Para juzgar los resultados de la conferencia de jefes de Estado y de Gobierno de los seis países miembros de la Comunidad Económica Europea reunida en La Haya el 1 y 2 de diciembre de 1969, es preciso tener muy en cuenta las circunstancias que a ella condujeron. Desde que el general De Gaulle se opuso no sólo al ingreso del Reino Unido en la Comunidad (1963), sino también a la aplicación del principio mayoritario en las decisiones del Consejo de Ministros en los casos previstos por el tratado de Roma, y al principio de supranacionalidad que implicaría reconocer a la Comisión poderes propios con la consiguiente limitación de la soberanía de los Estados (1965), la Europa de los Seis se encontraba cuando menos en una situación de crisis de confianza. La tenacidad imperturbable del General en la defensa de sus posiciones había creado en los demás un estado de ánimo que cabría calificar de resignada impaciencia, en un clima que el pleito de la Unión de la Europa Occidental no contribuyó precisamente a mejorar.
Es cierto que el Jefe del Estado francés en las postrimerías de su acción presidencial pareció querer suavizar aristas en su política con respecto al Reino Unido; pero el desgraciado desenlace de sus contactos confidenciales con el embajador británico en París puso de manifiesto el profundo recelo del gobierno del señor Wilson. Fue su brusco abandono del poder en la noche del referéndum negativo del 27 de abril el que abrió realmente la posibilidad de un nuevo rumbo, dentro de la natural cautela verbal de su sucesor en la presidencia de la República, señor Pompidou.
Sin que quepa hablar de un espectacular «nuevo arranque» como el de 1956 en Mesina que, después del fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, llevó en menos de un año a la firma del tratado de Roma, es un hecho que se ha salido del peligroso estancamiento anterior. Y esto por sí solo permite considerar como claramente positivo, en el plano intergubernamental, el balance de la conferencia de La Haya. Ya no hay veto francés a las negociaciones con el Reino Unido; y como consecuencia del acuerdo de principio entonces adoptado, se pudo llegar, el 22 de diciembre, a la reglamentación financiera agrícola de la que Francia hacía una cuestión previa. Se ha iniciado una reanimación de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom) y reactualizado la idea de una Universidad europea. Más importante aún es el hecho de que se reafirmaran en La Haya los fines políticos específicos de la Comunidad, consistentes en conseguir una unión política, y que para ello se señalase la conveniencia de una elección directa del Parlamento europeo por sufragio universal. Lo cual supone admitir finalmente una estructura de carácter federal, un aumento de los poderes de la Comisión y de la Asamblea.
Contempladas las cosas en proyección de futuro, el resultado más trascendental de la conferencia de La Haya ha sido que en virtud del acuerdo del 22 de diciembre se establece un verdadero impuesto europeo, dotándose así a la Comunidad de recursos propios, y por consiguiente de un presupuesto comunitario. El paso que acaba de darse lleva a un fortalecimiento de la Comunidad en cuanto tal, representada por la Comisión, y a un control parlamentario de su gestión. Para que este control sea coherente con las estructuras políticas de los países que integran la Comunidad y de los que han solicitado su ingreso (Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega) –es decir, las de la democracia occidental–, sólo podrá asumirlo plenamente una asamblea legitimada por el sufragio universal directo de los ciudadanos en cuanto miembros de un cuerpo electoral europeo. Al final de tal evolución se perfila, a un plazo más o menos largo, una federación europea, como ha sugerido en recientes declaraciones a un periódico francés el señor Jean Rey, Presidente de la Comisión, al comparar el proceso en curso al de la Confederación Helvética y de los Estados Unidos de América. Una federación basada, por lo dicho, en los principios democráticos comúnmente admitidos en la Europa occidental y para cuya promoción internacional se creó en 1949 el Consejo de Europa.
Los candidatos a la integración en la Comunidad Económica Europea han de adquirir conciencia de esta evolución. Para los cuatro aspirantes actuales, el principal problema político es el de la dosis de supranacionalidad que hayan de aceptar y que estará en función del grado de cohesión interna alcanzado por la Comunidad. Su ingreso, habida cuenta del arraigo que en ellos tienen los ideales democráticos (bien patente en su reciente actitud frente al actual régimen griego en el Consejo de Europa), está llamado a reforzarlos también en la Comunidad. Su bien probada estabilidad política habría de constituir un factor de equilibrio interno. Se desplazará asimismo el centro de gravedad hacia el Norte, dándose con ello mayores oportunidades de intervención en la construcción europea a partidos políticos y fuerzas sociales hoy menos presentes de lo conveniente. Pero esto nos remite a aspectos de la integración europea que rebasan el plano intergubernamental que fue el de la conferencia de La Haya y merecería comentario aparte.
Para España, cuyo nuevo Ministro de Asuntos Exteriores ha señalado como objeto prioritario de la política del actual gobierno en lo internacional «nuestra plena incorporación a Europa», es obvio que la situación inicial es muy distinta y que tal incorporación, políticamente hablando, supone una adecuación institucional a las formas de convivencia civil europeas. Es interesante por lo demás que, al enumerar los factores condicionantes de la política exterior de un país, mencionase el Ministro «la legislación fundamental». No se trata, como muchas veces se insinúa, de «imitar» a seis o acaso, dentro de unos años, a siete o diez sistemas políticos que, si bien presentan diferencias entre sí, participan de una concepción común de los fundamentos del Derecho y del Estado a la que no puede decirse que llegaron por mimetismo recíproco, sino por responder a lo que cabría llamar el «espíritu de la época» en un determinado nivel de su historia y su ámbito cultural. Se trata de acceder a tal espíritu. El deseo de la incorporación a la Europa democrática significa de suyo un progreso frente a actitudes de hostilidad, indiferencia o escepticismo ante la viabilidad de su progresiva unificación. Equivale al reconocimiento de una realidad en marcha y de su signo positivo. Y en buena lógica, a una opción política.