Filosofía en español 
Filosofía en español


El veraneo fuera de Madrid

Por el suelo asturiano

(de nuestro redactor.)


Estos días de fiesta y alegría para Gijón he correteado lo indecible por todas sus calles y alrededores.

Desde Luanco me trasladé a la ciudad de Pelayo por mar. El sábado, día 5, tenía ya preparado mi viaje por tierra, acompañando a un amigo que necesitaba dirigirse a Oviedo; otro amigo que aquí veranea había decidido probar en este mismo día una embarcación suya, la cual no había navegado nunca a la vela.

El mar presentaba un aspecto imponente; el Nordeste soplaba con furia de huracán; era temerario nuestro viaje a Gijón en aquel botecito; sin embargo, nos atrevimos audazmente y cambiamos nuestro carruaje por aquella ligera barca. Nos acomodamos en ella; izamos la vela, y tan pronto esto hicimos, la barquilla se deslizó por el mar con velocidad pasmosa. Al timón iba un gran marino; esto nos había animado mucho para nuestra decisión. Mucha gente nos veía surcar las alborotadas aguas con verdadera expectación; en la cabecera del muelle nos despidieron con los pañuelos. Bien pronto nos encontramos a gran distancia de Luanco; a medida que avanzábamos se notaba el mar más agitado, como pocas veces lo está; el viento nos empujaba con fuerza extraordinaria; la velocidad cada vez era mayor; había que salir bastante afuera, bordeando, para llegar a la altura del cabo Torres, y así, de un largo, y luego en popa, seguir hasta Gijón. En tanto que a esto llegamos, tuvimos que atravesar una extensión de mar bastante grande, en donde la marejada era crecida. La embarcación servía de juguete a las gigantescas olas, cual si fuera ligera pluma; las veíamos acercarse como si fueran montanas de agua que quisieran sepultarnos. Pero nuestra barca, guiada por aquel piloto, nada nos hacía temer; su pericia estaba probada en más de una ocasión. Los golpes de mar eran tremendos; por la borda entraba algunas veces gran cantidad de agua; a nuestro costado reventaban constantemente las olas. El sombrero de paja de mi amigo estaba convertido en un flexible, los xibiones, como aquí los llaman los marineros; en tal estado lo había puesto el agua que nos chapuzaba; yo, más prevenido, llevaba puesta una gorra, y mi americana la había guardado en el castillo de popa; pero, ¿qué importa esto? No me reservó de mojarme de lo lindo repetidas veces.

No miré la hora en que salimos de Luanco; lo que sí os puedo decir que recorrimos el trayecto Luanco-Gijón en muy poco tiempo, con una rapidez inconcebible. A nuestra llegada había infinidad de gente en el puerto, que con gran asombro nos esperaba y nos vieron atracar. Ya en tierra, nos separamos mi amigo y yo; él se dirigió a la estación para montar en el primer tren de Oviedo, y yo para la fonda a meterme en la cama, mientras ponían mi ropa a secar. Este incidente me privó de presenciar el recibimiento que Gijón dispensó a los Infantes Don Carlos y Doña Luisa de Orleans, que en representación del Rey Don Alfonso venían al centenario de Jovellanos. Según me dijeron, ha sido muy comentada la falta del Ayuntamiento. En la iglesia fueron recibidos por las autoridades eclesiásticas, en donde se cantó un Te Deum. Hubo luego una recepción, a la que concurrió toda la aristocracia gijonesa. Dos niños de D. Carlos Cienfuegos y Jovellanos, descendiente del ilustre hombre cuyo centenario se celebraba, vestidos al estilo de aquella época, ofrecieron a los Infantes unos ramos de flores. En la casa donde nació Jovellanos se descubrió una lápida, pronunciando discursos varios individuos de la familia y algunas autoridades y representantes de la colonia asturiana de la Habana, que se encuentran en Gijón.

El ministro de Instrucción pública, señor Jimeno, recogió las frases pronunciadas por los primeros oradores, elogiando mucho a los asturianos. El orfeón y la banda de música amenizaron este solemne acto con escogidas piezas. Los Infantes visitaron el Museo Jovellanista y la Exposición de bocetos. También visitaron algunas fábricas y el puerto del Musel. El domingo por la tarde se verificó la primera corrida de toros; los Infantes ocupaban un palco elegantemente adornado.

Como hacía tiempo que Machaquito no toreaba en Asturias, había gran expectación por verlo; así es que el lleno fue rebosante. Los toros de Saltillo no dieron gran juego; los tres primeros fueron pequeños y mansos; el cuarto, muy bravo; el quinto, regular, y el sexto fue retirado al corral por defectuoso, y sustituido por uno castellano, que dio muy buena pelea en la suerte de varas. Machaquito solamente pudo lucirse en el cuarto toro, al que banderilleó con gran vista, especialmente en un par al cambio, superior; la faena de muleta fue emocionante, rematada con dos buenos pinchazos y una estocada hasta el puño, que le valió una ovación delirante y cortar Ia oreja. En los demás, no hizo nada de particular. Picando, nadie. En banderillas, tampoco hubo nada de extraordinario. Al banderillero Camará lo empitonó un toro al saltar la barrera. En un principio creímos que se trataba de una grave cogida; pero bien pronto circuló la voz de que no revestía importancia.

Por la noche, hubo función de gala en el teatro Dindurra, por la compañía Guerrero-Mendoza. Asistieron los Infantes y lo más selecto de la sociedad gijonesa.

En Somió, uno de los alrededores más bonitos de Gijón, se verificó una verbena en honor de los augustos personajes, los cuales se trasladaron a dicho lugar en un coche-tranvía, adornado en forma de barco e iluminado artísticamente con más de 800 bombillas eléctricas. La verbena estuvo concurridísima. Don Carlos y Doña Luisa de Orleans están muy satisfechos de tanto agasajo.

Hay una extraordinaria animación; las calles son transitadas por innumerables forasteros; las fondas están todas ocupadas; yo, en estos días, no he parado ni un momento; no he tenido tiempo apenas para escribir estas líneas; en vista de esto, opté por volver otra vez al tranquilo pueblo de Luanco.

Hace un momento que he llegado, y a pesar de encontrarme tan rendido, cuando pasaba frente a la casa de baños (el balneario), observando que el salón estaba iluminado, bajé del coche, entré en el salón y vi que aún estaban bailando los veraneantes forasteros; escogí por pareja a una linda muchacha, y todavía bailé un rigodón.

Termino, y jadeante llego a mi casita, me siento ante unas cuartillas y trazo maquinalmente estos renglones, trasunto fiel de cuanto he observado y me ha sucedido desde mi saluda del puerto de Luanco.

Modesto González Pola

Luanco, 8 de Agosto de 1911.