Filosofía en español 
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Ramiro de Maeztu

La necesidad de la monarquía militar

La Monarquía militar es hija de las perplejidades que originaron las ideas de la Enciclopedia, al difundirse en el siglo XVIII entre los aristócratas españoles, primero, y después entre los intelectuales y agitadores populares. Desde el momento en que la Iglesia española no pudo ya ver en los Reyes de España a los defensores y mantenedores de la idea católica en el mundo, la Monarquía tuvo que apoyarse en el ejército, aunque siguió beneficiando todavía largo tiempo del prestigio carismático que habían recibido sus Monarcas de la defensa del catolicismo, Monarcas que, por otra parte, continuaron y continúan llamándose Majestades Católicas.

En estos dos siglos no ha sido posible volver a dar al pueblo de España una unidad espiritual lo bastante poderosa para que saliera de ella una voluntad nacional imperativa. La unidad nacional ha sido un hecho. Hemos estado unidos por la geografía, por la historia, por la religión (salvo en su conexión con la política), por la economía y hasta por las costumbres, pero rara vez o nunca ha manifestado nuestro pueblo una voluntad política decidida, sino acaso cuando se vio invadido nuestro territorio por los franceses y aun entonces figuraron entre los afrancesados, intelectuales tan distinguidos como Menéndez Valdés y Moratín, para no hablar de parte muy considerable de nuestra aristocracia.

Y es que nuestra ciudad se halla dividida, porque lo están los consejeros. Unos quisieran que España volviera a ser la Monarquía Católica, para que el ideal religioso inspirase, enalteciera y condujera a toda la perfección posible las mismas faenas de la vida secular. Y como España hizo cosas tan grandes mientras fué, en efecto, Monarquía Católica, es muy difícil que deje de haber nunca españoles que sueñen con el retorno de tan gloriosos tiempos, y hasta puede aventurarse la profecía de que si el catolicismo recobra alguna vez el vigor intelectual y moral que tuvo en el siglo XVI y que ha alcanzado en otros países, tendrá que manifestarse políticamente en el empeño de restaurar la Monarquía Católica.

Otros consejeros dicen, por el contrario, que ya tiene bastante quehacer el Estado con los negocios seculares, sin meterse en los que no son de su incumbencia, por lo que su ideal se cifra en la neutralización del Estado. Algunos católicos muy sinceros figuran entre ellos. En otros casos, sin embargo, el neutralismo del Estado no es sino la máscara de la enemistad hacia la Iglesia y hacia la religión y en el caso de las escuelas, por ejemplo, es muy difícil que se invente un tipo de enseñanza neutra que no sea, en el fondo, antirreligiosa. Aparte de que otros consejeros, dados a las furias, parecen persuadidos de que España no podrá emanciparse mientras haya un español que crea en Dios.

El resultado de esta disparidad en los consejos es la perplejidad del pueblo. Don Luis Simarro, que era muy enemigo de la Iglesia, criticaba los debates del Ateneo diciendo: “Unos dicen que dos y dos son cuatro; otros, que dos y dos son cinco, y la gente sale diciendo que podrán ser cuatro y medio y que ello le tiene sin cuidado”. Al Sr. Simarro lo habría sorprendido grandemente coincidir con el Syllabus. Pues es precisamente lo que dice el Syllabus en la proposición LXXIX, al condenar la libertad de cultos y opiniones, porque propagan “la corrupción de las costumbres y del espíritu y la peste del indiferentismo”.

Dada la división en los consejos de las clases directoras y la perplejidad o indiferencia del pueblo, el Estado ha de sostenerse en apoyos en cierto modo externos a la voluntad, y se sostiene interinamente, mientras se forma la voluntad nacional, en la Monarquía militar. Las divisiones que han seguido a la religiosa, consecuencia directa o indirecta de ella, no han hecho sino reforzar la necesidad de la Monarquía militar. Los movimientos secesionistas regionales aumentan la dificultad de que se forme una voluntad nacional que substituya a la Monarquía militar. Ya era difícil que se entendieran los creyentes con los neutrales y mucho más con los descreídos. Ahora lo es más que lleguen a concertarse, para una acción que no sea meramente destructiva, los españoles de las distintas regiones. Y la división en clases sociales, introducida por los socialistas, los sindicalistas, los anarquistas y los comunistas, aun dificulta más la formación de una voluntad nacional y robustece indirectamente la estabilidad de la Monarquía militar.

Frente a todos estos movimientos disolventes se alza la unidad del ejército. Su parte permanente se compone de quince o veinte o veinticinco mil oficiales, unidos en el culto de la bandera y de la historia de España, sin hablar del interés material e inmediato de que subsista el Estado español. En este ejército podrá darse ocasionalmente un tipo de hombre que prefiera la región en que ha nacido a la bandera nacional o el que se deje alucinar por ideas republicanas o comunistas al punto de hacerse rebelde a la disciplina general. Pero es evidente que toda institución tiende a conservarse y que el ejército español no subsistirá como tal institución sino mediante la unidad de mando, porque si no hay unidad de mando tampoco habrá un Estado común, ni un Tesoro común, ni probablemente una común bandera. Y con ello queda evidenciado que es interés fundamental del ejército español la unidad de mando, que es ya de hecho la monarquía y que se asegura mejor con la Monarquía hereditaria, como expresión viviente de la continuidad del Estado español.

Podrá haber, por tanto, oficiales aislados disidentes, pero es interés fundamental del ejército la conservación del Estado español y de ese interés fundamental nace su tendencia a intervenir en la vida política cada vez que está en peligro este interés fundamental, sobre todo si se tiene en cuenta que no se trata de un interés egoísta sino de la totalidad del pueblo español. No negaré que esta intervención del ejército en la política se ha efectuado a veces por ambición de algunos generales. Contra esta forma de militarismo alzó dota Antonio Cánovas su actitud civilista. Pero cuando los militares intervienen en la política para hacer que se respete el prestigio de su bandera o de su institución, o para evitar que el separatismo, el derrotismo o el pistolerismo destrocen a España, no veo que haya motivo para avergonzarse de su intervención, sino para felicitarse de que exista un ejército decidido a mantener la unidad nacional.

De lo que quizá tengamos que avergonzarnos es de no haber sabido crear una voluntad nacional unitaria, que permita al ejército desentenderse de toda vigilancia política interna, para consagrarse exclusivamente a su misión de preparar la defensa nacional contra las posibles amenazas exteriores.

Estas razones deberán tranquilizar a los lectores temerosos de que algún movimiento análogo al de Jaca y Cuatro Vientos pueda lanzar a España a los horrores de una revolución. La revolución no podrá garantizar al ejército la necesaria unidad de mando, a menos que no surja un genio militar, del tipo de Napoleón, que implicaría ya en sí mismo una nueva forma de Monarquía militar. Solamente cuando se haya formado previamente una voluntad nacional unitaria será posible substituir la Monarquía militar. Y entonces será porque la coincidencia de las voluntades individuales forme una voluntad dominadora, que es decir también una Monarquía, si no militar, al menos militante.

Si hace sesenta años fue posible que hubiera militares ilusionados con la virtualidad de la forma republicana de gobierno, creyendo que significaba la mayor participación del pueblo en las funciones públicas, no tardaron en advertir que lo que muchos entendían por república era, en primer término, la indisciplina militar, por lo que fue el ejército quien restauró la Monarquía. Ahora no es ya posible que los militares ilustrados se hagan ilusiones de ninguna clase respecto de lo que en España significaría para el ejército una república, que sólo podría venir si la trajeran los separatistas y de los comunistas y socialistas, que son en España los enemigos irreconciliables de la institución militar. El instinto de conservación habla con elocuencia persuasiva, que no podrá alcanzar ninguna propaganda disolvente.

Ramiro de Maeztu

Madrid, marzo de 1931

Especial para “Criterio