Cuadernos de Ruedo ibérico
París, octubre-noviembre 1967
número 15
páginas 97-110

Julio Cerón

Problemas de táctica
y de estrategia

1. Las Comisiones Obreras entre la táctica y la estrategia

2. Curas o sacerdotes

En estos dos artículos, su autor repasa dos temas de sobresaliente actualidad con toda franqueza y sin circunloquios. No se le oculta, empero, que cualquier texto, y en proporción directa a su sinceridad, puede ser «manejado» por un enemigo común. El elenco de adversarios del régimen cuyos escritos han sido utilizadas por los servicios gubernamentales de propaganda es exhaustivo. Ahora bien, creyendo beneficiarse, proporciona una mayor difusión a tales textos. Este autor no ha sentido, por ello, ningún escrúpulo en hablar claro y sin rodeos.

1. Las Comisiones Obreras entre la táctica y la estrategia

Nos encontramos con que en España ha surgido, apenas en unos años, una nueva realidad, las Comisiones Obreras. Ellas atraen todas las atenciones: irritan al régimen y encarnan la esperanza sin descanso de tres generaciones de españoles antifascistas. Son una creación original, difícil de enmarcar y potencialmente fecundísima. Partidos y prohombres se rinden ante su acometividad, unos y otros reconocen su primacía y su prioridad. ¡Todo ceda el paso a las Comisiones!

¿Están justificadas estas expectativas? Por su misma novedad las Comisiones no presentan todavía una fisionomía definida y cristalizada. Cada uno las interpreta según sus deseos (no imaginan igual sus efectos el señor Areilza, el Partido Comunista y el señor Alvarez del Vayo). ¿Qué son exactamente? ¿Que se proponen ser? Como el Tercer Estado, ser pueden serlo todo. ¿En qué se pueden quedar? Como el Tercer Estado, en nada. En un bello recuerdo, como el Partido d'Azione italiano o el Front National francés. A los que están metidos hoz y coz en la acción cotidiana, el estudioso de las cuestiones políticas puede aportar una ayuda ínteresante: su análisis en frío y a distancia. Algo de provecho igual ya sacarán de estas líneas escritas con solidaridad y con esperanza, pero también con sinceridad absoluta, «como en una conversación».

Paso ahora a lo concreto y no me andaré con rodeos. Abundando en la nota previa a estos dos artículos, y como Pablo, me detendré más en la correctio fraterna que en el elogio. La alabanza ya se la saben, porque tanto se la prodigan que hasta les marean. Empecemos de todas maneras recordando sus logros.

Elogio sin reservas

Los aciertos de las Comisiones son evidentes, son impresionantes. Y si se sitúan en relación con la historia española reciente, más. ¡Si se confrontan con los casi treinta años de indigencia creadora de la oposición, es para quitarse el sombrero! De esa calidad política no hay más que otro hecho en España: la prodigiosa ascensión del conde de Motrico. En uno y otro caso se ha desplazado, arrollando, supeditado todo lo anteriormente existente. [98] Guste o no, hoy en día la situación se resume así: Comisiones y/o Areilza.

Vale la pena pormenorizar algunos aspectos de este acierto rotundo.

Desde el punto de vista del postulado previo de toda estrategia

El postulado previo de toda estrategia es aumentar la unidad propia y reducir la del bando contrario. Por el simple hecho de su existencia las Comisiones están forjando –y también forzando, en lo que se refiere a los tradicionalmente recalcitrantes a colaborar en nada con cierto sector– la unidad de la oposición, allí donde habían fracasado todos los intentos planteados «por arriba» o recurriendo incluso a proponer auténticos disparates de línea política. En cuanto al efecto sobre el enemigo, las Comisiones son en el corazón del régimen una verdadera cuña que ensancha y acelera su dislocación creciente. (Pero más adelante veremos su aspecto negativo o al menos peligroso.)

Primera cosa que no es «bluff» en la izquierda española

Treinta años de bluffar contra Franco. Treinta años hemos bluffado todos en la oposición. «Tenemos a los coroneles, todos los contratistas de obras leen mis textos, los laboristas nos darán media hora en el BBC, el campo es nuestro, somos más de diez mil, a nosotros se debe lo de Asturias, estamos implantados en veinte provincias, el 18 no saldrán las locomotoras de los depósitos, su médico personal me ha dicho que tiene el Parkinson, un urólogo suizo me asegura...» Llegan las Comisiones y también con esto acaban.

La primera cosa seria que se hace en España (y se hace con modestia). Por cierto: es la primera cosa desde la gesta, olvidada pero tan grande, de los maquis. Y peor que olvidados: censurados a veces. ¿De dónde fue un error aquello, como ha llegado a decir el Quinto Congreso del Partido Comunista?{1} ¿Qué deberían haber hecho con su pasión y con sus armas? ¿Fuera mejor utilización la que dieron a las suyas los comunistas franceses o italianos: colgarlas de recuerdo sobre el televisor junto a la madonnina o al calendrier des PTT?

Una piedra, de toque significativa: la buena sociedad

Hasta las Comisiones, la «política de masas» y la «alta política» eran compartimentos rigurosamente estancos. Era normal que, en los grupos (PC, FLP) que enlazaban por un lado con los prohombres y por otro con el común de los españoles, resultara preciso hacer constantemente un esfuerzo simétrico de explicación: aclarar a la base que, también «algo ya cuenta» la conspiración de tertulia y salón, y a las personalidades que la acción de los obreros «coadyuva». «¿Qué fuerza tiene detrás Fulano?» decían los unos, y los otros «Al régimen no se le perturba con una huelguita». Llegan las Comisiones y salta en pedazos ese verdadero muro de la tosquedad. Desde hace ya unos años, existe un contacto directo entre hombres de las Comisiones y prohombres. Una amistad personal incluso; más diré: una consideración reciproca{2}. ¿Qué prodigio es éste?

Crítica constructiva

Los tres pilares de la estrategia

Antes del actuar en cualquier plano procede plantearse, como proponía Foch, el ¿De qué se trata? Más tarde, mientras se va luchando, hay que formularse constantemente [99] la pregunta ¿A quién aprovecha esto?

La primera es muy importante porque es preciso conocer de antemano, y no olvidar nunca, el fin propuesto. Y cuanto más numerosas y prometedoras y propicias se presenten las posibilidades de acción, tanto más importante.

Pero el interrogante básico es el cui prodest? de Lucio Casio. Sobre él se juzga la calidad política, con él se decide la suerte de las batallas. Lo que yo hago, aparte de redundar en mi propio provecho, ¿beneficia a alguien más, beneficia acaso a mis enemigos? Si esto ocurre, mi propio provecho inmediato –al coincidir, siquiera sea parcialmente, con el de mi enemigo (o con el de una parte de mis enemigos)– ¿no invalidará el objetivo que me he fijado a largo plazo? Porque el enemigo no es nunca un bloque único –o, aunque lo sea, mi acción ha de contribuir a cuartearle–. Al atacar al más ostensible de entre ellos, puedo favorecer y hasta robustecer a otro menos «hecho» o más mediato.

Hay que añadir por ello una tercera pregunta, que en mal latín podríamos redactar así: Etiam inimico? ¿También a uno de mis enemigos favorecerá esta lucha, esta táctica, esta campaña mía?

La aplicación de estos tres principios a las Comisiones Obreras se hace sola. En la parte central de este artículo se irá, devanando de por sí, al hilo de mi exposición sobre los elementos que las componen.

Dos tests de evaluación: antecedentes y «timing»

Se pueden evaluar las Comisiones cotejándolas con sus antecedentes en el tiempo o en el espacio (cuestión de mimetismo) o apreciando la calidad de su aparición y de su escalonamiento en el tiempo (problema del timing).

En lo tocante al primer aspecto, las Comisiones se prestan en efecto a los males del mimetismo. Pero yo creo que es más bien un intento desde fuera de ellas{3} y con posterioridad a su éxito, y no algo que les sea intrínseco. El nacimiento de las Comisiones ha seguido el proceso clásico de otros fenómenos similares en otros países o en otras ocasiones aunque desde luego no como una deliberada imitación mecánica de los mismos. De todas maneras, las características compartidas con otras creaciones históricas pueden servir para apercibirse contra unos peligros también comunes: el mencheviquismo consustancial a estas formas de organización, su reabsorción y neutralización por los partidos.{4} (Obsérvese que no todos estos peligros proceden del exterior: los hay que son fruto directo de ellas mismas. [100] ¡Por eso es tan difícil llevar a buen puerto estas embarcaciones: no dejarse sofocar por los partidos pero también ahogar el propio afán interior de crecimiento sin variación, morir voluntariamente para renacer en una realidad más alta!)

En cuanto al timing, las Comisiones hasta el momento no merecen sino plácemes. Nos han parecido sin duda lentas, «economistas», pero hay que reconocer que han llevado su escalation con tino... Hasta ahora, repito, porque ya ha llegado el momento de pasar a mayores. Se han «pegado» al movimiento ascendente de la ola para alcanzar –junto a ella, gracias a ella– su cresta. Y ahora han de despegarse de ella, dejar de «estar en ella», encauzarla, ayudarla, provocarla a seguir subiendo, llevarla, llevarla sin descanso, hacer que nazca o reviva en ella el afán de romper en una ola más grande. Y perder el miedo a arruinar todo el esfuerzo, el miedo a que la ola no se convierta en oleada y de paso se deshaga en pura espuma. Dejar, en una palabra, que de la cuestión «olas», por ellos creada, se ocupen ya en lo sucesivo las viejas cosas: los partidos, los sindicatos.

¿Quiénes{5} son y qué se proponen las Comisiones?

Podemos diferenciar varias tendencias entre los animadores de las Comisiones y, al hilo de cada una de ellas, enhebrar el análisis de la opción y la que están abocadas estas organizaciones: ¿táctica o estrategia?

Para un primer grupo las Comisiones se agotan puramente en lo sindical. Esta tendencia debe de estar representada por un número mínimo de individuos (aunque sea la que más esfuerzos moviliza y concita). Y aquí salta ya un primer aspecto táctico: el apoliticismo de las Comisiones por el que tanto se afanan todos. Yo comprendo (pero difícilmente) este apoliticismo.

Comprendo, primero, que se le invoque, esgrima, propugne públicamente. Y lo comprendo también porque el razonamiento tácito es claro: nos declaramos apolíticos porque perseguimos la legalidad. Es decir, no somos legalistas como corolario lógico de nuestro apoliticismo, sino que nos presentamos como apolíticos para tener derecho a la legalidad.

Pero sobre el afán legalista el juicio no puede por menos de ser duro{6}. Primera cosa que observamos: las Comisiones aspiran a una legalidad cada vez mayor. El legalismo ha llegado a obsesionarles. Las Comisiones son algo que nació clandestino –o, al menos, en «menos-legalidad»– y que la va conquistando y se recrea en ella y la busca como objetivo muy fundamental. Es éste un ejemplo meridiano de medio que se come al fin. ¿Se le puede buscar encontrar una justificación? Sí, y muy defendible prima facie. La legalidad ha permitido que las Comisiones triunfen masivamente allí donde, en treinta años de planteamiento clandestino, los partidos (sin excluir ninguno) no han pasado de tener un número increíblemente bajo de militantes, esto es, de individuos activamente empeñados. «La legalidad es el huevo de Colón de las Comisiones.» Bien, no se discuta esto. Aceptémoslo así, en frío. Pero, si lo insertamos en la realidad, en la que todo existe, surge una pregunta difícil: ¿Qué fue antes, el legalismo comisionista y sus consecuencias o la reducción impresionante (de la dureza) de la represión? Ahora bien, esto nos llevaría demasiado lejos y a cuestiones delicadas.

Comprendo difícilmente el apoliticismo. Quiero decir, me cuesta trabajo entender que haya quiénes, también en su fuero interno y no por táctica, crean en la conveniencia del apoliticismo. La despolitización [101] de los españoles es uno de los tópicos más contumaces, negativos e irresponsables. (¡Despolitizados no lo están ni los escandinavos y va a estarlo España!) [La despolitización es, como el «crepúsculo de las ideologías» y otras varias, una de las quintas columnas conceptuales más inteligentes de la derecha, introducida hábilmente en el tuétano mismo de «los rojos».] Aparte de todo, en la práctica no vige gran cosa, ni la despolitización ni el apoliticismo.

1. Porque en cualquier régimen medianamente autoritario, la definición de acto político la da el gobierno y no el ciudadano subjetivísimo. Si para el ministro o el juez protestar contra una urbanizadora es político, político será. Esto no lo saben los dirigentes en el momento de redactar –o de matizar– una consigna, pero los participantes potenciales ¡vaya que sí lo saben! A los que van a una manifestación les consta que «harán política» por el simple hecho de asistir a ella. Los que van a una manifestación son políticos.

2. Porque en todo caso la «despolitización» obrera es en España un recuerdo del pasado. La despolitización obrera termina, en cualquiera de estos regímenes, cuando termina el sistema de fijación de salarios mediante reglamentaciones. El mismo día en el que el gobierno dispuso la nueva modalidad de contratación colectiva, surgió en los trabajadores no el deseo –que es cosa antigua– sino la necesidad de hacer política.

3. Porque ya existen sindicatos, es decir, cauces para el ejercicio del apoliticismo. Para que esto no parezca una boutade, concretemos. Imaginemos un obrero de origen JOC o VOJ militante en las Comisiones. Pues bien, su actividad sindical la concibe él en el marco de la FST o de la AST, y a las Comisiones lleva, en cambio, su afán de actuación política. Algo parecido se puede decir –y en esto hay que extremar el tacto porque me mantengo en un plano descriptivo y no en el polémico y a nadie quisiera molestar y el que no lamente esta circunstancia es un mal nacido y todo ello constituye una gran desgracia para todos y un freno y una rémora– de los militantes de partido. De un modo análogo a cómo el católico ve su AST o FST como sindicato y las Comisiones son para él el cauce político, así también el socialista posible o el comunista, en realidad de verdad, hoy proyecta su actividad política en las Comisiones, y su «vida de partido» se mantiene tan sólo a un nivel que, con un poco del eufemismo para no herir a nadie, podría calificarse de «parapolítico». Esto, si bien se piensa, se medita, se sopesa, se pondera, se calibra, es absolutamente tremendo por lo que revela y por los reajustes teóricos y mentales que nos obliga a todos a introducir en nuestra propia concepción de la realidad española.

Una segunda serie de animadores de las Comisiones ve como finalidad de las mismas el derrocamiento del general Franco. ¡Lo que son treinta años! Por un lado, para un régimen el hecho simple de su duración es self-defeating. Pero, por otro, esto se compensa con la inercia contrapuesta que hace que los súbditos sigan pensando en esos términos cuando la realidad es otra. Como muy bien ha demostrado el señor Sanjuán, estamos viviendo ya en pleno postfranquismo «si bien con el cadáver en casa»: al general le queda sólo un poder residual y las distintas facciones que ha tenido más o menos [102] sometidas se han desatado ya y luchan encarnizadamente entre sí por la sucesión y por el poder. Por eso, proponerse tal finalidad –como individuo o corporativamente– es, además de una aberración, un desperdicio de energías y puede constituir un engaño peligrosísimo. Por el mito del antifranquismo y de la unidad antifranquista, las Comisiones –al igual que otros muchos grupos y personas– pueden llegar a no ver que están alternando{7} con el enemigo y ya, a estas alturas de 1968, no es el enemigo de mañana sino el enemigo inmediato, el enemigo de «dentro de un momento». En estas cosas no cabe pasarse de listos: «Estamos utilizando a Fulano o al grupo tal.» ¡Venga ya! ¡Esas facciones, implacables, astutas, curtidas y veteranas en estas lides, se las saben todas! (Pero sobre esta cuestión de las «confluencias» volveremos más adelante.)

Para un tercer sector de las Comisiones el propio antifranquismo no es más que un paso previo a la instalación en España de una estructura política de acuerdo con sus ideas (en este apartado pueden incluirse muchas tendencias y corrientes). Y llegamos ya al núcleo de la cuestión: ¿Son las Comisiones una finalidad «estratégica» que se agota en ella misma o constituyen simplemente un medio táctico, contingente, al servicio de una más alta empresa? Este es también el meollo del problema porque en sí contiene el germen de las futuras discrepancias que no podrán por menos de surgir, en un momento posterior, en el corazón mismo de las Comisiones, provocadas por aquellos dirigentes que no querrán que: a) rebasen su función sindical o b) sigan existiendo una vez liquidado formalmente –es decir, enterrado físicamente en su valle– el general Franco. Llegados a este punto, podemos separarnos ya de la conversación con las dos primeras variedades y trabar el diálogo con los que nos quedan, esto es, con los «tácticos».

Pero hay dos clases de tácticos. Para unos, las Comisiones no podrán dejar de ser nunca ese instrumento táctico, subordinado e inspirado por otra organización. Para otros, no hay organización más política ni más organización política que las Comisiones y sólo cabe decir que son un medio táctico en la medida en la que más tarde hayan de «romper en una ola más grande», desaparecer voluntariamente para renacer en una realidad más alta. A los primeros llamaremos horizontalistas, a los segundos metatácticos{8}.

Comisión y Partido

¿Qué entendemos por «horizontalismo»? Cuando mi organización no está –en un punto concreto o por un tiempo– en condiciones propicias para desarrollarse, para dirigir la lucha o para aparecer como tal organización, debo: 1) procurar que no se desarrollen o dirijan o consten otras organizaciones; 2) conservar a pesar de todo la iniciativa y proporcionar las directrices recurriendo a otros cauces y, 3) –y para lograr más fácilmente los dos objetivos anteriores– crear otro tipo de organización, abierta, unitaria, de otro plano, en la que se abogue por «la superación de las diferencias entre organizaciones en aras del fin común». Esta es la técnica del horizontalismo. (Con su corolario pasivo: velar siempre por que no me hagan objeto de su horizontalismo los demás.)

El horizontalismo lo llevamos todos dentro, aunque no lo tengamos explicitado. Pero naturalmente, cuanta mayor coherencia, trabazón y «deliberación» tenga una organización, tanto más probable es que se lo proponga definidamente como objetivo y tanto mayores son sus posibilidades de «llevarse al gato al agua» en cualquier colaboración horizontalista. [103] A esto tan sencillo{9} se reduce la acusación de maquiavelismo, falta de escrúpulos, «te utilizan y luego te tiran por la borda», &c., hipócritamente invocada contra los eficaces por los líricos. (En todos los órdenes de la vida, por cierto: contra el Partido Comunista por los russellianos, contra la SJ por los teatinos, contra los masones por los rotarios, contra el Arma de Artillería por los de Infantería, contra el Opus por las teresianas, contra la IBM por la Bull, contra Gandhi, si se tercia, por esos indios que se tapan la boca con una gasa para no correr el peligro de ofender a un mosquito tragándoselo.) Y los que se más se rasgan las vestiduras en nombre del juego limpio muy contentos se sentirán si pueden alguna vez hacerles lo mismo a otros «horizontalísticamente» más débiles que ellos... si es que ya no han procedido así en el pasado y por eso se las rasgan tanto, por el humano impulso de transferir el remordimiento propio a los demás.

¿Cómo se aplica todo esto en las Comisiones? ¿Existe alguna organización que las haya creado o quiera –o pueda– utilizarlas horizontalísticamente? ¡Llamemos al pan pan y al vino vino, aunque al buen callar llamen Sancho!

Las Comisiones y el Partido Comunista

¿Es esta organización el Partido Comunista en el caso de las Comisiones? En cuanto a su creación, desde luego no{10}. ¿Y ahora, ya existentes y vigorosas? A este respecto, puede ser interesante ver cuál es la actitud del régimen.

El régimen parece haber renunciado a su viejo comodín de calificarlo todo de comunista para mejor combatirlo y desprestigiarlo ante ciertas capas de la población y ante Washington. Puede haber para este cambio más de una razón, pero la principal se basa en el realismo. Se puede deformar la verdad sobre las actividades de un puñado de heroicos opositores pero no cuando se trate de una realidad masiva que a todos consta.

Pero lo importante no es si el Partido Comunista tiene horizontalizadas a las Comisiones. Supongamos que esto fuera cierto hoy. ¿Puede salir adelante en esa labor?

«Si las Comisiones hubieran existido hace diez o quince años...» se dice a veces. Es el clásico juego malabarista con el factor tiempo. Invirtiéndolo ligeramente: si las condiciones «ambientales» –tanto exteriores (relación de fuerzas, situación del campo socialista, &c.) como interiores (tensión y tesitura de los comunistas españoles [104], perniciosa «juvenilización»{11} del partido sobre todo)– fueran las de hace diez o quince años, la cosa estaba hecha. Existiría entonces ese grupo coherente, trabado y con un plan, que se requiere para llevar a feliz término una horizontalización. Pero esto ya no le es posible. (Y no sólo en España: el único último ejemplo de horizontalización de un tinglado más general lograda por los comunistas será el Vietcong... y hasta en este caso se puede dudar de que acabe siendo exclusivamente comunista. En la América latina empieza ya a padecer la horizontalización en vez de dirigirla, y Cuba es también en esto una «novedad absoluta» por cuanto han sido los hombres procedentes del «26 de julio» los horizontalizadores de los viejos comunistas y no al contrario.)

Más aún: admitamos que las Comisiones hayan sido –y sigan siendo– una criatura del Partido Comunista. ¿Qué ocurrirá? Ocurrirá que dejarán de serlo, siquiera sea por el simple hecho de que, de seguir así las cosas, acabarán –Saturno al revés– por «comérselo». Ya hoy se ve cómo la actividad en las Comisiones «coge» más que su vida de partido a quien es miembro de unos y otro y cómo entre las masas –por primera vez– lo popular son ellas y no él. Y esto es lo que intuye confusamente el señor Carrero y por eso no insiste en su manido clisé.

¿Deberemos alegrarnos por este desenlace inevitable los que no somos comunistas? Esto dependerá de la variedad de anticomunismo o de carencia del mismo que tenga cada uno...

Razones para el pesimismo

...pero en todo caso el hecho de que no exista junto a las Comisiones (o tras de ellas) ese grupo que resulta indispensable para el éxito de cualquier operación de horizontalización no puede por menos de mover al pesimismo. ¿Cómo evitar que acaben en un mero sindicato o en un bello recuerdo –fósil en vida– de unidad antifranquista, o desahuciadas en la autocrítica de un tardío Congreso del Partido Comunista?

O –más grave todavía–, ¿cómo evitar que pasen a la historia como «coparteras» de la nueva sociedad postfranquista, democrática, atlántica que alguien nos está preparando? Esto nos lleva al estudio de las consecuencias prácticas de la peligrosa confluencia.

La peligrosa confluencia

Hablábamos al principio de este artículo de la piedra de toque del etiam inimico? Veámosla operar en la práctica.

También en lo que se entiende por «régimen» hay muchas variedades (franquistas tácticos, franquistas estratégicos) y sub-variedades (existe incluso una especie de equivalente de los metatácticos: los coroneles a lo griego. Siempre se habla de militares que preparan algo pero siempre se piensa en que actuarían en el sentido de «traer al rey», restaurar una mayor democracia en España, &c. Y se olvida la otra posibilidad, el golpe de Estado neo-fascista que devuelva a España la verdadera dictadura y que, sumado a lo griego, sea, como la Marcha sobre Roma en su tiempo, el precursor a lo pobre de lo que se está cociendo en los Estados Unidos de América).

Pero los que nos interesan ahora son los «franquistas tácticos» y más concretamente los capitalistas modernos, al día. Es decir, gente para la cual el régimen o lo que queda de él sólo ha tenido un papel instrumental que ya no puede seguir desempeñando. Durante muchos años ha resultado útil, ahora conviene tirarlo por la borda, buscar una nueva fachada más aceptable y remozada y, de paso, eliminar [105] todos los residuos que se han vuelto contraproducentes. Y, para empezar, los sindicatos verticales...

Estos tales, que no son muy numerosos –ni falta que les hace– ni muy visibles –tienen un repertorio preciso de personalidades políticas para desempeñar esa función en todos los escalones: unas para engatusar a los sindicales, otras a los antifranquistas, otras más a los horizontalistas...–, son muy listos porque tienen una experiencia intercontinental. Si al primo Agnelli o Wendel le va bien, ¿por qué a mí no me va a ir bien?{12} (Y de la experiencia del capital americano con sus sindicatos no hablemos{13}.) La central sindical única{14} sería otra cuestión, pero ellos no creen en su posibilidad. Por de pronto –piensan– ya hay, aparte de las Comisiones, como cuatro o cinco sindicatos (algunos de ellos de reciente creación).

Esta es la peligrosa confluencia. Naturalmente, no por ello se va a dejar de actuar pero conviene tenerla siempre presente. Los pájaros insectívoros hacen muy bien en comérselos, pero en política los agricultores son también cazadores, y más cazadores que agricultores.

Las Comisiones pueden serlo todo, empero

Las Comisiones son una creación original y fecundísima y, por su misma juventud, no están todavía definidas ni cristalizadas. Han surgido además en un momento muy notable, cuando ya empieza a sentirse confusamente que los partidos –muy dignos, muy respetables, cargados de una historia gloriosa– han dejado sin embargo de ser «operativos». Las nuevas promociones no quieren saber nada de ellos y, si muchas veces se dedican a actividades aberrantes –el pacifismo, la droga o el Hinduismo–, es porque todavía no se les presenta un cauce. Esta circunstancia es angustiosa en todos los países. Pero he aquí que en España tenemos esa creación [106] original y sin cristalizar.{15}

Todo depende, pues, en España de los hombres de las Comisiones. El primer pronóstico es pesimista por todo lo que hemos visto. No existe ese grupo a sus espaldas que pudiera enhebrar la difícil tarea. El Partido Comunista no está ya para esos trotes, al FLP (I y II) se lo llevó la trampa, ¿a quién podrán recurrir? A nadie, tendrán que discurrírselo todo ellos solos. Que valen ya se ha visto, que pueden acertar entra dentro de lo posible. Después de todo, algunos tantos a favor ya tienen para llevar a buen puerto la embarcación: una tripulación disponible, sin estrenar y por ello capaz de todo. Empújenla sin miedo y no la frenen con exceso, consúltense con ella, cojan los viejos sextantes y no atiendan demasiado a los consejos de navegación que les vengan de las Estaciones Marítimas (que siempre están situadas a 600 kilómetros de la costa).

Por todo ello, y porque el estudioso no puede dejar de sentirse emocionalmente implicado en esa larga lucha de treinta años que empezó en 1808 [sic] con la derrota de los Comuneros de Villalar, procede concluir este trabajo con semejante manifestación de esperanza.

15 de enero de 1968

{1} Con verdadero masoquismo autocrítico, porque él fue el principal protagonista y la gloria de aquellos guerrilleros es la gloria del Partido Comunista.

{2} Este hecho es menos trivial de lo que parece. ¿Hasta qué punto no han fallado muchos movimientos en España debido en gran parte a ese ignorarse unos a otros? En lo de 1808 la cosa parece clara. Es curioso observar a qué extremos se está llegando en este trasvase tan inédito entre nosotros. Conocer e los animadores de las Comisiones ha llegado a ser un índice de que «se está in», como se decía antiguamente. Quien, por razones familiares, puede congregar en su hogar dos a tres Rockefellers presume, en cambio, socialmente así: «Ayer, por cierto, estuve cenando en casa Zutano» (dirigente de las Comisiones y obrero por los cuatros costados). Para ser justos, se puede citar un caso simétrico casi, de contagio pudiéramos llamarlo. Zutano o Mengano han adoptado inconscientemente esa costumbre, hasta ayer contraseña privativa de los «upper-upper», consistente en designar a los nobles por el título y no por el apellido. No dicen «Areilza», dicen «Motrico».

{3} Un periódico español que se edita en el extranjero ha llegado a titular a cuatro columnas «Todo el Poder a las Comisiones Obreras».

{4} Ejemplo característico: los Consejos obreros en Polonia en 1958.

{5} Tratándose de un trabajo sobre estrategia y táctica, es evidente que en todo él nos referimos a los animadores y no a la base. Como la mujer del César, las masas son siempre irreprochables.

{6} Sobre todo por sus consecuencias indirectas. El legalismo presupone por definición que se acepta la legalidad del régimen. Los efectos psicológicos de esta línea son obvios.

{7} En la base de todo ello está el hecho de no percibir que el franquismo ya no existe, esto es, que ya no tiene sentido el planteamiento «Resistencia Unida contra el Opresor». Esa fase pasó, y no se logró la unión porque los (teóricamente) antifranquistas de la derecha no quisieron o no les interesaba. Ahora, para sus luchas entre taifas, les viene bien cobijarse al amparo de ese eslogan.

{8} «Horizontalistas» y «metatácticos» es casi como decir «militantes de partido» y «sin partido», pero no coincide absolutamente. Por otra parte, es normal que en las filiaciones o no filiaciones se produzcan cambios en el transcurso del tiempo.

{9} ¡Pero qué proporción tan enorme de anticomunismos, antiopusismos, &c. tienen este origen pasional: la exasperación ante una eficacia envidiada!

{10} Estas cosas no las crea nadie en concreto. Ni Marx hizo la Comuna ni ningún grupo político ruso los Soviets. Precedentes –precisamente por mimetismo histórico– sí había. Y el FLP II con su consigna de los Comités Permanentes puede reivindicar la primacía con el mismo derecho que el Partido Comunista con sus Comisiones Unitarias. Con más fundamento incluso, porque para él no había otra cosa mientras que el PC, en cambio, se afanaba sobre todo en la OSO, es decir, en la creación de una filial sindical.

{11} El problema central que tiene planteado el Partido Comunista español es quizá el de su nucleación por los jóvenes. En este momento singular que vivimos, la juventud –como conjunto– está a la derecha de la generación anterior. El reproche de los hijos a los padres solía ser «aburguesados, reaccionarios», hoy les llaman «iluminados, maximalistas». Más concretamente: los viejos comunistas admirables pueden «rebajar» el programa mínimo, intermedio o máximo, pero no de corazón sino por razones tácticas. Los jóvenes comunistas, por el contrario, se la creen a pies juntillas. Este ha sido siempre mi reproche principal a la RN: que llevaba al PC neomilitantes que pedían el ingreso precisamente porque les gustaba dicha RN, que se ponía sobre el candelero, y no el fin último, que se ocultaba (por razones tácticas) bajo el celemín. Para este apasionante tema me remito al capitulo 3 de mi libro Cinco estudios tácticos de próxima aparición.

{12} Oír o leer –y no una sino muchas veces– que se comenta como un tanto logrado el hecho de que un conocido dirigente industrial haya dicho: «Debemos tratar con las Comisiones y no con los sindicatos de Solís», le deja a uno helado.

{13} En los Estados Unidos las empresas han aprendido que el «boulwarism» puede no ser la actitud más eficaz. «Muchas compañías y sus direcciones reconocen que los sindicatos pueden ejercer un efecto beneficioso en la empresa si se les trata adecuadamente [...] Con el transcurso del tiempo, el sindicato abandona su papel de competidor [...] Asume el de policía, que protesta cuando un representante de la compañía comete un error pero que también mantiene a sus miembros dentro de los límites de las decisiones y procedimientos legales. En algunas empresas, esta evolución llega hasta el punto de que el sindicato se convierte en un auténtico colaborador, que comparte con la dirección de empresa los problemas de aumentar la eficiencia y la productividad.» (Sayles y Strauss. Los subrayados no son míos.)

{14} A este respecto, cabria decir a los «estratégicos» (sindicalistas) y «tácticos» (horizontalistas) de las Comisiones que, paradójicamente, el único camino seguro para lograr la unidad sindical es plantearse las Comisiones como los metatáticos, es decir, en un plano superior al de los sindicatos y los partidos.

{15} Se pueden cifrar grandes esperanzas en esa típica capacidad que, por sus condicionamientos socioeconómicos seculares, han tenido siempre los españoles de discurrir innovaciones fecundas. No por casualidad el sector en el que más abundan los hispanismos en las demás lenguas es el político (camarilla, junta, pronunciamiento, liberal, guerrilla, camarada, &c.).


 

2. Curas o sacerdotes. Cisma en España

Sicut simia in tecto...

El Concilio Vaticano II ha abierto las esclusas que cerró Trento. Estamos en pleno remolino de las aguas; llueven las innovaciones, se erosionan los muros de contención. En su garita de San Pedro un papa que no ama el ejercicio del poder vive en su zozobra. ¿Se desbordará el río hasta convertirse en aluvión? Todo el mundo piensa que en los Países Bajos la inundación es ya inminente. Y sin embargo, la situación de mayor peligro para la Iglesia Católica Romana está en las altas tierras de España, en el castillo roquero de la Contrarreforma.

Las manifestaciones holandesas son un producto clásico de la abundancia, un fenómeno análogo al de la affluent society en la vertiente civil. La plétora de todo lleva, en cualquier plano, a una «problemática del consumo» típica. Saciadas todas sus necesidades básicas, la inquietud del hombre se proyecta sobre nuevas cuestiones de grado más alto. La Iglesia de Holanda vive «desarrolladamente», la de España ha iniciado apenas la «fase del despegue». Tan católicos son los españoles como los holandeses y tan occidentales son, por cierto, los latinoamericanos como los europeos. Pero a éstos les inquieta el problema del empleo del tiempo libre y a aquéllos el déficit de proteínas. Para un católico neerlandés el punctum pruriens puede ser la Presencia Real; en España se trata todavía de la Justicia Social.

Por eso el peligro es mayor en España que en Holanda, para Roma aunque Roma no quiera verlo. Los tradicionales de la Curia temen la «herejía holandesa». (Pero, desde la profesión de fe ecuménica, la Iglesia Cátólica puede reabsorber todas [107] las herejías.) Los tradicionales de la Curia no advierten el «cisma español». (Pero, desde la reafirmación del magisterio de los obispos, el mayor peligro es la autocefalia cuasicismática... que no carece de precedentes: galicanismo, josefinismo, &c.)

¿Qué es exactamente un cisma? Para la Iglesia Romana el cisma por definición ha sido el de Focio. Sumisión al poder civil y «ortodoxia»: éstos son también los dos grandes rasgos del episcopado español. Se desconfía menos de la corte de Bizancio que de Roma; convence más el gobierno de Madrid que este nuevo Vaticano. El Filioque es semiherético. Pacem in Terris es semicomunista. Defendamos el depósito de la fe contra los laxos latinos; protejamos el dogma contra los franceses. El último Concilio ortodoxo es Nicea II; el último Concilio ortodoxo es Vaticano I. Tal fue la razón última (y bien intencionada) de los obispos griegos; tal es la razón última (y no forzosamente mal intencionada) de los obispos españoles.

¿Cuáles son, más concretamente, las características de una situación cismática? Un episcopado elegido por el poder civil, adoctrinado y sufragado por dicho poder, al que se considera –por lo menos, transitoriamente– más «seguro» doctrinalmente que a la propia autoridad religiosa central.

El episcopado español

El episcopado español es cismático de facto. Tiene, en efecto, todas las notas de las iglesias en cisma. En cuanto a su nombramiento, primero. El insólito sistema arcaico está desglosado en tantas fases –concebidas con la finalidad de encubrir o endulzar su regalismo– que se requiere mucho espacio para describirlo. En síntesis consiste en esto: el general Franco designa a las personas que pueden ser obispos, esto es, nadie puede serlo si no lo ha elegido previamente este general.

En cuanto a su financiación. A este respecto la subvención del clero es lo de menos. Lo que cuenta son los privilegios, las exenciones, las franquicias, las tolerancias, las donaciones directas y, en particular, la puesta a disposición de la Iglesia de todos los medios del brazo secular. Si se quiere, se puede llegar a aceptar que no hay un solo sacerdote español que se lucre personalmente de ese caudal fabuloso pero, desde luego, son muy pocos los –incluyendo a algunos avanzados que consideran que su renuncia al sueldo del Estado es un hecho meritorio, y no un requisito previo– los que están «lavados» por casi treinta años de identificación de la eficacia apostólica con una protección excepcional y con la disponibilidad de bienes materiales. Hay, en efecto, infinidad de curas y obispos intachables, inflamados de celo por las almas, de una buena fe infinita, no necesariamente franquistas, pero para los que el Régimen es el dispensador de todos los recursos que favorecen y facilitan la difusión de la doctrina{1}.

Finalmente, como corolario decisivo, la índole de su relación con el Estado, que es [108] la tradicional de las Iglesias del Oriente ortodoxo: el cura considerado como funcionario por el poder civil y, sobre todo, que se concibe a sí mismo como tal funcionario. Esto, al nivel episcopal, llega a extremos escandalosos –escándalo para la evangelización de los pobres– y (¿ por qué no llamar a las cosas por su nombre?) simoniacos.{2}

...Y porque no queremos sacar a relucir lo de la guerra y la Cruzada, aunque estaría justificado en este único caso de los obispos habida cuenta de que, como son tan longevos de suyo, todavía queda un buen número de los que firmaron aquel documento que para mayor inri llamaron «Pastoral».

Estos son los sacerdotes..., que a los que no dan los muerden con increpaciones y a los que dan les predican la paz y les prometen la misericordia. Y declaran santa la guerra contra los que no dan. Porque consideran santo y justo perseguir y herir con la espada de la excomunión a los que no dan; a estos mismos, si dan, los bendicen con bendición solemne (mientras ellos mismos son malditos de Dios, que ha maldecido sus bendiciones). Porque dicen a los que dan: vosotros sois hijos de la Iglesia, que honráis a nuestra madre, que os compadecéis de su pobreza, y por eso sois benditos, porque le dais. Decidme, falsos profetas... y homicidas ¿quién es la Iglesia sino el alma fiel, por la que el Señor entregó su alma querida a la muerte, para hacerla sin mancha y sin arruga? Quien a esta Iglesia le da lo que es suyo, a ése le bendecirá Dios. Pero ay, ay, hoy se cae la burra y no hay quien la levante; perece el alma y no hay quien ayude.

Así son nuestros obispos{3}, sobre poco más o menos.

¿Qué hacemos con ellos?

Algo hay que hacer con ellos y, como son tan nocivos, procede que las medidas que se adopten sean drásticas. El primer pronto –que le ocurre a cualquiera– es el auto de fe. No hace falta que participen todos en él. (Escójase simplemente a uno bien representativo, a don Angel Herrera{4}, pongo por caso.) No es menester que se trate de una ceremonia cruenta. (Termine el acto como terminaban algunos de los de la Inquisición, con el simple reconocimiento de sus culpas por parte del precito.)

Imaginemos por un momento la escena. Tocado con la amarilla coroza y a lomos de un mulo cedido por el Parque Móvil, entre dos hileras de buena gente de Madrid y colorado como la púrpura, vedle cómo progresa camino de la Plaza Mayor. ¡Qué duda cabe de que esta procesión daría mucha gloria a Dios y edificación y consuelo al pueblo fiel!

Si esta solución suscita algunas objeciones, puedo sugerir otra, de carácter eminentemente práctico.

En la América del Sur faltan sacerdotes. La Iglesia española se comprometió con Juan XXIII a proporcionar un cupo determinado. Hay todavía un déficit grande si se comparan los ofrecidos con los enviados. ¿Por qué no expedir cuatro buenas docenas de obispos locales como prenda segura de hispanidad? Esta idea no es para tomarla a broma. Forma parte de un plan que tiene muy perfilado el autor del presente artículo y que propondrá infatigablemente a todos los gobiernos que se sucedan en nuestro país hasta que alguno la acepte. Consiste en inventariar a todos los curas y frailes que dejan que desear por un motivo u otro. Me estoy refiriendo a los sacerdotes y religiosos que por razones varias escandalizan o no cumplen. Hecho el censo, se les envía velis nolis [109] a las Indias. Beneficios de la operación: se limpia el país de unas personas que resultan perniciosas o contraproducentes. Se enriquece a las iglesias americanas con un buen contingente de esos sacerdotes que con tanta urgencia necesitan. Y los clérigos y religiosos en cuestión que no son totalmente malos sino simplemente personas echadas a perder por las facilidades, recobran en América, enfrentados a una vida dura y a las necesidades materiales y espirituales de sus nuevos feligreses, su primigenio celo apostólico de los veinte, los doce o los ocho años de edad. Por lo que –tercer beneficio– se salvan también esas almas, en España pecadoras.

Si el Vaticano supiera...
Si el Vaticano quisiera...

Las dos soluciones anteriormente propuestas pueden suscitar reservas en las altas esferas de Roma. Pero Roma debe saber que es ella la principal perjudicada con la permanencia en las diócesis españoles de estos obispos{5}.

Y entonces yo veo dos posibilidades.

La primera, que el Papa nombre Administradores Apostólicos para todos los obispados de nuestro país, escogiendo para [110] desempeñar estas funciones a monseñores italianos de la Curia y, por tanto, de toda su confianza.

La segunda, por si la primera plantea el obstáculo de la nacionalidad y la consiguiente oposición de las autoridades civiles, es absolutamente realista, irreprochable y muy interesante. (Además, el momento actual es favorabilísimo: en enero de 1968 había en España casi veinte sedes episcopales sin cubrir.) Se trata de lo siguiente: el Vaticano nombra como obispos auxiliares con derecho a sucesión{6} en todas las diócesis a sacerdotes españoles de los que actualmente estudian en Roma o en ella se han formado. Con la cláusula sine qua non de que esos nuevos obispos no habrán de esperar a la muerte, dimisión o incapacidad senil de los titulares para pasar a encargarse de toda la administración diocesana.{7}

De este modo, sin extremosidades (porque yo reconozco que el auto de fe –aun gustando en Roma– sería difícil de llevar a la práctica y que el envío coactivo de una remesa global de obispos a América se enfrentaría con ciertas disposiciones del Derecho Canónico) pero con la eficacia debida, quedaría desatado el gravísimo nudo gordiano que puede acabar estrangulando el catolicismo en nuestro país.

Si el Vaticano quisiera, si el Vaticano supiera, si al Vaticano le constara en dónde están sus verdaderos intereses, la cosa quedaba resuelta de un plumazo. A. M. D. G.

Enero de 1968

{1} En lo cual por cierto, se equivocan casi siempre. ¿Quién no puede citar cientos de casos en los que ese amparo dado por el Estado –asistencia obligatoria o fomentada, incentivos económicos a actos religiosos, asesores eclesiásticos o capellanes de plantilla hasta en la sopa, comuniones pascuales pasando lista, &c.- sólo da frutos... contraproducentes (cuando no desemboca en verdaderos sacrilegios)?

{2} Se pueden invocar mil ejemplos para documentar estas afirmaciones, y algunos de ellos muy recientes. Recordaremos simplemente dos, ya antiguos.

Unos sacerdotes organizan una manifestación pacifica contra la tortura de unos detenidos políticos. La policía les golpea y les maltrata. El Código Canónico tiene previstos estos casos con todo detalle. Y, si hay una constante histórica en la administración de la Iglesia, es, desde luego, la de apoyar en cualquier circunstancia a sus hijos sacerdotes, la de defenderlos ciegamente contra cualquier ataque, independientemente de que esté justificado o no. ¿Cómo reaccionaron ante esta brutalidad los pastores de la Iglesia de España? En una nota episcopal publicada inmediatamente después –sin haber oído la versión de los sacerdotes maltratados– ¡se daba por descontada la buena fe de los policías y sólo se suponía la de los sacerdotes! Hasta el abigeo vale más que el pastor que encubre al lobo que muerde a sus ovejas.

El episcopado español se ha caracterizado siempre por su obsesión y su rigor en le interpretación del Sexto Mandamiento. Ha llegado hasta extremos de todos conocidos que enriquecen el anecdotario universal. Durante muchos años el régimen no le iba a le zaga en estas materias. Pero apareció el Desarrollo y creció el Turismo. El Estado, justificadamente desde su punto de vista, cambió radicalmente de actitud: adoptó los criterios europeos en punto a tolerancia en los modos de vestir y de bañarse y censura de espectáculos y publicaciones. Los obispos españoles –para los que, por muy extraño que esto les resulte a otros episcopados, la observancia exhaustiva y casuística del citado Mandamiento constituye una cuestión central y sustantiva– ¿qué hicieron? A partir de la invasión masiva de los turistas y de la nueva política sexual del Ministerio de Información, han guardado un silencio notable o, a lo sumo, han protestado en tono menor y sin ruido, procurando no molestar al Dispensador de todos los Beneficios.

{3} Claro está que con honrosas excepciones (no más de tres o cuatro, empero) como cierto conocido obispo al que sus colegas han reducido prácticamente al ostracismo.

{4} Podría ser otro, naturalmente. Pero a alguien habrá que elegir porque los nombres propuestos serán muchos pero conviene limitar el acto a uno solo por lo que es evidente que no se podrán atender todas las peticiones.

{5} Todo esto, dicho sea de paso, debería hacer reflexionar a los que no reconocen ninguna cualidad a Pío XII. Por muy singular que parezca, el mal está, para España, en la colegialidad (policentrismo). Un papa autoritario y centralista –por muy integrista que sea– es preferible, en nuestro caso español, a una Conferencia Episcopal, soberana y autónoma, integrada por unos varones que nadie niega que sean piadosos o inflamados, o de una buena voluntad infinita, pero que tienen menos luces que una Urbanización, más resabios que un toro indultado y menos conocimiento del siglo XX que el cardenal Cisneros.

{6} Como es sabido, en este caso particular no interviene el Estado en los nombramientos.

{7} Ninguna de estas dos propuestas tiene nada de disparatado. Las dos cuentan con precedentes. Cuando el obispo de Vitoria empezó a disgustar al general Franco, la Santa Sede se apresuró a mandarle a un convento y nombró un Administrador Apostólico. Cuando el cardenal Segura empezó a resultarles excesivo a uno y a otra, se descolgó en Sevilla un arzobispo auxiliar con derecho a sucesión y a quitarle todas sus atribuciones.

La cita inicial y el párrafo en cursiva son de san Antonio de Padua. S. Antonii Patavini Conf. Sermones dominicales et in solemnitatibus. Ed. A. M. Locatelli, vol. I, Patavii, 1895, ed. I. Munaron, I. Perin, M. Scremini, vol. II, Sermón para el Domingo VIII después de Pentecostés, p. 328-329. He sustituido por puntos suspensivos sus insultos directos, demasiado brutales para mi gusto.


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Julio Cerón Ayuso
Cuadernos de Ruedo ibérico
1960-1969
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