Filosofía en español 
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Francisco Fernández-Santos

Trotsky, nuestro contemporáneo

En este mes de agosto, exactamente el día 22, se cumple el vigesimoquinto aniversario del asesinato de una de las personalidades más poderosas y fascinantes, al mismo tiempo que más trágicas, del siglo XX: León Davidovich Trotsky. El 22, de agosto de 1940, moría uno de los fundadores de la Unión Soviética, revolucionario hasta el heroísmo, pensador marxista de gran clase y escritor de exuberantes dotes y fecundidad: una de las principales figuras de esa extraordinaria galería de revolucionarios-filósofos que marcaron al mundo para siempre con la garra de la Revolución de Octubre, hecho fundamental del siglo XX. Con el asesinato de Coyoacán se cerraba el ciclo de una de las tragedias más representativas de nuestra época: la de los bolcheviques del año 17; se rompía el arco de acero de una vida tendida constantemente hacia el objetivo de la revolución socialista mundial; se extinguía un europeo universal que había defendido hasta el último aliento la herencia del marxismo clásico y el espíritu de la Revolución de Octubre. Significativamente, en el mismo momento de su muerte el mundo se hundía en un periodo de barbarie y de criminalidad como no había conocido nunca. Los lobos nazis aullaban triunfalmente por las llanuras de Europa, el mundo carcomido de la democracia burguesa parecía derrumbarse estrepitosamente, y en la Unión Soviética, después de los sangrientos procesos de Moscú que liquidaron a toda una generación de revolucionarios, el stalinismo se estabilizaba como estructura al parecer insustituible del primer país socialista. La revolución socialista mundial parecía un sueño más inconsistente y utópico que nunca.

Recuerdo todavía, vagamente, la impresión que me produjo la noticia del asesinato de Trotsky. Tenía yo por entonces once años. Algún tiempo antes, registrando en los cajones de libros “peligrosos” ocultos en algún rincón de mi casa, había descubierto dos libros de Trotsky: Cómo hicimos la Revolución de Octubre y Mis peripecias en España. (Este último traducido [126] por Andrés Nin y con un prólogo de Julio Álvarez del Vayo en que éste mostraba sus simpatías por la figura del autor.) Ambos libros fueron mi primer contacto consciente con la Revolución rusa y con Trotsky, que en mi espíritu quedaron desde entonces profundamente unidos. Mi admiración por una y por otro se fundían en una misma admiración. De ahí que el asesinato de Trotsky fuera para mí como si hubiesen asesinado a la Revolución de Octubre.

Han pasado veinticinco años. Mi admiración de los once años por Trotsky se ha mantenido intacta: es más, se ha profundizado y enriquecido, a medida que iba conociendo su obra de revolucionario y de escritor. Admiración, naturalmente, crítica, no dogmática ni beata.

El peor servicio que puede prestarse a un gran revolucionario y pensador es aceptar acríticamente, carismáticamente, todos sus actos y todas sus ideas. Trotsky cometió errores, a veces graves. Pero también los cometió Lenin, también los cometieron Marx y Engels, también los cometieron los jacobinos de 1793... De todos modos, hay un grado en el error que distingue tajantemente la grandeza y la verdad fundamentales de un hombre y de un movimiento, de la pequeñez y la mentira históricas. Y hoy, mientras el mito de Stalin y el stalinismo se desintegran, Trotsky sigue en pie: sus actos, su personalidad, sus libros, incluso sus errores, continúan siendo significativos e importantes en el mundo actual, no para imitarlos sin crítica, sino para meditar la verdad esencial que en sí llevan y enriquecer así el pensamiento y la práctica del socialismo. Stalin se extingue en sus aciertos y en sus errores, para quedar en el presente como un pesadilla que se recuerda con indignación, escepticismo o remordimiento. Trotsky se eleva por encima de sus aciertos y de sus errores, para ofrecernos la verdad irreductible de su vida y de su obra. Por eso es, como todo gran espíritu del pasado, nuestro contemporáneo.

El futuro le ha dado la razón. Es cierto que el movimiento comunista no le ha “rehabilitado” aún (salvo, parcialmente, el Partido Comunista italiano). Pero Trotsky no necesita “rehabilitaciones” de ese tipo. Su influencia se ejerce por encima de todo formalismo y de toda barrera de partido, a través de las obras que él escribió y de las que se le dedican. De ahí el éxito de la monumental biografía que le ha consagrado Isaac Deutscher y que es un retrato político, a menudo genial, no sólo de Trotsky, sino de toda una época crucial de la historia moderna de la humanidad{1}. De ahí la constante y creciente reimpresión de sus obras, a veces desaparecidas durante cuarenta años. De ahí la avidez con que se le lee en todo el mundo, sobre todo por los jóvenes, que no pueden conocer las inhibiciones esterilizantes del stalinismo residual.

Son las obras de Trotsky –y no el movimiento por él fundado en el exilio, que nunca pasó de ser una minoría en el movimiento socialista mundial– las que mantienen viva y actualísima su figura. Por ello, el mejor homenaje que se le pueda rendir, en este veinticinco aniversario de su muerte, es hablar de sus obras: ellas nos dicen con toda claridad, por encima de las calumnias y las tergiversaciones del stalinismo, de la verdad perdurable del Trotsky revolucionario y pensador. En ellas encuentra el nuevo pensamiento revolucionario un acicate, un enriquecimiento y una confirmación.

Hoy, dentro de la brevedad de esta nota, nos vamos a referir sólo a una de esas obras, y no a ella en su totalidad, sino en uno de sus aspectos. Me refiero al problema de la “cultura proletaria” tal como lo analizó Trotsky en su libro Literatura y revolución. De esta obra{2} bien puede decirse que es uno de los mejores estudios de los fenómenos literarios que haya escrito un pensador marxista. Y asombra pensar que Trotsky lo escribió en 1923, es decir en una época en que se hallaba profundamente empeñado en los gigantescos problemas de la Revolución y en su incipiente lucha política contra el triunvirato Zinovief-Karnenef-Stalin. ¿Cómo, en tales circunstancias, pudo Trotsky tener la serenidad y la independencia de juicio suficientes para analizar una materia tan delicada y autónoma como la literatura, reacia siempre a las urgencias inevitables de la lucha política? La comprensión e inteligencia de que Trotsky da muestras respecto de la especificidad y las exigencias propias de lo literario y, en general, de lo cultural, es muy grande y, si se juzga por las condiciones políticas de la época, verdaderamente excepcional. Sólo un revolucionario capaz de pensar la historia global y diferenciadamente al mismo tiempo podía escribir un libro como Literatura y revolución. [127] En esto, ni siquiera Lenin iguala a Trotsky, cuya cultura literaria y artística era superior a la de aquél.

Uno de los capítulos centrales del admirable libro de Trotsky estudia el problema de la “cultura proletaria”. A él nos vamos a referir brevemente. Por 1923, una de las varias tendencias literarias que había dado lugar la Revolución de Octubre gracias a su fuerte expansividad cultural era la del Proletkult, tendencia que pretendía obtener una especie de marchamo oficial como expresión auténtica del marxismo en la literatura. Lenin y Trotsky se opusieron tajantemente a la concesión de semejante monopolio cultural. La tesis fundamental del Proletkult sostenía la necesidad de elaborar una cultura del proletariado, totalmente independiente de la cultura burguesa y radicalmente opuesta a ella. Tal tesis es extraña al marxismo: ni Marx, ni Engels, ni ninguno de los grandes teóricos marxistas podrían citarse en su apoyo. He aquí los argumentos que Trotsky utiliza contra ella, decididamente apoyado por Lenin{3}.

Para Trotsky, es imposible “crear una cultura proletaria mediante métodos de laboratorio”. La creación de una cultura de clase, como es la cultura burguesa y habría de ser la proletaria, o de toda cultura a secas, exige un desarrollo orgánico de esa clase, de su mundo de su sistema social, que puede durar siglos. Ahora bien, la clase obrera carece de los medios y del tiempo indispensables para crearse una cultura propia y autónoma, antes de desaparecer como clase en el seno de una sociedad sin clases, socialista o comunista. “La burguesía –dice muy gráficamente Trotsky– llegó al poder completamente armada de la cultura de su tiempo. En cambio, el proletariado sólo llega al poder completamente armado de una necesidad aguda de conquistar la cultura.” El proletariado, que viene a la historia para disolverse progresivamente a sí mismo como clase y, por tanto, a las demás clases, no puede tener ni el tiempo ni la energía ni la serenidad para constituir una auténtica cultura de clase, que estaría condenada a desaparecer a breve plazo.

Una cultura, que es “un sistema desarrollado e interiormente coherente de conocimientos y de saberes prácticos en todas las esferas de la creación material y espiritual”, exige una base social relativamente estable, no una base provisional. Esa base no se la puede dar el proletariado, clase que está hecha para suprimirse a sí misma al mismo tiempo que a las demás clases. Naturalmente, “no se puede crear una cultura de clase a espaldas de la clase. Ahora bien, para edificar esa cultura (proletaria) en cooperación con la clase, en estrecha relación con su expansión histórica general, hay que... construir el socialismo”. Es decir, hay que suprimir al proletariado. Pero entonces, una vez suprimida, con el proletariado, la sociedad de clases, será el momento de crear, no una cultura proletaria, de clase, que carecería de todo fundamento social, de todo sujeto colectivo, sino una cultura socialista universalista “basada en la solidaridad”. De ahí la contradicción insalvable de todo intento teórico o práctico de elaborar una “cultura proletaria”. Y no se diga que el marxismo es ya un elemento esencial de la cultura proletaria. Porque el marxismo, dice Trotsky, “se edificó enteramente sobre la base de la cultura científica y política burguesa, aunque declarara a esta última no una lucha por la vida, sino una lucha a muerte. Bajo los golpes de las contradicciones capitalistas, el pensamiento universalizante de la democracia burguesa se elevó, en sus representantes más audaces, honestos y clarividentes, hasta una genial negación de sí mismo, armada de todo el arsenal crítico de la ciencia burguesa. Tal es el origen del marxismo”.

En consecuencia, concluye Trotsky, el proletariado, sobre todo después de su victoria, “tiene por primera tarea asumir el aparato de cultura que antes servía a otros”, y el esfuerzo de la intelligentsia socialista debe encontrarse, “no en la abstracción de una nueva cultura –cuya base falta aún– sino en el trabajo cultural más concreto: ayudar de manera sistemática, planificada y, naturalmente, crítica a las masas atrasadas a asimilar los elementos indispensables de la cultura ya existente”.

Evidentemente, añado yo, esta generalización de la cultura moderna entre las grandes masas populares constituirá ya de por sí un cambio cualitativo de suma importancia que a la larga habrá de tener una repercusión profunda en el contenido y el estilo mismos de la cultura, preparando las bases materiales para el desarrollo futuro de una cultura universalista, implícita en el socialismo marxista pero cuya contextura concreta sólo vagamente podemos imaginar (por la misma razón que sólo vagamente podemos imaginar la contextura concreta de la sociedad radicalmente nueva en la que, y sólo en la que, esa cultura podrá nacer). Esa cultura universalista está, pues, aún lejos. [128] Y la construcción del socialismo sólo puede partir, no de una imposible cultura proletaria, sino la cultura existente de la sociedad burguesa. Digo cultura de la sociedad burguesa y no cultura burguesa porque la cultura moderna –empezando por el propio marxismo, las corrientes afines y otras corrientes críticas o revolucionarias– ha nacido en el seno de esa sociedad, pero en modo alguno se identifica ideológicamente con la burguesía y sus intereses de clase. De otro modo, el marxismo sería una especie de maná caído del cielo, sin relación alguna con la cultura de su tiempo y de toda la edad moderna. (Y recordemos que Marx se consideraba a sí mismo como heredero de la filosofía clásica alemana, de la economía política inglesa y del socialismo utópico francés, es decir, de tres sectores esenciales de la cultura de la sociedad burguesa.)

El concepto de “cultura proletaria” era, desde el punto de vista marxista, absurdo y, además, peligroso. La historia posterior de la cultura soviética le ha encargado de demostrarlo. El resultado último del Proletkult fue el zdanovismo, o stalinismo cultural, es decir, una falsa cultura, artificial y mecánica, que llegará al colmo del delirio con la pretendida “ciencia proletaria”, enemiga irreconciliable de la “ciencia burguesa”; una “cultura” de laboratorio que no era ni podía ser la secreción lenta y orgánica de una nueva sociedad, sino un sistema de medidas administrativas, políticas y aun policiales, destinadas a instrumentalizar la acción cultural al servicio de un poder determinado: el de la burocracia stalinista y su empresa de acumulación “socialista” primitiva. De este modo, en nombre de una cultura cuya imposibilidad habían demostrado Trotsky y Lenin, se cometieron los más graves atentados contra la cultura real (aunque, al mismo tiempo, el régimen de Stalin –y esa es una más de sus múltiples contradicciones– realizara un gigantesco esfuerzo de extensión cultural entre las masas populares).

Hubo de llegar el XX Congreso para que empezara a resquebrajarse el artificioso edificio de la cultura seudoproletaria oficial. Y, hoy día, las nuevas exigencias culturales de los intelectuales y del pueblo, la dinámica misma de la destalinización, imponen, a pesar de todos los stalinistas retardatarios de dentro y de fuera, una revisión constante y a fondo de los viejos dogmas culturales y la reanudación de los contactos con la cultura universal. La cultura soviética, desembarazada del ortopédico armazón stalinista, podrá ahora dar lo mejor de sí misma, como en los primeros tiempos de la revolución.

En esto, como en tantas otras cosas, Trotsky habrá sido un precursor genial, un hombre que, consciente de la historia y de sus necesidades, no se resignó sin embargo a ellas, sino que, como todo auténtico revolucionario, supo luchar contra la historia para construir el futuro. Y cuando los jóvenes intelectuales y escritores soviéticos reclaman, contra lo que aún queda de stalinismo en Rusia, la libertad, la autonomía y la universalidad de la creación cultural y literaria, tras ellos, aunque no le citen, aunque, incluso, no le hayan leído, se yergue la aguda y penetrante figura de Trotsky, el héroe revolucionario que murió asesinado porque no quiso jamás renegar del espíritu de la Revolución de Octubre, el pensador marxista antidogmático, vibrante de ideas y abierto al universalismo, el gran escritor para quien la creación literaria no podía ser un simple instrumento de la acción política...

El 22 de agosto de 1940, Trotsky el hombre era infamemente asesinado en su casa de Coyoacán donde el gobierno de Lázaro Cárdenas le había ofrecido generosamente un refugio. Pero Trotsky el revolucionario, el pensador, el artista sigue más vivo que nunca.

F. F.-S.

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{1} Tres tomos de la edición francesa: Le Prophète armé, Le Prophéte désarmé, Le Prophète hors-la-loi (Julliard), Colección “Les Temps Modernes”, París).

{2} Traducida recientemente al francés con el título de Littérature et Révolution (París, Julliard, 1964). Una traducción española, hoy inencontrable, se hizo durante la República (creo que por Cénit). Existe una traducción argentina más reciente.

{3} “En la medida en que una cultura es proletaria, no es aún cultura. Y cuando es cultura, ya no es proletaria” (Lenin, citado por Trotsky, Literatura y revolución, p. 325).