Cuadernos para el Diálogo
Madrid, octubre 1963
 
número 1
páginas 36, 29 y 30

Pedro Laín Entralgo

El diálogo con Hispanoamérica

Para el español que habla su idioma sabiendo lo que ese idioma significa en la historia de Occidente, el diálogo con Hispanoamérica será, cuando menos, un urgente proyecto. Para el español que por una razón o por otra ha conocido una parte del inmenso mundo comprendido entre Arizona y el Cabo de Hornos, tal diálogo es más que un proyecto: es una necesidad. Si sus palabras no hallan respuesta amistosa o polémica entre los hombres de ese mundo, si algo de lo que él piensa y dice no se halla directa o indirectamente motivado por lo que las gentes de Hispanoamérica dicen y piensan, sentirá que su existencia como hispanohablante –y, en definitiva, su existencia como hombre– padece grave y penosa manquedad.

Pero el diálogo, cualquier diálogo, ¿puede ser satisfactorio, más aún, puede lograr sentido comprensible si quien lo emprende no posee alguna idea precisa acerca de su interlocutor? El español debe saber –saber, no imaginar o soñar– lo que geográfica e históricamente es Hispanoamérica; el hispanoamericano, a su vez, debe conocer de España, de la vida española real, algo que en veracidad y en precisión rebase lo que apologética o agresivamente, según sea su respectiva orientación ideológica, suelen decir los periódicos que lee y los textos escolares en que se forma. De otro modo, el posible diálogo se trocará en algarabía de sordos o, lo que es peor, en altercado de ilusos o de coléricos. Más de una vez se han hecho reales estas posibilidades, desde la independencia de los países americanos hasta hoy.

¿Qué es hoy Hispanoamérica? La respuesta –una primera respuesta– parece sobremanera obvia: Hispanoamérica es un mundo en crisis. Mas cabe decir: el mundo hispanoamericano se halla en crisis, acéptese este modo escolástico de expresarlo, reduplicativamente. A la actual condición crítica de la vida occidental in genere –esa que desde hace decenios han denunciado y descrito Spengler, Ortega, Jaspers, Berdiaef, Huizinga y tantos más– súmase en América latina la que en la vida política y social de todos sus países viene produciendo una indudable quiebra histórica de las minorías que llevaron a término su emancipación, hace ahora ciento cincuenta años, y hasta hoy mismo han regido su existencia colectiva. Por razones diversas –la incorporación a la vida nacional de los descendientes de inmigrantes, en los países en que la inmigración ha sido copiosa; la paulatina e inexorable «toma de conciencia histórica» de la población india, donde ésta es numéricamente dominante; la rebelión de los desheredados contra un sistema económico de estructura colonial o feudal, en todos o casi todos ellos–, esas minorías están perdiendo o han perdido el timón de la sociedad que durante siglo y medio gobernaron, no siempre con muy eficaz consideración del bien común. Y todavía está por ver si serán capaces de inventar fórmulas de convivencia más justas y prometedoras que las allí tradicionales, o dejarán ante la mirada de sus pueblos como única perspectiva incitante, la que para muchos parecen estar ofreciendo Cuba y los países africanos que, a toda prisa, se esfuerzan por aunar el nacionalismo y el socialismo. Sean cualesquiera las preferencias personales, tal es, muy concisa y escuetamente, la realidad.

Pues bien, esta honda crisis de crecimiento y reajuste que hoy sufre Hispanoamérica ha partido a la sociedad, por lo que a la actitud frente a España concierne, en cinco grupos principales, que sumariamente conviene examinar.

Llamaré al primero grupo panegírico. Hállase integrado por los hombres que aceptan con amor su procedencia hispánica y se complacen proclamando en público o en privado las glorias de nuestra cultura (de Hernán Cortés y Cervantes a Unamuno y Ortega), los relieves de nuestras más peculiares costumbres (lidia de toros, canción popular, plato típico o desfile procesional), los primores de nuestra convivencia (la tertulia, el modo español de la amistad) y las galas y los secretos de nuestro paisaje (ría gallega, nava castellana u olivar andaluz). Librémonos de creer, sin embargo, que el grupo a que me refiero posee un contenido uniforme. En algunos de estos hombres, la afección por las cosas españolas procede de una actitud vital tradicionalmente católica; en otros, a la vinculación formalmente religiosa –que a veces, hay que decirlo, puede ser muy ténue– se añade una querencia ocasional, política, a la cual, para entendernos pronto, daré los nombres de anticomunista y autoritaria; otros, en fin, desde las más diversas situaciones políticas y religiosas, sólo a través del idioma y de las creaciones literarias que del idioma han surgido, sienten con gozo y agradecimiento que algo esencial les vincula a la historia y a las almas de ésta aún viva y siempre contradictoria piel de toro. ¿Cuántos, por ejemplo, serán capaces de medirse en devoción por nuestras letras y en información acerca de ellas con un profesor socialista que yo he conocido entre los Andes y el Pacífico? Nada más gustoso para un español que dialogar con estas gentes, sea una u otra la raíz de su interés por la vida y la obra de España. Nada más delicado, a veces, que deslindar en ese diálogo el amor a lo esencial español y la acaso improvisada y táctica afición a España que otros móviles –un conservatismo demasiado poco flexible, un apego excesivo a la concepción burguesa del ius possidendi– hayan podido engendrar. Para muchos españoles, de ahí nacerá una de las más sutiles dificultades del coloquio con Hispanoamérica.

Hállense junto a este, y a veces en bien matizada continuidad, los diversos grupos genéricamente occidentalizados. Llamo así a los constituidos por personas que, tradicionalmente –no sólo una tradición hispánica hay en Hispanoamérica; ya desde la emancipación, y aún desde antes, opera a su lado otra, liberal en su origen, a la cual ha pertenecido y sigue perteneciendo buena parte de la clase dirigente–, sienten las raíces de su espíritu y han puesto los ideales de su vida en modelos históricos más o menos distantes del hispánico: modelos europeos (Francia e Inglaterra, muy en primer término) o, ya en nuestro siglo, modelos americanos (los Estados Unidos, por supuesto). Quienes sin mengua de su condición española vivan la empresa de la «cultura» como una polifonía universal –tal es mi caso–, se hallarán muchas veces entre estas gentes tan en su casa como entre las formalmente hispánicas; y más aún si, como no es insólito, la abertura de la mente y la finura del sentimiento las hacen sensibles a los imperativos de reforma económica y social que con tanta urgencia resuenan acá y allá. Pero esto no equivale a decir que el diálogo con ellas se halle siempre exento de dificultades, porque en ocasiones se hace patente el tópico prurito de minimizar la obra intelectual de España o de acantonar nuestra cultura dentro de sus límites más «castizos», y, por tanto, menos intercambiables. La paciencia, la llaneza, el tener algo estimable que decir, el leal reconocimiento y la limpia asunción de lo ajeno, si lo ajeno es valioso, el hábito de distinguir honestamente el oro y el oropel en las cosas españolas y –acaso ante todo– el buen amor al idioma común, el empleo cuidado, complacido y exigente de un castellano abierto a las novedades de América, trocarán cualquier tropiezo en amistad sincera y con frecuencia darán el ciento por uno al español de buena voluntad; y no sólo en cuanto persona, también en cuanto español. Más de un caso podría citar yo en apoyo de esta tesis.

Viene en tercer lugar otro grupo, el de los católicos voluntariamente no hispanizados, si se me admite tan extenso y circunstanciado rótulo. Se trata, por lo general, de excelentes católicos, sedientos, noblemente sedientos de eficacia actual y, como tantos otros cristianos del viejo mundo, honradamente convencidos de que tal eficacia no es hoy posible sin una enérgica y sincera renuncia en el pensamiento y en la conducta a todo cuanto pueda ser tildado de «conservador», en el sentido peyorativo de tal palabra. Creen estos –y con ello puede comenzar para el español, católico o no, la problematicidad del diálogo– que la versión hispánica del catolicismo es abusivamente «conservadora»: en el orden social-económico, porque ella es la que por lo general informa la religiosidad de quienes entre los beati possidentes de Hispanoamérica son en alguna medida religiosos; en el orden social-político, porque propende con exceso a la implicación de la vida religiosa con el poder civil, lo cual, piensan, coarta, al menos en los países de América, la libertad con que la Iglesia debe moverse hoy entre los hombres verdaderamente menesterosos de una novitas vitae; y en el orden intelectual, porque, incluida de ordinario en un vehemente afán de «seguridad», tiende a mirar con recelo la osadía innovadora de la inteligencia, así, en el campo de la teología como en el de la especulación filosófica. ¿Hasta qué punto se halla objetivamente justificada esta creencia? Y, por otra parte, ¿hasta qué punto extreman gratuitamente su «no hispanismo», y aún le convierten en resuelto «antihispanismo», los católicos americanos a que me estoy refiriendo? No es esta la ocasión de discutir a fondo tan grave y vidrioso tema; frente al cual, apenas parece necesario decirlo, las opiniones de los propios españoles diferirán muy ampliamente entre sí. Diré tan sólo que el ejercicio habitual de la múltiple receta antes consignada –paciencia, llaneza, discernimiento gustoso del oro y el oropel…; en definitiva, convincente demostración pública de que el «ser» del español, como el «ser» en general, según Aristóteles, se dice de varios modos–, siempre o casi siempre permitirá establecer un diálogo fecundo con quienes, cualquiera que sea su ulterior adjetivación, fundan expresamente la definición de sí mismos sobre su condición de cristianos.

Vienen en cuarto lugar los grupos menesterosos, de raíz cultural propia; raíz a la que en ciertos casos se atribuye carácter étnico (el indigenismo cultural y político de los países con población india copiosa) y en otros simple condición telúrica (la pretensión de originalidad de quienes piensan que a cada aspecto típico de la naturaleza debe corresponder, cuando dentro de él se nace y se vive, un tipo de cultura distintos de los restantes). Para los doctrinarios del indigenismo, la civilización hispánica sería algo así como una losa que aplastó las posibilidades históricas –artísticas, intelectuales, políticas– de las culturas precolombinas; y para los postuladores de una originalidad telúrica, hombres totalmente exentos, por lo general, de sangre india, el suelo o el mantillo de que en el futuro ha de nacer, distinta de todas las europeas, la vida intelectual y artística propia de los pueblos americanos. ¿Es posible para el español un diálogo no puramente polémico con quien así lo ve?

Tal vez sea pertinente responder a esa pregunta con una nueva interrogación. Frente a quienes integran estos grupos, ¿puede, debe conducirse un español como un anglosajón, un francés o un italiano? Alguien dirá: «No, porque lo que ahora frontal y radicalmente se niega es la validez de la cultura española en Hispanoamérica.» Lo cual es bien cierto. Mas también cabe responder de este otro modo: «No, porque quienes niegan esa validez, lo hacen en castellano.» La lengua común: he aquí la clave del plus de amistad o del plus de encono que siempre lleva consigo el diálogo entre quienes la hablan. El español y el hispanoamericano son –permítaseme tan pedantesco neologismo– «logadelfos», hermanos de lengua, y sobre esta realidad hay que fundar toda relación entre ellos, y a ella hay siempre que retornar. «La sangre de mi espíritu es mi lengua», escribió soberanamente el poeta Miguel de Unamuno. Yo diría más. Yo diría –volviendo en cierto sentido a los tiempos en que para los médicos la sangre no era sólo alimento y medio interno– que la lengua es, desde luego, alimento del espíritu y medio de comunicación, pero también principio informador de la existencia concreta del hombre. Por el hecho de haberme formado hablando tal lengua, soy de tal modo y no de otro, sin mengua de mi genérica condición humana, al contrario, con enriquecimiento de ésta. Pues bien, desde tan primaria y fundamental verdad antropológica yo me atrevería a decir a los indigenistas: «En la medida en que la peculiaridad racial del indio y el mestizo haya dado y pueda dar lugar a creaciones culturales válidas para todos los hombres –modos de la sensibilidad, formas artísticas, &c.–, ¿carece de importancia y de sentido que esas creaciones se realicen a través del castellano? ¿Es cosa inane o baladí el hecho de que Huasipungo, Triece y Alturas de Machu Picchu sean y no puedan dejar de ser gemas de la misma literatura que el Quijote, la Oda a Salinas y El Cristo de Velázquez?» Y luego, volviéndome a los míos, a los hispanohablantes de este lado del Atlántico, añadiría: «Quienes en España hablamos castellano, ¿hemos contribuido de manera suficiente al conocimiento de todo lo que en la América indígena es digno de universal conocimiento (arqueología, etnología, lingüística, psicología, economía, sociología) y a la expresión de sus intuiciones y motivos estéticos (poéticos, musicales, plásticos) real y verdaderamente comunicables? Si la vidalita, la cueca, la resbalosa, el bombuco y el joropo nos suenan a cosa familiar, a cosa que tiene aquí una de sus raíces, además de sonarnos a Argentina, Chile, Perú, Colombia y Venezuela, ¿por qué no ha de ser un músico español el que incorpore la penetrante melancolía de la quena andina a un posible Concierto del Cuzco?» Comentando, hace unos meses, el ejemplar Catálogo de las lenguas de América del Sur, de Antonio Tovar, planteaba yo esta cuestión, tan importante para quienes creen que la cultura «española» tiene que ser, a la vez, «hispánica». No, no es imposible el diálogo entre los españoles y los indigenistas y originalistas de América.

Quinto y último grupo, el de los socialmente radicalizados: marxistas y filomarxistas de toda índole, desde los que viven y piensan en la estricta observancia del marxismo de Moscú, a los que creen que el camino hacia el porvenir pasa por la China de Mao-Tse-Tung y quienes hoy tratan de aliar revolucionariamente el socialismo y el nacionalismo. ¿Qué puede hacer, frente a los hombres que integran este grupo –no monolítico, como acaba de verse–, un español que no sea marxista o filomarxista? La respuesta variará, bien se advierte, con la personal actitud de ese español frente al problema que hoy tópicamente llamamos de la «coexistencia». Sería impertinente discutir aquí las distintas posiciones en torno a ese problema. ¿Me será lícito decir tan sólo que para mí, en la polémica comunismo-anticomunismo, lo preferible es una sociedad –no hay pocas en el mundo actual– en la cual el comunismo sea a la vez lícito e imposible? Y por lo que hace a los hispanoamericanos socialmente radicalizados, ¿podré añadir que la manera hispánica de ser y sentirse «persona» –manera habitualmente enérgica y no gregaria, para bien y para mal de los hispanos, hispanizados e hispanohablantes– abre al diálogo y a sus posibles resultados perspectivas insospechables por parte de quienes, pese a lo que sus lenguas dicen o escriben sus plumas, no quieren o no saben dialogar?

He aquí, en rápido e incompleto esquema, cómo veo yo las actuales posibilidades del diálogo entre los españoles y los hispanoamericanos. Porque, rectificando mi propio epígrafe, así habría que plantear tal empeño: no en términos de «Hispanoamérica» y «España» –entidades demasiado abstractas o demasiado políticas–, sino en términos de «hispanoamericanos» y «españoles», que ellos habrán de ser, a la postre, los titulares y responsables del coloquio. Coloquio, como hemos visto, no siempre fácil, pero siempre incitante y prometedor. Díganlo en su fuero interno los españoles y los hispanoamericanos para quienes la palabra nunca debe ser forma sonora de una jactancia o de una agresión.

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2013 filosofia.org
 
1960-1969
Hemeroteca