Filosofía en español 
Filosofía en español


Carlos Micó

Una extraña visita

Para D. Mariano de Cavia

Era yo entonces torrero del faro que está situado en la costa oriental de Terranova. Elegí esta humilde profesión para poder darme más de lleno a la vida ascética que exige la práctica del ocultismo, al que me he consagrado. En aquellas soledades me era más fácil poner a tono mi corazón y mi mente con la gran mente y el corazón de la Humanidad entera.

Aquel día en que ocurrió lo que voy a contaros, era un día triste, desolado y tormentoso, de entrada de invierno; al caer la tarde, cuando el sol, que apenas si había lucido breves instantes, comenzaba a velarse, el horizonte se ensombreció, la atmósfera se preñó de una niebla cobriza.

Del cielo tempestuoso pendían nubes como trombas sobre la cabellera asustada y trémula del bosque cercano, que hacía llegar hacia nuestra torre sus bramidos. Y el mar, embravecido, gemía su clamor confundiéndolo con el de los árboles. La Naturaleza entera se estremecía, produciendo, con sus múltiples voces, esa nota fundamental cuyo tono corresponde al Fa, como han reconocido los buddhistas, los físicos modernos y los músicos, que consideran esa nota como la tónica de la Naturaleza. Los chinos aseguran que las aguas del Hoang-ho, al deslizarse, entonan el Kung, llamado el gran tono en la música china, y que corresponde al Fa.

Como había sonado la hora destinada por mí diariamente para hacer el Yoga, procuré aquietar mi mente, matando la multitud de pensamientos y sensaciones que me sugería la tormenta, para empezar la meditación; me replegué hasta el fondo de mí mismo, elevándome al principio de las cosas. Pero me era más difícil que de costumbre sostener la mente fija en el objeto de la meditación; me distraían los relámpagos, que parecían jirones del cielo caídos en un pliegue de la próxima montaña o en el mar.

Súbitamente entró en la habitación que yo ocupaba, que era la más alta de la torre, mi compañero de soledad y de trabajo: Gregorio, un hombre, aunque rudo, bueno e ingenuo, que había pasado su vida arriesgándola en la navegación sobre buques mercantes.

Despavorido, me dijo: ¡Abajo hay un hombre!

—¿Un hombre? ¿Estás loco? ¿Quién puede haber llegado hasta aquí, con un tiempo como éste? –le contesté.

En efecto, era imposible que nadie hubiera podido atracar con aquella tempestad en el islote peñascoso en que se erigía el faro. Llevábamos seis días comiendo solamente conservas y pan duro, por la absoluta imposibilidad de que se acercase a nuestra costa la trainera que nos proveía de víveres.

—Pues yo he visto un hombre desconocido. Baja conmigo a verle. Estaba escribiendo sobre la mesa de trabajo.

Bajamos juntos, después de haber discutido; yo, creyendo en una alucinación de mi buen compañero; él, en un fantasma. Pero allí no había nadie.

—Pues yo te doy mi palabra de marino honrado de que le he visto; no me cabe duda –me dijo. Y cogiendo un papel que había encima de la mesa, añadió: –¿Ves? ¡Aquí hay una cosa escrita! ¡Mira!

Era un papel que, en rasgos perfectamente claros e inteligibles, tenía trazadas estas palabras:

«Víctimas de un submarino, que ha echado a pique nuestro bergantín, estamos en el islote desierto que hay a treinta millas de este faro, al Sudeste. Id pronto a salvarnos. Perecemos de hambre. Tommy Driscol.»

Estuvimos un rato callados, perplejos; yo salí, por fin, de mi incertidumbre. ¡No! Aquella no era la letra de mi compañero, era una letra de finos rasgos, clara, neta, de caracteres ingleses, y Gregorio apenas si sabía escribir; además, no se merecía que yo dudase de su buena fe; era incapaz de mentir ni de dar bromas de ese género; siempre había sido muy respetuoso con mis creencias, mis estudios y mis prácticas. Por otra parte, aquel miedo que tenía no podía ser fingido.

Y no me quedó la menor duda de que en el peñón había unos pobres náufragos. A un teosofista no podía asombrarle una visita astral.

¿Cómo auxiliar a esos desventurados que perecían de hambre y de desesperación?

En las horas en que no estaba de guardia para cuidar del reflector procuré dormirme, aunque sólo fuese durante unos instantes, para ver si soñaba con los náufragos; es decir, para tratar de tener alguna comunicación con ellos en el plano astral. Pero fue inútil; no pude pegar los ojos en toda la noche.

En los momentos del amanecer, como si hubiese pronunciado algún mantra que calmase los elementos, se apaciguó el tenaz temporal, y la frescura del alba comenzó a blanquear bajo el cielo estrellado y sobre el añil del mar, que, dicho sea al pasar, nosotros, los estudiantes de ocultismo, sabemos formado por las lágrimas de Saturno en el tiempo cósmico.

Lucía radiante el sol en el glorioso e infinito azul, cuando a la media mañana atracó a la costa de nuestro abrupto islote la trainera que nos traía los víveres.

Conté el caso a los muchachotes que la tripulaban, y bajo mi responsabilidad, pues habían tomado el caso a chacota, ordené poner proa y bogar hacia el peñón donde suponía que habían de hallarse los desventurados náufragos. Mi compañero, el bueno de Gregorio, quedóse en el faro, de guardia, lleno de ansiedad, en espera de nuestro regreso.

Al breve rato de haber alcanzado con nuestra vista el peñón, supuesto albergue de nuestro no menos supuesto visitante, pude observar con mi catalejo que de una verde y lozana mancha de maleza se destacaba un grupo de hombres que también debían habernos divisado, a juzgar por las señas que nos hacían con un trapo amarrado a la punta de un palo que enarbolaban desesperadamente.

¡Allí estaban!

Llegamos, por fin, a ellos.

Algunos, los que aún tenían un poco de energía, lanzáronse a nado a nuestro encuentro, temerosos, con ese egoísmo que da la visión de la muerte, de que en la barca no hubiese sitio para todos.

El cuadro que se presentó a nosotros no podía ser más trágico, de más honda, desoladora y horrenda tristeza. Entre aquella gente exhausta, deshecha, aniquilada, encontramos tres cadáveres: de una madre y sus dos hijas. Un hombre joven llamó principalmente nuestra atención por su estoica indiferencia hacia el socorro que le llevábamos; cuando todos habían acudido ansiosos a nuestro alrededor, él permanecía como absorto, ensimismado, sin acercarse al grupo: había perdido el juicio al ver ahogarse en el naufragio a su padre, sin poder salvarle.

En el trayecto, cuando nos encaminábamos hacia el faro, nos fueron relatando la historia de su naufragio, una historia ya vulgar, por lo repetida.

Al desembarcar en las orillas del islote donde se asentaba la torre, Gregorio, mi camarada, nos esperaba anhelante.

La presencia de uno de los náufragos infundió, de una manera fulminante, enorme espanto en su ánimo.

—Este hombre –dijo aterrado– es el que vino ayer aquí. Este es el que estuvo escribiendo en nuestra mesa. ¡No era ningún fantasma!

Y señalaba a un hombre joven, de aspecto distinguido, que parecía tener en la mirada el color y la melancolía del mar que baña las costas de Inglaterra, su país indudablemente, a juzgar por su porte y apariencia.

—¿Cómo se llama usted? –le interrogué.

—¿Yo? Tommy Driscol –contestó, asombrado ante la escena que se estaba desarrollando ante él.

Entonces contamos el caso.

Y ante la estupefacción de todos los que lo escucharon, dije al náufrago, una vez que nos hubimos instalado en el gabinete de trabajo, adonde los condujimos para reconfortarles con víveres al amor de una lumbre cordial y misericordiosa:

—Le ruego que escriba usted en esa cuartilla–, y le dicté las mismas palabras que aparecían estampadas en el papel misterioso.

Escribió dócilmente, y mientras se quedó ensimismado pensando seguramente en lo misterioso de lo ocurrido, cambié el papel que acababa de escribir por el que había aparecido allí mismo el día anterior y, entregándole éste, le dije:

—¿Reconoce usted que ésta es su letra?

—¡Naturalmente! –contestó después de examinarla–. Pero ¿no ha visto usted que lo acabo de escribir en su presencia?

¡Las dos cuartillas eran exactamente iguales!

Como todos, desorientados, querían dar su opinión y hacer absurdas conjeturas, el capitán del navío hundido, un viejo y rudo hombre de mar, impuso silencio, y nos contó que el salvador, Tommy Driscol, había caído, extenuado por la fatiga, el hambre y el miedo, en un letargo profundísimo a la misma hora exactamente en que mi compañero le había visto a su lado.

—Al despertarse –añadió– nos dijo muy alegre y optimista que tenía el presentimiento de que unos torreros nos salvarían, porque él lo había soñado. Y nos describió un faro cuyo aspecto exterior y disposición interior eran iguales a éste.

—Es verdad –siguió Tommy Driscol, el náufrago que con su desdoblamiento había salvado su vida y la de los demás–. Tengo idea de haber estado aquí alguna vez antes de ahora; reconozco todo esto, que casi me es familiar.

Y con esa serena calma peculiar en los hijos de Albión, encendió la pipa que yo le ofrecí, después que hubo restaurado algo sus fuerzas con un buen caldo caliente y un magnífico plato de vegetales.

Carlos Micó
Miembro de la Sociedad Teosófica

Dibujos de Bartolozzi