No vamos a hacer la biografía de Sanz del Río, sino a dar una simple nota sobre esa figura de coloso que, como las sublimes estatuas griegas que permanecieron durante siglos ocultas bajo una doble capa de tierra y de ignorancia universal, pero que al descubrirse a los rayos de la espléndida luz del Renacimiento excitaron la admiración general hasta conducírselas en procesión como a los santos y los dioses; también así, la figura de Sanz del Río, hoy oculta bajo la espesa capa de pasiones, intereses y agitaciones de momento, se ofrecerá al fin a la luz de la inteligencia patria, redimida y revivificada por la excelsa Razón, en todas sus proporciones de coloso.
Es Sanz del Río uno de esos hombres extraordinarios que sólo se han visto surgir de este abrupto suelo español en los momentos solemnes de la Historia, para realizar prodigios de voluntad y de fuerza.
Como en el siglo XIII, cuando el edificio de la Iglesia oscilaba a los embates de la herejía, salió de aquí la figura colosal de Domingo de Guzmán para ir a sostener aquella mole oscilante sobre sus espaldas de hierro; como en el siglo XVI, cuando la piqueta de los reformadores cayendo a golpes redoblados sobre Roma tenía ya la ciudad sacra casi convertida en ruinas, va de aquí el tenaz Ignacio, al frente de la legión juramentada que salva a la Iglesia; así, en el siglo XIX, cuando el pensamiento nacional está completamente agotado, más que agotado convertido en cenizas por las horrorosas llamas inquisitoriales que habían estado encendidas durante siglos, surge en la Historia patria la rígida figura de Sanz del Río, a quien se ve forcejear con sus brazos férreos para remover la losa de plomo de los dogmas, bajo que yacía soterrado el pensamiento nacional en su sepultura de tres siglos, y decir, al conseguirlo, como a Lázaro:
«Levántate y anda.»
Habiendo sabido que el secreto de la sabiduría se halla escondido en las selvas de la Germanía, abandona patria y familia para ir a hundirse en aquellas selvas, buscando el codiciado secreto.
Y en efecto, lo halló. Y ya que hubo recogido en su espíritu la chispa del fuego sacro elaborada por los Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Krause, regresó a su patria haciendo voto de consagrar su vida a purificarlo y a difundirlo con verdadera unción religiosa, en el espíritu nacional.
Y se mantuvo fiel a su promesa; que en eso descansa toda su grandeza moral. Sanz del Río consumió hasta el último jugo de su cuerpo en la empresa de fundar una filosofía española inspirada en los principios más hondos a que había alcanzado en sus sondeos el pensamiento humano.
Se había creído hasta él, en la patria de la Fe, que a Dios se llega orando. De aquí vino la pasividad y la muerte. Sanz del Río dijo: «Nó; a Dios se llega reflexionando»; y de allí vino la actividad y la vida. Fue toda una revolución. Puesto en movimiento el pensamiento nacional, ya está echado el germen de todo bien y de todo progreso, porque del pensamiento impalpable ha salido el universo entero con sus soles y sus colosales masas de materia cósmica.
La Filosofía fue para Sanz del Río una religión y una disciplina. El más rígido anacoreta no adora a Dios con la devoción con que él reflexionó en Dios.
El fruto de su doctrina no se hizo esperar. Todo lo que ha resaltado más por su originalidad y solidez en los últimos tiempos viene de él. De él viene la grandilocuencia de Salmerón; la santa consagración a la sabiduría de Giner; la ciencia y esa austeridad sincera de Azcárate que le coloca sobre todos los hombres de devoción; la crítica luminosa de Revilla; la revolución en la enseñanza de la juventud representada por la Institución libre, objeto de legítima sorpresa de los extranjeros; la revolución en la enseñanza femenina representada por la Asociación libre de la Enseñanza de la mujer, y esa pléyade inacabable de profesores, abogados y publicistas que son en las cátedras, el foro, la tribuna y la prensa la luz más brillante que guía al pensamiento patrio.
Yacen los restos de D. Julián Sánz del Río con los de D. Fernando de Castro y de otros de sus discípulos, arrinconados y olvidados en el estrecho cementerio civil viejo.
Deber es ineludible de los que han recibido de él la luz que les ilumina y les guía, trasladar esos restos con el honor debido al nuevo cementerio civil.
Los extranjeros que, ante hechos tan considerables como el de esa ciudad valenciana que se levanta como un solo hombre para anonadar con su libre y fuerte brazo a la teocracia, queden sorprendidos de tan profunda revolución, operada en la patria de Torquemada; que vuelvan con nosotros los ojos agradecidos y respetuosos hacia el rincón oscuro del viejo cementerio civil donde se guardan los restos de este varón prodigioso, con cuyo retrato, tan poco conocido, honramos hoy Las Dominicales.