Las Dominicales del Libre Pensamiento
Madrid, jueves 7 de abril de 1898
 
año XVI, número 823
página 1

[Fernando Lozano Montes]

D. Manuel Ruiz de Quevedo

D. Manuel Ruiz de Quevedo ha muerto, Las Dominicales del Libre Pensamiento 1898

D. Manuel Ruiz de Quevedo ha muerto.

La mujer española está de luto.

Ha sido D. Manuel Ruiz de Quevedo uno de los varones más útiles a la España del siglo XIX.

Esta sociedad degradada y corrompida que nos rodea, esa turba de mujeres, que va desde el templo a la plaza de toros y de la plaza de toros al baile de la Opera, y el burdel de hombres que las siguen, no sabe siquiera que existiese un D. Manuel Ruiz de Quevedo.

Esa prensa, que ha llenado sus columnas hablando de la muerte de Frascuelo, consagra apenas cuatro líneas para dar cuenta de la muerte de D. Manuel Ruiz de Quevedo.

Es natural; así debe suceder. En un país envilecido por la monarquía y la teocracia, hombres de la calidad de D. Manuel Ruiz de Quevedo debían vivir obscurecidos, y hasta ser objeto de aversión, porque al mirar a ellos esos hombres que pululan corrompidos por la vanidad, la adulación y todos los vicios, se sienten por dentro como ofendidos y rebajados.

Debéis seguir esta regla general. ¿Quién es el más aplaudido y el más alabado por esta sociedad que flota? Pues ese debe ser el más prostituido, el más cínico, el peor. ¿Cuál es el más fustigado, el más odiado? Pues debe ser el mejor.

Sospechad sólo, de aquel que reciba mercedes y alabanzas de esta sociedad que flota, porque es signo de que se ha rebajado hasta ella y contemporiza con ella.

Sólo hombres como D. Manuel Ruiz de Quevedo tienen fibra suficiente para resistir sin doblarse el torrente de todo un pueblo, que se desborda, empujado por la mano de un régimen entregado a todos los desenfrenos y a todas las osadías. Suponed al hombre cuya virtud se levanta enhiesta en medio de una fiesta orgiástica sin que un sólo momento las parejas, arrebatadas de un frenesí lúbrico y báquico, pugnen por arrastrarle por la corriente del vicio, sin embargo de lo cual, a pesar de durar la incitación todos los días, todas las horas, todos los minutos, durante veinticinco años, la virtud no se inclina, no se tuerce, ni se doblega, antes permanece cada día más enhiesta y más firme; he aquí la imagen de D. Manuel Ruiz de Quevedo en el seno de esta sociedad, dominada por la chulapería orgiástica y mística.

Fundó el piadoso D. Fernando de Castro la Asociación de la Enseñanza de la Mujer, y abrió con ello una nueva era a la vida de la mujer española. La mujer española, hasta entonces, había sido esclava del clérigo y esclava del marido. El ignorante se hace fácilmente esclavo. «Espumar el puchero y remendar los calcetines»; esta era la misión de la mujer española, según la fórmula tradicional.

Los que habían echado a volar esa fórmula sabían bien lo que se hacían.

Ignorante de todo la mujer, metida en la cocina como la mora en el harén, nada más fácil que mantenerla en la más negra servidumbre. Era así fácil al clérigo hacer su instrumento de ese pedazo de carne animado de movimientos mecánicos, pero sin el motor racional más noble e íntimo: la inteligencia. ¿Qué cosa más sencilla que a una mujer así hacerla creer que ganará el cielo si da un narcótico a su marido para que esté dormido durante todo el día de una elección, a fin de que no vaya a votar a un candidato liberal, hijo del demonio? Si queda hecho un imbécil su marido y ella misma se ve acometida de una enfermedad mortal, como acaba de suceder en Vitoria, ¿qué responsabilidad tiene ese pedazo de carne, cubierto de enaguas, si no sabe lo que es opio, ni sus efectos mortales, porque vive hundida en la más crasa ignorancia sin saber otra cosa que «hacer calceta y espumar el cocido?.»

No conviene, a lo que se ve esa ignorancia a la mujer, no conviene al marido: puede una casa entera caer en el sepulcro después de hundirse en la desolación; pero conviene al clérigo. Así triunfa en las elecciones, así puede enviar hombres a la facción; pues se sabe que allí mismo, en las provincias vascas, los clérigos, durante la guerra civil última, ponían a la mujer en la disyuntiva de no darles la absolución, o enviar sus maridos y sus hijos a las filas de D. Carlos.

Que en ese medio de ignorancia es donde hace su carne la prostitución, cosa es sabida de todo el mundo. Hay prostitución, porque hay ignorancia y miseria.

Todo esto lo vio claro D. Fernando de Castro a través de las rejillas del confesonario, mientras ofició de clérigo, y movido por un sentimiento piadoso, se dijo:

—¿Cómo se pondrá término al estado de degradación en que vive la mujer española? ¿Cómo se evitará que sus dominadores la tengan eternamente envilecida y prostituida? Pues no hay duda alguna, instruyéndola.

Y entre los rayos del amanecer de la gloriosa revolución de Septiembre se vio surgir, como el sol después de la aurora, ese instituto redentor de la mujer española, que lleva el nombre de Institución Libre de Enseñanza.

Hasta entonces había habido maestras, pero más que mujeres instruidas en todas las direcciones de la cultura y capaces, por tanto, de guiarse a sí mismas y alternar con el hombre en las ramas altas del saber, eran instrumentos mecánicos de instrucción infantil, cuya sola y única misión era la de las mismas madres cuidadosas: enseñar el silabario y la escritura a las niñas. La Asociación de Enseñanza de la Mujer respondía a otra misión y tenía otros vuelos; se proponía orientar a la mujer española en todas las direcciones de la cultura humana y hacerlas partícipes de los elementos más esenciales de todas las ciencias, para que, a su vez, pudieran transmitirlos a la infancia femenil. Por eso el primitivo nombre de la Asociación fue el de escuela de Institutrices, esto es, de instructoras de un grado superior a nuestras antiguas maestras.

Por eso, también, D. Fernando de Castro llamó, para que dieran aquella instrucción, a los catedráticos más doctos de la Universidad.

Muere D. Fernando de Castro, y su amigo personal, su otro yo también en ideas, hace suya aquella gran empresa, consagrándole íntegramente su vida.

Era D. Manuel Ruiz de Quevedo abogado, disponía de una posición desahogada; aunque ajeno á la política militante, por su sabiduría filosófica y jurídica y por su integridad de carácter Salmerón le llamó a ocupar la subsecretaría del ministerio de Gracia y Justicia al proclamarse la República.

Su posición, su fortuna, su carrera, aquella severidad e integridad de carácter verdaderamente insustituibles para llevar a cabo una obra de este género, todo lo puso D. Manuel Ruiz de Quevedo al servicio de la Asociación.

Púsole también su bondad, aquella bondad santa y bendita que se derramaba a través de las exterioridades severas de su carácter.

¡Qué de esfuerzos, qué de lucha, qué de vigilias para sacar a flote obra tan difícil y ardua!

Apenas surge la restauración, las asechanzas comenzaron a cercar aquella fortaleza donde se albergaba la dignificación de la mujer española.

Amenazas, halagos, insinuaciones pérfidas, no ha habido arma que la restauración no haya empleado para vencer al buen castellano guardador de aquel cantillo. Pero la casta de los Guzmanes no se ha perdido en nuestro país. Don Manuel no cejaba, no transigía jamás. El viejo montañés moriría antes que faltar a la lealtad jurada al nuevo rey y señor de los hombres de su escuela, que es su conciencia. ¡Vender a los clérigos, al obispo de Madrid, la Asociación nacida del alma libre de aquel D. Fernando de Castro, que arrojó por la ventana los hábitos como incompatibles con la dignidad de su alma libre! ¡Poner a los pies de esos hábitos, ya rotos y andrajosos por todas partes, lo que es más hermoso y más puro y más grande que todo!

No; eso no lo hacía D. Manuel Ruiz de Quevedo.

Al contrario, en medio de esa guerra íntima, secreta, que no cesaba un día ni una hora, realizó un verdadero milagro, logró dotar a la Asociación de un hermoso edificio propio.

Hay que sondear y medir bien toda la dificultad de una obra de ese género en los tiempos que atravesamos.

Todo el saber y toda la devoción y toda la extensión de relaciones acumuladas en la Institución Libre de Enseñanza han sido impotentes para llegar a ese resultado. Después de hacer todo género de sacrificios e imponérselo a los amigos para levantar un edificio propio, la ola de reacción ha arrollado aquel edificio antes de nacer, y sobre los cimientos que inauguró Albareda siendo ministro, levántase hoy orgullosamente una nueva fortaleza clerical pregonando con satánica alegría su triunfo.

¡Ah!, sí, es incalculable el derroche de constancia, de bondad y de sacrificio que representa ese edificio de nueva planta con que D. Manuel Ruiz de Quevedo ha sabido dotar a la Asociación de la Enseñanza de la Mujer.

Pero es claro, los ataques del clericalismo, que se han redoblado en los últimos tiempos, con la insolente e insoportable protección que le han prestado los Gobiernos restauradores, iban minando aquella naturaleza privilegiada; no le doblegaban ni le torcían, pero le asesinaban. Le habían sitiado por hambre hasta lograr que se le cegaran todas las fuentes de recursos. Ese Estado traidor y bestial que daba estos días diez millones al obispo de Madrid para construir un seminario, no tenía algunos miserables miles de pesetas para ayudar a la Asociación. El Municipio, caído en manos de los sectarios de Pidal, había cerrado también sus arcas a la Asociación negándole una mísera subvención que, a cambio de enseñar a un cierto número de niñas de los colegios municipales, le prestara. Las asechanzas, las conjuras y los asaltos para hacerle capitular se multiplicaban, y se leía en los ojos de aquel varón justo la angustia de una situación que su edad avanzada y su salud ya quebrantada no podía soportar.

Y en medio de su desolación, su angustia debía acrecentarse, porque mirando a uno y otro lado no encontraba un heredero en quien confiar aquel tesoro de bienes morales e intelectuales que legaba. Todos son flacos, todos han capitulado, en más o en menos, con el poder dominante; y sobre los ojos vidriosos por la muerte debió ver el gran finado, al llegar sus últimos momentos, el rostro del monstruo clerical iluminado por alegría satánica, gritándole:

«¡Mía, mía es tu obra!»

* * *

¡Ah, pero quien sabe! Suena la hora de todas las liquidaciones. Muchas cuentas van a ajustarse. ¿No hará pagar ese pueblo que hoy se remueve, a la fiera clerical la cuenta del martirio que ha hecho sufrir al varón insigne que fue uno de los más grandes bienhechores de su patria?

* * *

Mujeres españolas, despertad de vuestro sueño. Sufrís infinitos dolores porque estáis ciegas y dormidas. Sin instrucción, sin oficio, sin profesión alguna que os proporcione medios propios y honrados de asegurar vuestra subsistencia en el mundo, estáis sujetas a todas las incertidumbres y a todos los acasos. Doncellas, el hombre no cesa de tenderos lazos para gozaros y prostituiros. Casadas, es lo más fácil que deis con un marido brutal que, después de maltrataros, os abandone, dejándoos entregadas a la mayor miseria con vuestros hijos, a los cuales, faltas de carrera y profesión, ignorantes de todo, no podréis sostener, y ni siquiera podréis ocuparos en «hacerles calceta ni en espumar el puchero», porque no tendréis ni telas con que vestirles ni alimentos que guisarles.

Id, id entonces a esos partidarios de la vieja máxima de mantener ignorante e inútil s la mujer; id a pedirles amparo, y os contestarán con el desprecio, cuando no proponiéndoos que os prostituyáis a ellos.

¡La prostitución, el envilecimiento, la miseria más espantosa; he ahí el destino de infinitas mujeres españolas; he ahí el pago que le dan las imágenes a quienes se postran pidiéndoles la felicidad!

Acabar con tanta miseria y con tanto dolor: tal fue la ambición única que llenó el alma piadosa de D. Manuel Ruiz de Quevedo. Abrir a la mujer española el camino de varias profesiones honrosas como la enseñanza, el comercio, la telegrafía, las carreras facultativas, habilitándolas, como ya lo están muchas, para vivir con independencia y con honor; en suma, libertar a la mujer del yugo de la brutalidad masculina y de las supersticiones: he ahí la empresa en que puso su alma entera, con devoción pura.

* * *

Un accidente fortuito hizo llegar tarde a mi casa la noticia de la muerte y de la hora del entierro. Todos se consternaron, porque, aunque no sea costumbre, hubieran querido mi mujer y mis niñas ir al cementerio a rendir el último tributo al cadáver.

Sí; yo hubiera querido decir a mis hijas, señalándoles la tierra dispuesta a sepultar el féretro:

«—Besad, hijas mías, besad esa tierra que va a cubrir los restos del que fue el mejor bienhechor de la mujer española; y cuando necesitéis energías para fortalecer vuestra virtud, venid a esta fosa a pedirlas, porque esos benditos restos encerraron tesoros inagotables de todas las virtudes.»

Luego, dirigiéndome a la tierra, la diría suplicante:

«—¡Oh, madre tierra! Sé blanda y amorosa con los restos del que fue un bienhechor de tus hijas, un sacerdote de la Humanidad.»

¡D. Manuel amado: aunque has muerto, todavía te seguimos queriendo y venerando como antes en esta casa!

Demófilo.

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Manuel Ruiz de Quevedo
1890-1899
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