponerse a esta libertad, aduciendo que el error no tiene derecho a la existencia, basta con responderles que el error es algo abstracto, y, por consiguiente, no es sujeto de derecho, mientras que el hombre es un sujeto de derecho, incluso cuando él, inevitablemente, se equivoca sin poder corregirse a sí mismo.»

Estas frases que –increíble parece– escandalizaron a muchos, merecen ser esculpidas en caracteres de oro. Y, dichosamente, fueron reiteradas en la Pacem in terris, en la que se lee lo siguiente: «Siempre se ha de distinguir entre el que yerra y el error, aunque se trate de hombres que no conocen la verdad o la conocen sólo a medias, ya en el orden religioso, ya en el orden de la moral práctica; puesto que el que yerra no por eso está desposeído de su condición de hombre ni ha perdido su dignidad de persona y merece siempre la consideración que deriva de este hecho.»

Marcelino Zapico, O. P.

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