José Solas García
El Papa y la unidad europea
El 7 de mayo de 1948 se abrió en La Haya el Congreso de Europa. Fue convocado por el Comité Internacional de Coordinación de Movimientos pro Unidad Europea, en el cual estaban representados la Unión Europea de Federalistas, presidida por el profesor H. Brugmans, ex ministro holandés; el Movimiento de la Europa Unida, presidido por Churchill; la Liga Económica para la Cooperación Europea, presidida por Van Zeeland; el Consejo Francés para la Europa Unida, patrocinado por Herriot, y los Nuevos Equipos Internacionales demócratas cristianos, presididos por el ex ministro francés Robert Bichet.
A La Haya concurrieron cerca de ochocientas personas de casi todos los países de Europa: estadistas afamados, antiguos ministros y cancilleres, ministros en ejercicio, parlamentarios de todas las tendencias, eclesiásticos de todas las confesiones, profesores de Universidad, hombres de ciencia, artistas, escritores y un gran número de representantes de organizaciones femeninas, juveniles y otras. Todos a título personal. No tuvo carácter oficial.
La Secretaría General del Comité Internacional de Coordinación había cursado también invitación a la Santa Sede. El Santo Padre se dignó aceptarla y acordó su representación, a título oficioso, al Internuncio en Holanda, monseñor Paolo Giobbe.
En la sesión inaugural, celebrada bajo la presidencia de su alteza real la princesa Juliana, hoy Reina, y del príncipe Bernardo de Holanda, el señor W. A. J. Visser, como alcalde de La Haya, pronunció el discurso de salutación, y de manera especial se dirigió al representante de la Santa Sede con estas palabras: «Una característica verdaderamente única de este Congreso es la presencia de un delegado de la Santa Sede, monseñor Paolo Giobbe, al cual doy la bienvenida en nombre de todos.»
Como consecuencia del Congreso, las organizaciones pertenecientes al Comité Internacional de Coordinación quedaron definitivamente integradas en una entidad de tipo superior fundada cinco meses después en Bruselas: el Movimiento Europeo. A él se incorporaron la Internacional Liberal, la Unión Internacional Campesina y el Movimiento Socialista para los Estados Unidos de Europa. Los señores Blum, Churchill, De Gasperi y Spaak aceptaron su presidencia de honor para significar que se trataba de un movimiento internacional en el que cabrían todos los partidos. A la Santa Sede se le reservó un puesto en su Consejo Internacional. De hecho desde aquel momento el Movimiento Europeo aunó y representó cuantos esfuerzos por promover la Unidad Europea se habían iniciado. Su importancia fue decisiva.
El Congreso de La Haya dirigió un “Mensaje a los europeos” en el que primeramente afirma qué se entiende por “Europa Unida”:
«Deseamos que se restaure la libertad de movimiento de personas, ideas y cosas en todo el ámbito de Europa.»
Aprobó, además, tres series de recomendaciones: políticas, económicas y sociales, y culturales, para lograr la unidad de Europa. En ellas se desenvuelve ese concepto de unidad:
«El Congreso reconoce que es urgente necesidad de las naciones de Europa el crear una unión económica y política para garantizar la seguridad y el progreso social.
Declara que es llegado el momento en que las naciones europeas transfieran y pongan en común la parte de sus derechos soberanos que sea necesaria para asegurar la acción política y económica común.
Considera que una Unión o Federación europea debe ser creada…
Esta Unión o Federación debe ser abierta a todos los países de Europa de gobierno democrático y que acepten la Carta de Derechos del Hombre.»
Es indudable la importancia de la Unidad Europea para la paz. La guerra entre los pueblos europeos unidos se hace imposible. También disminuye la probabilidad de guerra con terceros al aumentar la potencialidad europea.
Este pensamiento fue una de las causas determinantes de la acción de muchos a favor de la unificación de Europa. Pero sólo con él no se comprende el alcance de la idea de La Haya. La Unidad Europea se basa en razones permanentes.
El debate político del Congreso de Europa se fundamentó en un principio y en un hecho histórico. En el principio de que la sociedad política exigida por la naturaleza humana es aquella que permita alcanzar el grado máximo de perfeccionamiento natural del hombre en consonancia con el progreso de la civilización. Y en el hecho histórico de que ese fin de la sociedad política ha creado hoy una interdependencia entre los pueblos que, por ser profunda y permanente, exige «se transfiera y se ejerza en común parte de la soberanía».
La comunidad europea es más que una alianza; tiene otra naturaleza. Sin embargo, en La Haya no se definió la forma jurídica en la cual se concretaría la Europa Unida. Precisamente la disyuntiva Unión o Federación, insistentemente repetida en las conclusiones, quiere recoger las dos tendencias [11] básicas sobre la fórmula de Unión Europea que ya desde aquellos primeros momentos se manifestaron.
Pero sí se consideró posible su realización en la forma que fuere en este momento de la Historia, porque la comunidad europea no implicaría un atentado al concepto de vida privativo de cada hombre, ya que sobre él cabía la posibilidad de coincidir en un estatuto común de los Derechos del Hombre.
Sobre el Congreso de La Haya, «L'Osservatore Romano» dio todos los días amplia información, y una vez terminado, el 13 de mayo de 1948, examinó sus decisiones en un amplio y meditado artículo de fondo titulado «Richiami e confronti».
Después de afirmar que «la amenaza contra la paz existiría siempre que Europa estuviera medio unida bajo la égida y guía de un Estado poderoso» y que la Unión Europea que se prepara no es el Equilibrio Europeo, ni la Santa Alianza, ni la Sociedad de Naciones, ni la Unión Europea de Briand, ni la Pan Europa de Coudenhove-Kalergi, ni la Europa Nouvelle de Scandinow Heerolgt, dice textualmente:
«Sus características son, en efecto: la referencia a la carta de la libertad con la premisa básica de la supremacía del Espíritu y la inviolabilidad de la persona humana y la homogeneidad de los sistemas políticos que de tales principios fundamentales se derivan. La Unión Europea, esto es Europa –idea, convivencia, patria común–, surge y renace no precisamente por una reagrupación mecánica de los Estados, sino por la confraternización de los individuos, conscientemente persuadidos de que aquella idea, aquella convivencia, aquel gran hogar que torna, después de siglos de escisiones religiosas, morales, políticas y económicas, va a reavivar la antigua y gloriosa unidad doméstica.
Estas características declaran la naturaleza no sólo política y económica, sino, y sobre todo, moral de la reconstrucción: europea –moral por los derechos y libertades que afirma, por las garantías que les concede y por el elemento individual de unidad de donde parte–, características que son, por tanto, auspicio de un éxito cual no tuvo hasta hoy otra tentativa semejante.
Para encontrar un ideal y una estructura que se avecinen a los actuales, es necesario remontarse a los siglos cristianos de Europa, cuando la Iglesia, habiendo evangelizado todo el continente, había dado a los distintos pueblos europeos, y ellos habían aceptado, una concepción, una suma de principios éticos y jurídicos comunes, un pensamiento y una forma de vida que se derivaban de la fe católica común a todos.»
Pocos días después, el 2 de junio de 1948, el Santo Padre escogió la solemne ocasión de dirigirse al Sacro Colegio Cardenalicio con motivo de la festividad de San Eugenio, para exteriorizar la acogida que había dispensado a los esfuerzos de La Haya. He aquí sus palabras:
«Ya que el mundo hace tres años que languidece de este modo en un extraño malestar y camina errante por diversos senderos, vacilantes entre la paz y la guerra, los espíritus clarividentes y animosos se han lanzado a buscar incesantemente nuevas vías hacia un puerto de salvación. Mediante repetidas tentativas de reconciliación y de acercamiento entre naciones que hace poco luchaban aún entre sí, se esfuerzan por realzar nuevamente una Europa quebrantada hasta sus mismos cimientos y por convertir este foco de agitación crónica en un baluarte de la paz y un centro providencial de una general distensión que se extienda luego por toda la faz de la tierra.
Por eso, aun sin querer meter a la Iglesia en la intrincada madeja de intereses puramente terrenos, Nos hemos creído oportuno nombrar un especial representante nuestro en el Congreso de Europa reunido recientemente en La Haya, para mostrar la solicitud de esta Sede Apostólica y ser portador de una palabra suya de estímulo en favor de la unión de los pueblos. Y no dudamos que todos nuestros fieles tendrán plena conciencia de que su puesto está siempre junto a aquellos generosos espíritus que preparan los caminos para el mutuo acuerdo y para el restablecimiento de un sincero espíritu de paz entre las naciones.»
En noviembre de 1948, la Unión Europea de Federalistas se reunió en Roma en su II Congreso Internacional. Hacía escasamente quince días que en Bruselas habían creado, con las otras organizaciones arriba indicadas, el Movimiento Europeo. Los acuerdos de La Haya empezaban a realizarse. Al finalizar fueron recibidos por el Santo Padre, quien tuvo con ellos un auténtico diálogo sobre las resoluciones adoptadas en el Congreso de La Haya.
«Señores: Nos estamos impresionados ante vuestra tarea. Esta nos prueba que habéis comprendido y apreciado los esfuerzos que desde hace diez años multiplicamos sin descanso para promover un acercamiento, una unión sinceramente cordial entre todas las naciones. Os lo agradecemos muy de veras. Fue precisamente esta solicitud en la que nos inspirábamos el 2 de junio pasado cuando hablamos de una unión europea. Esto lo hicimos guardándonos muy bien de implicar a la Iglesia en intereses puramente temporales.»
El Papa expuso su pensamiento sobre la condición esencial para la constitución de la Unión Europea.
«Las grandes naciones del continente, con su larga historia tan llena de recuerdos, de gloria y de poderío, pueden hacer fracasar la constitución de una unión europea, expuestas como están, sin darse cuenta, a medirse a sí mismas por la escala de su propio pasado más bien que conforme a las realidades del presente y a las previsiones del porvenir. Por eso justamente hay que esperar que sepan hacer abstracción de su grandeza de antaño para acoplarse en una unión política y económica superior. Y lo harán de tanto mejor grado si no se les obliga, por empeño exagerado de uniformidad, a una nivelación forzada, mientras que el respeto de las características culturales de cada uno de los pueblos suscitaría por su armoniosa variedad una unión más fácil y más estable.»
Después Pío XII se refirió también, concretamente, a la cuestión moral clave, la del fuero del hombre en la nueva Unión. El preámbulo de las resoluciones culturales del Congreso de Europa había dicho:
«Creyendo que la Unión Europea es, no una idea utópica, sino una necesidad, y que solamente puede alcanzarse si se funda en una genuina unidad de vida, afirmamos que esta tal unidad, en medio de nuestras diferencias nacionales ideológicas y religiosas, debe fundarse en la común herencia del Cristianismo y en otros valores espirituales y culturales, así como en nuestra común lealtad a los derechos fundamentales del hombre, especialmente a su libertad de pensamiento y expresión.»
Y a ello aludió Su Santidad al examinar la cuestión:
«Hemos sentido Nos gran placer al leer al frente de las resoluciones de la Comisión Cultural, a continuación del Congreso de La Haya en el pasado mayo, la mención de "la común herencia de la civilización cristiana". Sin embargo, esto no será bastante si no se llega a reconocer expresamente los derechos de Dios y de su ley, al menos el derecho natural, como sólido fundamento sobre el cual están anclados los derechos del hombre. ¿Podrían estos derechos asegurar la unidad, el orden y la paz aislados de la religión? Además, ¿se abordarán entre los derechos del hombre los de la familia, los de los padres y los de los hijos? La Europa unida no puede edificarse sobre una simple idea abstracta. Tiene que tener necesariamente como soporte hombres vivos.»
Y terminó:
«Nos hacemos esta pregunta: ¿se dará la comprensión necesaria en estas circunstancias, la comprensión sin la cual toda tentativa está llamada al fracaso? He aquí el problema. Este exige una solución si se quiere llegar a la realización de la unión europea. Gracias a Dios, el movimiento enrola y arrastra ya a tantos hombres de bien, a tantos hombres de gran corazón, que Nos no dejaremos de esperar que, al fin, terminarán por encontrar el verdadero remedio a los males de este continente.»
* * *
El Congreso de La Haya previó la creación de una Asamblea europea oficial, para realizar la Unión Europea. Los Gobiernos aceptaron este plan. El 5 de mayo de 1949, al año exacto del Congreso de Europa, los representantes de los [12] Estados europeos acordaron en Londres la creación del Consejo de Europa. Su Estatuto entró en vigor el día 3 de agosto del mismo año y en seguida se constituyeron los dos organismos políticos del Consejo: el Comité de Ministros y la Asamblea Consultiva.
La Asamblea formula recomendaciones al Comité de ministros. El Comité de ministros, a la unanimidad de sus miembros, adopta las resoluciones que cree oportunas. Pero no tienen fuerza de obligar en los distintos Estados, a no ser que sean aceptadas por ellos mismos. Sus principios son, pues, los tradicionales de soberanía y de negociación jurídica internacional.
Sin embargo, en su constitución el Consejo de Europa tiene ya mucho de comunidad europea, pues las resoluciones del Comité de Ministros no son un simple acoplamiento de los intereses particulares propugnados por los distintos Estados, sino que se basan en un pensamiento común a todos ellos formulado después de pública discusión de sus representantes. Domina, pues, la idea de que el fin perseguido es supranacional, aunque se reserve a todos los países interesados el derecho a aceptarlo y ello suponga que algunas realizaciones de la Europa Unida encontrarán más fácil realización fuera del Consejo; por ejemplo, el Plan Schuman.
El artículo primero del Estatuto del Consejo de Europa establece que su finalidad es «realizar una unión más estrecha entre sus miembros a fin de salvaguardar y promover los ideales y los principios que son su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social».
El artículo tercero refleja la importancia reconocida a los derechos del hombre: «Todo miembro del Consejo de Europa reconoce el principio de la preeminencia del Derecho y el principio en virtud del cual toda persona colocada bajo su jurisdicción debe gozar de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales.»
El Consejo de Europa se aplicó desde el principio a la elaboración de una Carta de Derechos del Hombre, que concretara la exigencia del artículo tercero de su Estatuto. Fue su labor más decisiva durante los años 1949 y 1950.
En agosto de 1950, la Asamblea Consultiva iba a aprobar ya el proyecto de Convención de Derechos del Hombre, propuesto por el Comité de Ministros. Un mes antes, al hablar de la conveniencia de uniformar el Derecho privado, el Santo Padre se refirió una vez más a esta cuestión como previa a toda superior unificación jurídica, y aludió al Consejo de Europa.
«La idea paneuropea, el Consejo de Europa y aun otros movimientos son una manifestación de la necesidad en que nos hallamos de romper o, por lo menos, de dulcificar en la política y en la economía la rigidez del viejo cuadro de las fronteras geográficas, de formar con los países grandes grupos de vida y de acción común,... ¡Y entonces de cuánta utilidad será la coordinación del Derecho privado!... Sea de ello lo que fuere, Nos os pedimos aun tengáis presente: ...el reconocimiento y realización directa e indirecta de los derechos innatos al hombre, que, en cuanto inherentes a la naturaleza humana, van siempre de acuerdo con el bien común. Más aún: son ellos los que deben ser tomados como elementos esenciales de este bien común, de donde se sigue que el Estado tiene el deber de protegerlos, de promoverlos, y en ningún caso pueden ser sacrificados a una pretendida razón de Estado.»
La Convención Europea de Derechos del Hombre fue firmada en Roma el 4 de noviembre de 1950. No reconoció la protección al derecho de propiedad, el derecho a elecciones libres y el derecho de los padres a la educación e instrucción de sus hijos. De los tres, este último afectaba a la familia, y había sido señalado por Su Santidad en el discurso a los Federalistas Europeos en noviembre de 1948.
Sin embargo, el Comité de Ministros no había excluido la posibilidad de estudiar estos tres derechos. Fácilmente se llegó a un acuerdo entre la Asamblea y el Comité en cuanto a la redacción del derecho de propiedad y del de elecciones libres. No así en el de los padres sobre la educación de sus hijos.
En la sesión de la Asamblea Consultiva, celebrada en la tarde del 7 de diciembre de 1951, el ponente de la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Administrativas, señor Pierre-Henri Teitgen, católico, ex ministro francés del M. R. P., dijo en su informe:
«El Comité de Ministros nos propone la siguiente redacción de este derecho: «A nadie se puede rehusar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de cuantas funciones asuma en el dominio de la educación y de la enseñanza, tendrá en cuenta el derecho de los padres a disponer de la educación religiosa de sus hijos, conforme a su confesión, y aun cuando existan escuelas establecidas por el Estado, de enviar a sus hijos a otras escuelas de su elección, siempre que estas escuelas respondan a las prescripciones de la ley.»
Frente a esta redacción estamos obligados a mantener tres observaciones fundamentales:
1.ª Se trata de una Convención que no tiene simplemente el valor de una orientación pera los Gobiernos, sino que los liga y los obliga bajo la sanción de garantías judiciales de un tribunal europeo. Las palabras «tener en cuenta» no tienen significación jurídica suficiente para incluirse en una declaración que tiene por fin salvaguardar el derecho. Nuestra redacción es: «El Estado respetará el derecho de los padres.»
2.ª Nuestra Asamblea, por 111 votos sobre 111 votantes, estuvo unánime en declarar que los derechos fundamentales del padre de familia que se trata de salvaguardar se refieren a la vez a la educación y a la enseñanza que quiera dar a sus hijos. No nos parece posible limitar en un texto de esta importancia el derecho del padre de familia a la sola educación de sus hijos.
3.ª También por 111 votos sobre 111 votantes, después de largos y difíciles debates, la Asamblea acordó que este derecho de los padres pertenecía a todos los padres, tanto cuando tienen convicciones religiosas como cuando solamente convicciones filosóficas conducen su existencia.»
Los católicos pusieron un especial empeño en la aceptación de este derecho. «Me permito recordar que los padres cristianos –decía la señora Rehling, del partido demócrata cristiano alemán– cuando bautizan a sus hijos se comprometen [13] solemnemente a educarlos de la mejor manera posible en la fe cristiana. Este compromiso fija el método y el fin de la educación. Mi convicción religiosa, como madre cristiana, me hace responsable ante mis hijos, y ningún poder político podrá encargarse de esta responsabilidad en mi lugar.»
Pero siempre las votaciones de la Asamblea fueron sin ningún voto en contra de asambleístas de otras confesiones religiosas o simplemente arreligiosos. El principio de la «Divini illius Magistri» de que «la Iglesia es tan celosa de la inviolabilidad del derecho natural educativo de la familia, que no consiente, a no ser con determinadas condiciones y cautelas, en que se bautice a los hijos de los infieles o se disponga como quiera de su educación contra la voluntad de sus padres mientras los hijos no puedan determinarse por sí abrazando libremente la fe», fue mantenido enérgicamente por los católicos y constituyó la base del acuerdo unánime de la Asamblea.
En la sesión de la mañana del 8 de diciembre, el señor Boggiano Pico, senador del partido demócrata cristiano de Italia, dijo textualmente.
«Modesto jurista y profesor de Derecho, puedo afirmaros que es un derecho natural al que nadie, a no ser un autócrata, tiene el derecho de oponerse. Yo añado que ni el Estado ni la Iglesia, sea ella católica u otra, y yo lo afirmo siendo católico y creyente, tienen el derecho de interponerse entre el padre de familia y sus hijos para la educación, es decir, para la orientación moral, instrucción y formación de su conciencia.»
Por fin, el Comité de Ministros adoptó la redacción propuesta por Teitgen, en nombre de la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Administrativas, que la Asamblea aprobó sin ningún voto en contra:
«A nadie se le puede rehusar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que él asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a disponer esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas.»
Completada así la Convención Europea de Derechos del Hombre, el Protocolo adicional fue firmado en París el 20 marzo de 1952 por todos los Estados que forman parte del Consejo de Europa.