Luis Felipe Vivanco
El arte humano
El que pretenda hoy día combatir en serio, en nombre de más altos o más profundos ideales, las escuelas artísticas que venían llamándose de vanguardia, creo que pierde el tiempo lastimosamente. Porque todos los ismos de París, todo ese estar revolucionariamente al día –como representantes de una pintura, o una arquitectura, o una música, vivas, frente a otras muertas–, aunque haya sido necesario y, en cierta medida, favorable, debemos considerarlo ya como un pasado artístico inmediato definitivamente caducado, periclitado, que diría Ortega, con palabra definitoria de una actitud frente al mundo –como dintorno– también periclitada.
Anterior a ese arte deshumanizado o, más exactamente, desvitalizado, que es nuestro pasado inmediato de revistas y exposiciones –de escándalo público y hasta disgustos familiares–, tenemos el demasiado humano siglo xix, romántico y naturalista, es decir, también falto de espíritu –que es más que el puro sentimiento–; pero, antes todavía, una pintura –por lo menos– más grande y más trascendente, precisamente por la actitud de servicio del artista a los temas propuestos por el espíritu. De esta actitud, perdida a lo largo de un tiempo cada vez más disperso y dividido, es de la que quiero hablar un poco, anticipando, desde ahora mismo, que me parece la única garantía posible de una creación artística que –aprovechando toda una riquísima experiencia sensible negativa– vuelva a afirmarse por sí misma y no por su oposición, más o menos explícita, a todas las creaciones del pasado.
Lo que sucede es que éste, el pasado, ha venido gravitando demasiado, como algo cuyo menor contacto había que evitar, sobre todo el arte que se decía independiente. Se creía que lo que una vez había sido hecho ya no podía seguir haciéndose, se aceptaba una teoría materialista y externa del progreso y se creaba más con la preocupación de producir el arte propio de la época, el arte del presente, que por la necesidad de alcanzar, al precio que fuera –incluso al de seguir haciendo lo que otros ya habían hecho–, el gran arte. Es decir, había una voluntad de estilo empeñada, más que en producir éste, en producirse ella a sí misma. Una voluntad de estilo pendiente de su propia esencia y no de la esencia de aquello para lo cual debía existir. Pero aunque el estilo sea el producto de una voluntad, es anterior, en esencia, a ella, porque antes de existir como realidad tiene que haber existido como idea. La muerte del estilo que caracteriza, según Wladimir Weidlé –Les Abeilles d’Aristée–, a nuestro mundo cultural contemporáneo, es así, nada menos, que la muerte de su idea. Y digo nada menos porque ya es grave que muera algo real importante, pero mucho más grave debe ser que muera una idea.
Antes de seguir adelante debo hacer una confesión: yo sólo creo en la Belleza metafísica, en lo Bello, así con mayúscula, como flexión última del ser al lado de lo Verdadero y de lo Bueno. Toda la estética posterior a Plotino, incluso, en algún momento, la escolástica, me resulta, por muy formidables que sean los principios filosóficos que la respaldan, más o menos filosóficamente insuficiente. En Plotino, por su falta de amor a la criatura, la gran estética metafísica se quedó por hacer; por eso, desde entonces, una cosa es hablar de arte y otra hablar de estética. En general, han sido siempre los grandes filósofos –Kant, Hegel, Schopenhauer, por no citar más que los modernos– los que mejor han hablado de estética, y no tan bien, o francamente mal, de arte. Los grandes críticos, en cambio, ya sean también artistas o no, han hablado muy bien de arte, empíricamente, pero mal de estética. Y todavía hay una tercera clase, la de un Croce –por ejemplo–, que cuando habla de estética tiene detrás de sí una filosofía –la suya– tan endeble, que a duras penas puede consolidar sus ideas gracias a sus acertadísimas opiniones críticas.
Yo, seguramente, no voy a hablar de una cosa ni de otra, ni de arte ni de estética, sino más bien de literatura, de esa literatura que es inseparable del arte, como de toda creación espiritual humana, y que –afortunadamente– lo impurifica, es decir, lo hace criatura limitada de esa otra criatura limitada que es su autor. Tenemos, pues, precediendo a la obra de arte, y por si una sola fuera poco, dos limitaciones: la limitación del artista –espíritu encarnado, según el dogma católico, y, precisando más, naturaleza caída, redimida por la sangre de Cristo– y la limitación de la obra, que es, precisamente, su perfección formal, lo que la hace terminar en sí misma, trascendiéndose.
Porque el límite, debemos afirmar en contra de todo el romanticismo y de todo el idealismo que lo fundamenta, es la bendición de la criatura. Ser santo, conformar plenamente la propia voluntad con la Voluntad divina, es aceptar de todo corazón el límite que Dios le ha impuesto a uno. Y ellos, los santos, saben bien los amplios horizontes trascendidos que se alcanzan desde esa aceptación. Pero, al margen de la santidad, también ser uno mismo no es más que trascender el límite, aceptándole y cuidándole en la medida de lo posible. Este cuido o cuidado que se debe tener con la propia substancia limitada –y toda substancia finita lo es– es la exigencia interior de perfección que le permite al hombre en todo momento ser más que una pura conciencia subjetiva, es decir, ser objetivo en su ejemplo para los demás.
En la persona humana de Cristo tenemos realizado el límite de modo perfecto. Los demás hombres estamos como atravesados por el ramalazo del pecado, que es lo único infinito en nosotros, un infinito en potencia, que no acepta la limitación, ese límite nuestro de cada día desde el que reconocemos, diariamente, a Dios por nuestro autor. Por eso, toda el ansia de infinitud, todo anhelo desmedido, toda tristeza cósmica y fundamental, son parientes cercanos del pecado. Una cosa es la transparencia cristiana al dolor y otra cosa la tristeza, esa vaga e infinita tristeza de la carne. Cristianamente hablando, sólo hay dos afecciones buenas del alma: el dolor y la alegría. Porque el placer nos mantiene alejados del límite, como si no existiera, y, en cambio, estando tristes queremos ser más de lo que somos, no nos complacemos, interiormente, en nuestra finitud, en nuestra propia sangre redimida. Y las lágrimas pueden llegar a deformar nuestra conciencia. La tristeza es orgullo –yo lo sé por experiencia–, es rebeldía de la criatura, salvo cuando es una especie de paz desconocida que aún no se nos ha revelado. Y es que entonces no es propiamente tristeza: es una tristeza alegre en el umbral de nuestro encuentro más íntimo con nosotros mismos. Porque ese encuentro, al ser con nosotros mismos y no con Dios, tiene que ser un poco triste, necesariamente; pero, como a través de nuestra mismidad, en el límite aceptado, le encontraremos a Él, tiene, también y sobre todo, que ser alegre. Tal vez con estas palabras me estoy refiriendo al misterio más hondo de nuestra vida espiritual, la más importante que, en unidad de acción y contemplación, puede vivir el hombre sobre la tierra. Si el pecado nos llena de infinito, la obra de la gracia será de recuperación del límite perdido. El límite es el paraíso, con minúscula, de la criatura que ya ha sido arrojada, de una vez para siempre, de aquel otro, también Terrenal, con mayúscula. Un paraíso cuyo encanto es el pasar mismo del tiempo. Sí; siempre he creído que para un cristiano es algo muy bello y muy encantador –tal vez demasiado– una rosa marchita. Porque allí el tiempo está como lo que ha dejado de ser en la bendita limitación de la criatura. Y estas hojas secas y amarillas, que no tengo más remedio que pisar a lo largo de mis paseos otoñales, ¿no son también, por su breve e intensa existencia fugitiva, por su belleza muerta y pisoteada, un salmo suficiente de alabanza al Creador?
Hasta aquí me he referido, en general, a la limitación de la criatura humana. Pero, el artista, ¿no es aquella criatura que rompe los límites estrechos impuestos, comunes a todas las demás, y nos ofrece con su arte una visión concreta del infinito? Y el arte, ¿no es el acontecimiento excepcional frente al cual todos nuestros límites mezquinos y diarios desaparecen? Los wagnerianos, oyendo la música del Genio, se sentían infinitos. Ya es más difícil sentirse uno así, infinito, ante un cuadro o ante una estatua, e incluso –con emoción puramente artística– en el interior de una catedral gótica, por lo menos española, ya que el gótico en España no ha olvidado casi nunca, por su feliz ayuntamiento con otros estilos, la finitud de la criatura. Pero todas esas infinitudes, que no estaban en ninguna parte, a la hora de la verdad, que es la de la literatura, la de la palabra, tampoco han podido tener expresión espiritual: la expresión las anublaba, porque eran demasiado indelebles.
No; el artista, cada artista vivo y creador, no rompe los límites, sino, como suprema cuestión de personalidad humana que es, los trasciende. Por eso nos da una visión concreta, no del infinito –no hay más infinito concreto que Dios, y el artista no tiene por qué darnos una visión de Dios–, sino, todo lo más, de la Belleza ideal a través de la sensible. En el límite humano trascendido que es su arte, el artista recibe los favores de una segunda limitación; otro límite más fiel que el que le hace ser criatura limitada. Fijaos bien en lo que acabo de decir: que ese límite del arte le es más fiel al hombre que ha llegado hasta él y en él verdaderamente se ha instalado, que el que le hace ser criatura creada por Dios. Y este nuevo límite, como expresión más alta del cumplimiento humano del destino, ya no bendice sólo a la criatura limitada, sino a la criatura trascendida. El genio no es más que la facultad de trascender ese nuevo límite, sin ignorarlo ni romperlo.
Pero, volvamos al arte, o, por lo menos, a sus ingredientes literarios, que son los que nos interesan. El problema del arte puro o deshumanizado frente a la vida podría tal vez reducirse a esta pregunta: ¿puede la sensibilidad pertenecer, sin más, al espíritu, o necesita la ayuda de otras formas intermedias? Yo creo que entre el espíritu y la sensibilidad tiene que haber muchos valedores que hagan posible una relación estable a distancia. Estos valedores son todo lo que ha ido eliminando de sí la pintura –pongo por caso– hasta quedar reducida al cubismo. Son todos los contenidos culturales que el arte revolucionario moderno ha querido suprimir –y de hecho ha suprimido en algunas de sus creaciones–, dejando reducido el espíritu a mera sensibilidad o, lo que es lo mismo, la mera sensibilidad al único espíritu posible en arte. Todos los demás contenidos espirituales son ajenos al arte mismo en su pureza racionalista. Por eso, frente al arte moderno no se podía hablar el lenguaje más humano del espíritu: un lenguaje literario impuro y cargado de emociones extraestéticas –¿quién que es no es extraestético?–. En cambio, se ha hecho mucha literatura sin palabras a su costa. Y paralela al arte puro ha habido también toda una estética pura de la sensibilidad creadora. Ambos, arte y estética en su purismo, son productos característicos de la más implacable disolución racionalista.
En la obra de arte, la idea de límite podemos expresarla con la palabra representación. Pues bien, todo el arte moderno es una creciente rebeldía victoriosa de la plástica contra ella. Los temas, siempre más o menos literarios, han ido, por eso, quedando arrinconados, sin vigencia en la inspiración, y sólo han perdurado aquellos que tenían la menor cantidad posible de supuestos espirituales: el paisaje y el bodegón{1}. Y en el retrato ha ido perdiendo presencia sustantiva el retratado, hasta llegar a ser sólo un pretexto para las rimas de los pinceles. Cézanne, se ha dicho, es más puro –ya que no más grande– pintor que Velázquez, porque ha logrado eliminar de su pintura toda clase de substancias ajenas a ella, que todavía persisten –¡qué lástima!– en los lienzos de Velázquez. ¡Ah! Pero esa eliminación es lo malo. No sólo no se deben eliminar esas substancias –y las llamó así para indicar que son algo sustantivo–, sino que el pintor debe poner su arte al servicio de ellas, para que la pintura adquiera todas las excelencias de su adjetivación extrapictórica. La actitud de servicio es, siempre, una necesidad del espíritu humano limitado, en su exigencia de unidad. Por eso, invirtiendo el sentido mismo de la comparación anterior entre los dos grandes pintores, puedo decir que la diferencia fundamental que hay entre un cuadro de Velázquez y otro de Cézanne – siempre desde mi punto de vista literario, que es en el que hay que colocarse para gozar con plenitud humana de la pintura– consiste en que el de Velázquez está pintado desde la unidad espiritual del hombre y el de Cézanne sólo desde su diversidad vital.
Intentaré precisar esta diferencia. Después de Cézanne viene el cubismo. Es esta una época –de bromas pesadas para los hombres serios– en que la pintura cuida celosamente de su propia materia. Tal vez se pueda hacer de todo con la pintura, pero antes todo tiene que ser reducido a materia pictórica. La unidad de detalle queda así libre, en su valoración estética, de toda referencia a un conjunto superior más complejo. Pero con esto sólo no quedaría explicado el cubismo. Porque también hay que explicarlo desde el hombre. Hay instancias superiores que en cada época instan real y verdaderamente sobre el pintor para decidir, desde fuera de su arte, el brillante e inspirado ejercicio de sus pinceles. Por eso, aunque determinados modos de pintar o maneras de la sensibilidad excluyan por sí mismos determinados contenidos, es más probable que éstos estén ausentes de antemano de la formación total del hombre. El problema básico del hombre es, como quería Luis Vives en los albores de nuestra Edad de Oro, el de su formación. ¿Y no es por falta de formación humana, en el sentido más riguroso de la palabra, por lo que han estado ausentes de los pintores –como también, aunque en menor grado, de los poetas– esos contenidos? Por lo menos, ausentes en la medida necesaria para que no pudieran ser incorporados por ellos a su arte. Ausentes de su unidad espiritual, aunque en su diversidad vital siguieran estando presentes. Así se explica que el pintor católico –por ejemplo–, creyente y practicante como hombre, no pudiera pintar el tema religioso. Y hasta alguno habrá podido creer sinceramente que, si lo pintaba, profanaba al par su religión y su arte. Este tipo de actitudes no se explica si no se tiene en cuenta que la unidad orgánica del mundo espiritual había quedado reducida a una serie racional de compartimientos estancos. Y uno de ellos, el cubismo, era una manera de pintar el hombre desde su diversidad vital, en que la angustia que debía producirle, humanamente, dicha situación, estaba sustituida por el juego. El puro juego era su única trascendencia porque revelaba su falta de servicio, como arte, al tema literario.
Una pintura sola, inventora de su propia substancia y sin tema de representación, no tiene sentido humano, aunque pueda ser objeto de estimación artística. Pero es que el arte no se puede estimar desde el arte mismo –ni desde la vida–, sino desde la integridad del espíritu. Y éste sólo puede humanamente complacerse en lo que previamente ha sido puesto por él: la representación. El arte, desde un punto de vista espiritual, es tan humano como la vida. Y aceptar la representación es reconocer que durante todo el proceso de creación artística el cómo depende del qué. La pintura cubista había roto los límites de la comprensión humana. El reproche más común y justificado que le hacía el público era el de que no la entendía. Y es que el cuadro tiene que contener todos aquellos qués que ayudan a comprender el cómo. El cómo está pintado el cuadro es, tal vez, el único valor estético; pero el qué es un valor humano integral, sin el cual toda otra estimativa se convierte en fantasma.
La plástica, el cómo, es cuestión de pura sensibilidad; pero el arte no: el arte es cuestión de espíritu. Y entre una y otro están todos esos temas arrinconados hoy día, como patrimonio humano del artista. Los temas que han de ser aceptados, cuidados y trascendidos para que el arte sustantivo se sienta gloriosamente adjetivado por ellos. Por eso, es menester que los artistas lleguen a adoptar otra actitud humana frente a su arte. En poesía, ya parece ser que, libertados los poetas de la influencia que la poesía pura plástica de los vocablos venía ejerciendo sobre ellos, vuelven a entrañar las palabras los contenidos imaginativos más espirituales. La palabra, como sangre sonora del espíritu, vuelve a responder del hombre entero en sus dimensiones más serias y fundamentales. En pintura, a mi juicio, la situación es peor porque se había exagerado mucho su valor como arte de creación poética. No solamente a los pintores, sino a todos nos alcanzaban los perjuicios de una educación en que lo plástico sustituía a lo intelectual, y dentro de lo plástico, lo puramente táctil –el tacto es el más terreno y ciego de los sentidos–, a lo visual, al sencillo milagro de los ojos. Pero ya en la mirada del hombre, más importancia que la apreciación de las calidades materiales –aunque exista una belleza de la materia–, tiene la apreciación del espacio y, en él, de la figura.
Todo eso es literatura, dirá el muy docto y entendido en estética. De acuerdo; y toda su estética, ciencia, más o menos positivista. Frente a la obra de arte hay una primera actitud insuficiente: la del que, falto de sensibilidad natural o de educación estética, la estima sólo por sus valores vitales, de orden más o menos elevado, ajenos a su belleza intrínseca. Pero hay una segunda actitud también insuficiente, aunque sea necesaria para gozar de su belleza: la del estético puro que prescinde del qué para fijarse sólo en el cómo. Desde esta segunda actitud, se me escapa del espíritu toda la trascendencia humana –por la novedad de su temática– de la gran pintura española del xvii. Mejor dicho, ¡a mí que se me va a escapar! Se le escapará al estético que frente a el Greco, Zurbarán, Velázquez, Murillo, representantes de los más altos valores espirituales españoles, se coloque exclusivamente en ella. Por eso yo le invitaría a él también, como invito a los artistas, a la literatura, a la única actitud suficiente que reúne las anteriores, superándolas humanamente. Les invitaría a todos al qué y no sólo al cómo, de cada obra de arte. Este es el paso que no tendrá más remedio que dar todo el que –joven y creador en este momento histórico de España– sienta su vocación artística desde la unidad y la altura de su espíritu.
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{1} Temas secundarios en una pintura de la representación, han pasado a primer plano por la exigencia desmedida de la plástica.