Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Guillermo de Torre ]

Revaloración de Menéndez y Pelayo

España vive una hora de resurrecciones. Nación literariamente poco propensa a las efemérides –desmintiendo en este punto la apelación de Kant: “tierra de los antepasados” le llamó– merecen subrayarse especialmente las que en estos últimos tiempos vienen aconteciendo.

Del fondo histórico, donde yacían en la penumbra, se adelantan al primer plano de las baterías luminosas algunas figuras egregias del pasado. Entramos en un período de fervoroso revisionismo crítico, de revaloraciones agudas, puesto que las efemérides no se limitan a las rituales procesiones bajo un cielo de fuegos artificiales.

Diversos signos estelares –surgidos tanto en la misma España como en el extranjero– anuncian ese cambio favorable del sentido retrospectivo. Ayer Felipe II, hoy Goya. Después de Francisco de Vitoria –el buen fraile salmantino, iniciador del derecho internacional, con anterioridad a Hugo Grocio– Fray Luis de León. (Hemos entrado en su año aniversario. Se anuncia una óptima cosecha bibliográfica. Ya el libro de Aubrey Bell –que comentaré próximamente– sitúa al exégeta de Los nombres de Cristo en su justo lugar, le emplaza en el marco verídico del Renacimiento español). Y ahora, después de Góngora, llegamos a la estación Menéndez y Pelayo.

Evocar no es esterilizarse –siempre que la torsión retrospectiva sea momentánea. Instaurar un sistema de noble crítica estimativa enderezada a los valores pretéritos no es disminuirse sino acrecerse: es ensanchar la conciencia de nuestro tiempo. De ahí que ningún espíritu joven, por muy adicto que se muestre a la tendencia de hallar un sentido propio en su época, deba eximirse de coparticipar en tales resurrecciones. Y aun de iniciarlas: tal ha acontecido en el reciente tricentenario de Góngora. Fue una falange juvenil extrema –como es notorio– la más entusiasta en el culto de la reviviscencia gongorina.

Por dichosa coincidencia el mismo escritos que consagró un insubstituible libro biográfico y crítico al autor de las Soledades, anticipándose a otras vindicaciones y esclareciendo todo lo relativo a la vida del genio cordobés, es quien ahora cumple una tarea semejante respecto a Menéndez y Pelayo. He aludido a Miguel Artigas, erudito santanderino, actualmente director, en la ciudad montañesa, de la biblioteca legada por el autor de los Heterodoxos y que lleva su nombre. Su libro, más que una biografía minuciosa o un estudio crítico total, es, simplemente, un cuadro panorámico de la vida –y su vida es su obra, tan ligadas se hallan: máximo ejemplo de dedicación– menéndezpelayesca. En rigor, no agrega gran cosa a la biografía trazada a raíz de su óbito, por Bonilla y San Martín, pero en sus páginas aparecen algunos datos nuevos y ciertos curiosos documentos inéditos. Por lo demás, la máxima bondad y justificación del trabajo realizado por Artigas reside en su factura simple y asequible, en el tono persuasivo que el crítico utiliza para acercar a nuestra simpatía juvenil y reintegrar a nuestra apetencia la obra magna de aquel polígrafo.

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¡Menéndez y Pelayo! Su nombre suena ahora con acento distinto. ¿Se le había olvidado? Al menos su obra no se hallaba con presencia constante en la memoria de la nueva generación crítica –descontada la parcela estricta de eruditos que bucean siempre en los archivos frondosos de la cultura y las letras españolas y para quienes Menéndez y Pelayo es insustituible timonel. Parecía más lejos de nosotros de lo que en realidad se hallaba. ¿Por qué así? ¿Por qué nos parecía su voz opaca y distante? Reconozcámoslo sinceramente. Causas exógenas influían en esa momentánea preterición. Le estimábamos muy insalvablemente siglo XIX. Resbalaba sobre su obra el encono o la indiferencia que la gente nacida en este siglo alimentó contra las postrimerías grisáceas del anterior. Perjudicábale, por otra parte, a Menéndez y Pelayo, el falseamiento que, en los últimos años, sufrió su obra, achacándola una intención que apenas tiene y convirtiéndola en enseña partidista reaccionaria.

De ahí las reservas y distancias que las generaciones subsiguientes hubieron de tomar frente a ella. Elogiarla implicaba solidarizarse con cierta corriente de un casticismo extremado y todas sus consecuencias; era adherirse a todos los errores nacionalistas que la generación europeizante de 1898 impugnó sañudamente. Pues en tiempos de Menéndez y Pelayo y de Alejandro Pidal –como ha escrito certeramente Américo Castro– “defender la tradición española suponía simpatizar con el carlismo, la Inquisición y otras cosas parecidas; las sonoridades de Otumba, Lepanto y San Fermín, sirvieron para amortiguar rumores de tontería durante el último período del siglo XIX”.

Pero hoy todo ha variado. Aquellos tiempos –y sus prejuicios– han prescripto. Podemos acercarnos a Menéndez y Pelayo en actitud efusiva y alerta. Con reverencias de gratitud por haber sido el primero que hizo aflorar soterañas raíces de nuestro pasado cultural y puso un poco de orden en aquella selva inextricable. Cualquier faena de alta crítica sobre los orígenes y los grandes períodos de nuestra literatura habrá que retornar a las fuentes que él alumbró. Modernizando, eso sí, sus utensilios críticos. Substituyéndolos por una técnica más rigurosa y moderna. He ahí lo que están llevando a efecto los historiadores y filólogos del Centro de Estudios Históricos, con Don Ramón Menéndez y Pidal a la cabeza.

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La fama de bibliófilo extraordinario, de casi extranatural devorador de libros que disfrutó Menéndez y Pelayo, no tiene nada de hipotética. En este caso, las aparentes hipérboles de la leyenda tienen una base verídica. Una prueba más: el curioso documento que Artigas nos revela, consistente en una cuartilla donde Menéndez y Pelayo había trazado una lista de su incipiente biblioteca a los doce años, en 1868. Figuraban en ella, entre otros libros de Bossuet, Fenelón, las obras completas de Chateaubriand, El Criterio de Balmes, y la Opera omnia de Cátulo, Tíbulo y Propercio, en latín. Dada esta precoz pasión bibliográfica, ¿tiene nada de extraño que Menéndez y Pelayo llegase a reunir cerca de cincuenta mil volúmenes?

Otros detalles y anécdotas que corroboran esta precocidad abundan en el libro de Artigas. Extractemos lo siguiente: Su primer descubrimiento en las vías eruditas acontece poco después. Revolviendo unos manuscritos en la Biblioteca Nacional, cuando aún era estudiante en Madrid, tropieza con unas poesías del P. Pérez de los Agonizantes. Orgulloso de su hallazgo se apresura a transmitirlas al historiador Don Leopoldo Cueto, que había declarado su infructuosidad en la pesquisa de ellas, para un tomo sobre poetas castellanos del siglo XVIII en la Biblioteca Rivadeneyra. Consecuencia de ello fue la visita que éste hubo de hacerle, en ocasión que Menéndez y Pelayo se encontraba en clase. Al conocer tal justificación de su ausencia, por boca de la hospedera, imaginóse el grave erudito que se trataría de algún profesor universitario desconocido por él. Y su asombro fue el consiguiente al encararse pocos minutos después con el estudiante de diez y siete años, con el adolescente curioseador de Códices, ya habituado a “mascar el polvo de archivos y bibliotecas” según se expresaba el mismo Menéndez y Pelayo con ingenua y apasionada fruición…

Cuando poco después, en 1884, comienza Menéndez y Pelayo su verdadera actividad literaria no se advierte en él ninguna timidez o indecisión. Pocas veces una vocación se manifiesta tan recta y definida. Está seguro del terreno que pisa. Nace maduro desde las primeras líneas. Se expresa en un tono osado y hasta impertinente: lo menos académico o conformista imaginable. A prueba: aquel artículo enderezado contra el crítico Don Manuel de la Revilla, a propósito de unos inéditos de Cervantes. ¡Qué brío tan juvenil el de su estilo, qué empuje polémico el de sus argumentaciones! No pueden imaginárselo en modo alguno aquellos que tienen a Menéndez y Pelayo por un frío y acartonado académico.

No menos empuje dialéctico –animado por un fervor vindicativo– resplandece en las cartas de su famoss polémica sobre la ciencia española. Tendían a impugnar ciertas apresuradas afirmaciones de Azcárate, quien afirmaba que durante tres siglos, del XVI al XVIII, España había estado ausente del movimiento cultural europeo. Por instigación de su maestro vallisoletano, Laverde, Menéndez y Pelayo redactó la primera carta de réplica briosa, en la cual vaciaba los atanores de su erudición, al trazar una larga lista de nombres y hacer una denodada apología de la actividad científica española, especialmente filosófica, durante los tres siglos que su contrincante borraba de nuestra vida intelectual. Ese fue el origen de su célebre obra sobre La ciencia española, vindicaba en forma polémica, que continuó luego frente a otros antagonistas, como Pidal y Mon, Revilla y José del Perojo. Y esa fue la obra que acusó más netamente los perfiles de su personalidad, dando ya una medida anticipada de la tarea removedora que luego realizaría, de su titanismo erudito, de su admirable sistema criticista.

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Descontando los Heterodoxos, la obra máxima que define su genialidad investigadora y la que especialmente acerca a Menéndez y Pelayo al círculo de nuestras dilecciones íntimas, otorgándole una proyección actual, es sin duda, a mi juicio, la Historia de las ideas estéticas en España. Sólo de nombre, en rigor, está consagrada a España, pues se ramifica por las literaturas extranjeras, desentrañando orígenes y precisando influencias. De tal suerte que viene a constituir una historia filosófica y literaria de toda Europa. Sus capítulos, en efecto, rebasan a menudo los límites del plan previsto. El río tan crecido de su erudición le hace ramificare en diversos cauces. Una simple alusión lo lleva a hacer paréntesis de páginas y hasta de capítulos enteros. Su cultura es una vena henchida y caudalosa que rompe todos los diques. Quizá esto dañe el conjunto de sus libros, pero reafirma lo vasto de su saber, lo genuino de su personalidad. El mismo Menéndez y Pelayo se dio cuenta de ello en alguna ocasión. Nos lo revelan unas líneas incidentales contenidas en el prólogo al tomo noveno de sus Ideas estéticas, donde afirma que “La superfluidad y el despilfarro han sido siempre muy de autores españoles, algo díscolos y rebeldes de suyo contra ciertas prudentísimas leyes de parsimonia y equilibrio”. Agregando simpáticamente: “Yo, por mi parte, me confieso pecador, aunque esté siempre formando propósitos de enmienda para aplacar los iracundos manes de Boileau y de Luzán”.

Con Menéndez y Pelayo la crítica literaria adquiere, por vez primera, un rango estético. En manos de su maestro, Milá y Fontanal, era todavía una ciencia algo árida. El autor de las Ideas Estéticas es –como ha afirmado Sáinz Rodríguez– el crítico artista que con genial intuición aplica a la evocación histórica los mismos procedimientos de la creación literaria. Si aceptamos la clasificación del mismo Sainz Rodríguez –autor de una reciente y valiosísima Introducción a la historia de la literatura mística española– quien divide la crítica del siglo XIX en militante y erudita, incluyendo en la primera a Larra, “Clarín” y Valera y en la segunda a Gallardo, Durán, Amador de los Ríos y Milá, entre otros, convendremos en que Menéndez y Pelayo alcanza la más alta expresión de esta última.

Este carácter estético de su sistema crítico infiérese no sólo de la lectura de sus libros, sino que se halla contenido por manera explícita en algunos párrafos de cierto trabajo universitario que Menéndez y Pelayo compuso en ocasión de opositar a su cátedra. Documento curioso no conocido hasta la fecha, que el libro de Artigas desentierra, y en cuyas páginas se establecen sutiles distingos entre la crítica histórica y la crítica artística. Véase cuán admirable es su previsión de lo que, con lenguaje de hoy, llamaríamos endopatía criticista, tendencia prevalecedora en los mejores espíritus del presente vocados a esa disciplina. “El crítico –afirma Menéndez y Pelayo– ha de tener, si no facultades artísticas, por lo menos análogas a ellas; debe penetrar en el génesis de las obras y ponerse, hasta cierto punto, en la situación del autor analizado”. Su creencia en la facultad estética queda revalidada en el párrafo final: “Y, sobre todo, nadie que de una manera o de otra, no sea artista puede entender o juzgar de belleza. Caecus non judicat de coloribus”. Menéndez y Pelayo, en suma, concebía la crítica como un arte, anticipándose a una serie de teorías frutecidas años después, entre ellas la de Croce. Por ello y por que esta facultad estética implica una suma integral de cualidades: –moralismo, hedonismo, erudición– pudiéramos decir si aceptamos la terminología del filósofo napolitano aludido, que Menéndez y Pelayo es un crítico “philosophus additus artifici” y no “artifex additus artifici”, como son los más.

Guillermo de TORRE