[ Tomás Darío Casares ]
El juicio moral de la conducta
Al florecimiento de teorías y costumbres destinadas a desarmar la severidad de la conciencia mediante una suicida predicación de tolerancia, hay que oponer un recrudecimiento de severidad crítica; y para ello es preciso establecer con toda la precisión posible los términos del juicio de la moralidad.
Raras veces se juzga la moralidad de los actos concretos de la conducta individual o colectiva como no sea cuando el exceso clama al cielo, porque asola la tierra. Y entonces, o la crítica se debate estérilmente en la pobreza de un criterio circunstancial, sin arraigo en la naturaleza de las cosas, o sortea la dificultad alegando escépticamente en favor de una tolerancia suicida.
Sin embargo, el juicio de la moralidad tiene una trascendencia singular. Todas las actividades del orden temporal le están subordinadas, al punto que juzgar en materia moral es realizar, en un cierto sentido, una función de gobierno, porque gobernar, enseña Santo Tomás, es dirigir aquello de que se está encargado, debidamente, y al fin que corresponda. Y la crítica moral, si no se afemina hasta convertirse en el placer de la crítica por la crítica misma, obedece al deseo de conducir a su quicio la conducta criticada.
Si de acuerdo con la definición transcripta toda crítica es acto de gobierno en la acepción genérica del término, la crítica moral lo es en el sentido específico de gobierno político, porque coopera con él en la función de dirigir a los individuos y a la colectividad a la virtud, último fin del ejercicio de la autoridad temporal. Y basta el sentido común, ilustrado en ese caso por esa realidad tremenda e infrangible que se llama la conciencia moral, para demostrar que tal es el fin supremo del gobierno. Si gobernar es conducir las cosas a su fin, gobernar seres humanos será dirigirlos a aquella finalidad que penetra y colorea todos los actos individuales y sociales: la finalidad moral. A todas las preocupaciones temporales puede renunciar un hombre con la conciencia tranquila, menos a la preocupación moral. Cualquiera otra puede alcanzar en la vida de una persona o de una colectividad preponderancia directiva, pero nunca excluyente de la inquietud moral. Es frecuente que otras preocupaciones inferiores le ganen a esta inquietud la delantera en la orientación inicial de ciertos actos, pero tarde o temprano la preocupación moral se hace presente reclamando para sí las atribuciones de Supremo Tribunal de Casación. Es cierto que muchas veces el reclamo es ahogado por un rudo gesto del arbitrio, por una inmersión violenta en la amoralidad de las exigencias perentorias inmediatas, por una recurrencia desesperada al “primun vivere” absurdamente interpretado. Es cierto que en otros casos el escrúpulo moral es descartado con razones de apariencia recta, doctrinas éticas según las cuales lo que el movimiento espontáneo de la conciencia señalaba como malo debería ser considerado bueno, substancialmente bueno, bueno en principio. Pero lo que importa señalar es que todo acto humano, vale decir, consciente y libre, suscita en el actor preocupaciones morales. Y puesto que nos hemos referido a la eficacia de las causas que neutralizan el alcance de esa preocupación, recordemos, para honor del hombre tan empeñado a veces en renegar de su eminente jerarquía, que no obstante ese empeño y todos sus recursos, no son tan poco frecuentes las tragedias íntimas y dignificadoras del arrepentimiento; ni es tan raro que los movimientos lanzados arrolladoramente en una cierta dirección por un motivo utilitario o por un ímpetu de soberbia, sean detenidos de pronto, como ante un abismo, por un escrúpulo moral.
*
Porque es tan grande la trascendencia de la preocupación ética, las épocas de languidez moral coinciden con un florecimiento de teorías destinadas a modificar los conceptos de lo bueno y de lo malo, que es como si dijéramos destinadas a tranquilizar las conciencias, tratando de quitar fundamento racional a sus reclamos espontáneos, para minar de ese modo su autoridad directiva, ya que no hay dirección lícita contra la inteligencia.
No interesa resolver ahora radicalmente si la decadencia moral es causa o es efecto de las teorías a que nos referíamos. Sin embargo, sería atribuirle al error una fuerza creadora incompatible con su naturaleza, considerar que la raíz profunda de semejantes decadencias pueda ser una teoría. El sentido común es más vivo en el orden moral que en el especulativo; es fácil que un error metafísico sea recibido como verdad, con la más recta intención; es difícil que el error moral en materias esenciales anide en la inteligencia y dirija la voluntad si no halla en esta última una brecha abierta por una precedente desviación de la conducta.
Debilitados los flancos por un relajamiento de costumbres, el fermento de las teorías puede ultimar la disolución eficazmente. Pero sólo entonces, cuando la conciencia ha comenzado a declinar sus fueros, las doctrinas pueden jactarse de dirigirla.
De todos modos, cualquiera sea la trascendencia de las doctrinas en la deformación de la conciencia moral natural y en la desviación consiguiente de la conducta, esas teorías son la prueba de que la preocupación moral subyace en todas las direcciones y en todas las especies de la actividad humana. No es frecuente que las vidas se inspiren en un puro propósito de perfección moral; la jerarquía del destino moral no es respetada. Pero no hay vida normal modelada con prescindencia de la ley moral; la naturaleza humana es ante todo y sobre todo naturaleza moral. Más allá del bien y del mal no hay nada humano; lo humano se acrecienta en nosotros en la medida en que obedecemos humildemente las exigencias de la distinción natural de lo bueno y lo malo.
Por eso, al florecimiento de teorías y costumbres destinadas a desarmar la severidad de la conciencia ampliando indefinidamente los cuadros de lo lícito mediante una suicida predicación de tolerancia, hay que oponer un recrudecimiento de severidad crítica; y para ello es preciso establecer con toda la precisión posible los términos del juicio de la moralidad.
No se trata de plantear el problema ético en sus términos abstractos, sino de hallar los elementos con los cuales podrán ser juzgados rectamente los actos humanos en su realidad concreta. No hay duda de que este juicio depende de la solución de aquel problema, pero coloquémonos en la posición corriente de quienes juzgan los actos particulares sin haber considerado jamás, sistemáticamente, las razones de la distinción de lo bueno y lo malo. Porque, en verdad, la función de gobierno que importa el juicio de la conducta es ejercida por todos, cotidianamente, con peligrosa espontaneidad. No hay que lamentarlo; si con respecto a alguna materia puede decirse, parafraseando a Descartes, que nada hay mejor repartido en el mundo que el sentido íntimo, es, precisamente, con respecto al juicio de la conducta moral. La conciencia moral es tan vivaz, segura y uniforme que en esta materia, si se quisiera sugerirlo todo con una sola palabra, cabría hablar de un instinto. Por otra parte, el ejercicio universal y permanente del juicio moral es indispensable no sólo sobre la propia conducta íntima, sino también sobre la conducta ajena; porque somos animales sociales, pero nuestra sociabilidad no es, como la de los animales, relación necesaria con el primer llegado. La naturaleza de nuestras relaciones, es regulada por el juicio que nos merezca la conducta moral de aquellos con quienes somos llamados a vincularnos. No se negará, por ejemplo, que la intimidad es imposible con quienes juzgamos que viven al margen de la moralidad. Y no es que entre éstos y nosotros hayamos de levantar una hipócrita muralla de escrúpulos, no es que con ellos toda relación se haga imposible; la relación existirá, pero será muy otra. El juicio moral que hizo imposible el florecimiento de la amistad en el caso del ejemplo, nos empuja hacia esa misma persona en la misión, ineludible en conciencia, de procurar la rectificación de su conducta, ya que nadie ha de considerarse ajeno al destino supremo de nadie, pues la razón de ser de la convivencia social es la necesidad de recurrir a la cooperación común para realizar el destino individual. Nadie juzgue si sólo es para condenar estérilmente, pero nadie pase junto a su prójimo sin juzgarle si ha de ser con el propósito de cooperar a la realización de su destino moral. Es el primero de los deberes fraternos, y suele ser también el más amargo.
*
El sentido común nos ofrece una definición elemental como punto de partida: –bueno es lo que se acuerda con su fin. Y puesto que la conciencia moral discierne espontáneamente lo bueno y lo malo, en lugar de considerar en abstracto el fin moral para establecer luego la norma de la conducta –tal es el camino de la ética como disciplina filosófica– consideremos concretamente aquellos actos que la conciencia califica; y este procedimiento vivo nos conducirá con naturalidad al establecimiento del fin moral. El hallazgo refluirá a su vez sobre los juicios espontáneos mediante los cuales fue hallado, ilustrándolos al hacerlos reflexivos y dándoles la profundidad y la fuerza rectora inherente a todo juicio que exhibe ostensiblemente la razón de su sentencia.
Tomás D. CASARES