Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Francisco Carmona Nenclares ]

La muñeca asesinada

La muñeca asesinada

Era una noche de Mayo. Creo que yo había bebido más que de costumbre. Caminaba de una manera vacilante. Mi fantasía inquieta me llevó como por encanto hasta cerca de las murallas de aquella ciudad, extraviándome en un barrio lejano donde se celebraba una feria.

Empezaba a llover cuando llegué. La gente buscaba refugio en los cafés de los alrededores. Yo carecía de la suficiente lucidez, para imitarla. Me era imposible darme cuenta de mi situación. Iba de frac. Además, llevaba sombrero de copa. Supongo que estaba haciendo el ridículo en aquellos lugares, llenos de hombres de gorra y mujeres sin nada a la cabeza.

Afortunadamente la explanada donde encontré reunidas las barracas estaba desierta… Aún se oía alguna que otra música. El cielo, color de tinta, parecía un gran vidrio cóncavo… Yo deambulaba muy despacio. No podía fijar en nada el pensamiento.

El azar me encaminó hacia una escondida plazoleta iluminada apenas por la luz de un mechero de gas. Me acerqué a un tinglado de madera cubierto de lona gris. Pudiera haber seguido mi camino, evitando aquella detención, pero no sé qué caprichoso demonio me retuvo en tal paraje, incitándome a levantar discretamente la lona empapada…

Mi espíritu, turbado, se figuró que detrás de ella se abría la boca de algún antro obscuro.

No vi nada en el primer momento. Arrojé la burda tela sobre el techo. Entonces distinguí, destacados por la oscilante luz del gas, a cuatro individuos sentados con la mayor seriedad: un hombre de frac, como yo, y cubierto también con un sombrero de copa; una mujer vestida de novia y una pareja de palurdos grotescos. Todos tenían la cara encarnada. Sonreían como bobalicones. No estaba borracho hasta el punto de ignorar que tenía delante los muñecos de un pim-pam-pum. Confieso que al darme cuenta de mi situación hice un movimiento instintivo de repugnancia… Pero sentí de pronto palpitar en mí un alma infantil. Hallé sugestivo, divertidísimo, el bárbaro placer de golpear aquellas carazas imbéciles. Llamé:

—¡Eh! ¿Quién despacha?

Retumbó mi voz. Un eco me devolvió el grito. No respondió más que un trombón de circo que a lo lejos, a pesar de la lluvia, se obstinaba en destrozar un vals… Pronto distinguí una cesta en la obscuridad. Dentro de ella debían aguardar las pelotas. Puesto que no había nadie, me serviría yo mismo. Cogí una. Apunté al novio… El proyectil le dio en medio del pecho. Cayó hacia atrás.

—¡Ya hay uno! –me dije.

De otros dos pelotazos derribé a los palurdos. Cayeron, produciendo un extraño ruido melancólico. Quedaba la novia. Puesto que me encontraba tan hábil no tenía por qué perdonarla. Me apoderé de otra pelota; apunté a la cabeza… Entonces me pareció que el horrible rostro de la muñeca cambiaba de expresión. Sí. Tenía delante una carita pálida y dulce, de ojos negros, inmóviles, que parecían implorar clemencia.

* * *

Yo estaba seguro de que me engañaba a mí mismo. Era mi imaginación la que prestaba una belleza interesante a aquella muñeca. Pero no tenía ya ganas de seguir tirando. Bajé la lona violentamente. Miré en torno mío. La lluvia seguía cayendo. Había algo como de cansancio en su monotonía. Continué mi solitario paseo. La música del circo lejano sonaba con aire de queja.

Apenas me alejé veinte pasos de la barraca cuando oí junto a mí una vocecilla que murmuraba:

—¡Caballero! ¡Caballero!

Temí un atraco. Aceleré el paso.

—¡Caballero! ¡Caballero! –repetía la voz obstinadamente.

Volví la cabeza. Vi a mis pies a la muñeca del pim-pam-pum. Levantaba hacia mí sus bracitos. Arrastraba en el barro su vestido blanco. Me estremecí.

—Bueno. ¿Qué farsa es esta?

No respondió a mi pregunta. Gimió:

—Tú no has querido hacerme daño… Llévame contigo.

Sus hermosos ojos tristes me miraban con tanta ternura que no tuve valor para rechazarla. Sin embargo, la interrumpí con dureza:

—¿Qué quiere decir esto? ¿Me lo explicarás?…

Sus manos tocaban las mías. La levanté del suelo. Pesaba menos que un pájaro. Su vestido estaba empapado en agua sucia. Tenía el pelo descolorido, revuelto.

—Ven –le dije.

La cogí en mis brazos y comencé a andar resueltamente. Pero no sabía a qué sitio dirigirme. Caminé sin rumbo durante no sé cuánto tiempo. La muñeca me parecía una preciosa carga, y procuraba apartarme del camino de otros transeúntes, temeroso de sus miradas. Cuando ya estaba cansado llegué a una amplia avenida desierta. Había allí faroles de luz fuerte y blanca.

Me acerqué a uno de ellos. ¡Ah!… Me di cuenta entonces de la enorme sensiblería de mi vino. Tenía en las manos no la niña vestida de novia que me había detenido en mi paseo, sino una muñeca vulgar, chata, de ojos redondos que parecían mofarse de mi romántico vino. No recuerdo si en aquel momento supe reírme… Arrojé la muñeca al suelo y eché a correr, despavorido.

La muñeca quedó en medio de un charco, contemplada de soslayo por la claridad temblorosa de un farol cercano. Debía parecer una muñeca asesinada.

F. Carmona NENCLARES

(Dibujo de E. Espada)