Los odios de razas
Jornadas de sangre en Palestina
Un aspecto parcial de Jerusalén.
La ciudad Santa profanada de nuevo por los árabes.
Otra vez la tierra de Jerusalén, la tierra sagrada de los momentos culminantes de la Vida y Muerte de Jesucristo, se ha visto ensangrentada por los odios de las razas que en torno al Santo Sepulcro parecen destinadas a perpetuar la tragedia de las diferencias entre los hombres.
No son esta vez cristianos peregrinos o heroicos cruzados de Europa, iluminados por la fe, los que caen acuchillados al pie de los muros de la Ciudad Santa. Son israelitas y mahometanos los que ventilan en furiosos ataques sus rencores seculares.
Hebreos y árabes, que con los cristianos forman los dos mayores núcleos de la población en Jerusalén, han empezado a ventilar sangrientamente, más que sus diferencias sociales, sus odios tradicionales. A centenares han caído en las calles de la ciudad de Dios las víctimas de los furores homicidas de ambos bandos.
Impotente la Policía para contenerlos, judíos y musulmanes llevan varios días acuchillándose en Jerusalén. Los hebreos, hechos fuertes en las proximidades del Muro de las Lamentaciones, se defienden a tiros de los asaltos de los árabes, que se vengan de ser rechazados lanzándose al saqueo del barrio judío de la ciudad.
Los sucesos, que se engendraron en un mercado de Jerusalén, han tomado en seguida esa vigorosidad con que el odio lo fecunda todo, y la ráfaga de violencia y de muerte amenaza extenderse ya por toda Palestina… Palestina, que Inglaterra quiere que sea para el pueblo judío la tierra prometida por las Escrituras. Deseo político de la gran potencia europea que no pasa de ser, como casi siempre en las grandes pugnas materiales, bellas palabras para encubrir diplomáticamente, con un velo romántico, más reales ambiciones.
Palestina, bajo el protectorado o mandato inglés, no se libra del estigma de inquietud, de miseria, de violencia convulsa que parece pesar sobre ella, como una divina maldición, desde que en el principio de nuestra era fue teatro de la gran tragedia que culminó en el Gólgota. La tierra donde Dios hecho hombre cayó víctima de la humana maldad, no pudo redimirse con la sangre del supremo holocausto.
Castigo milenario el de no haber paz jamás sobre la tierra donde murió Cristo predicando la paz entre todos los hombres. En torno al Santo Sepulcro han ardido perpetuamente los odios de todas las razas… Fue así a lo largo de todas las centurias, y no se interrumpe la tradición maldita.
Al contrario, cada día se reaviva con una nueva discordia. Jerusalén es una perenne Babel de confusión: todas las razas, todas las lenguas, todos los fervores y también todos los rencores seculares se aglomeran en ella.
Los cristianos, guardadores del Santo Sepulcro, se entremezclan con las multitudes israelitas y mahometanas; sacerdotes católicos rozan sus vestiduras con las de los popes rusos y patriarcas griegos, andrajosos santones de la Meca, beduinos del Desierto, pastores de las iglesias inglesas y alemanas, peregrinos de todas las razas y todas las lenguas…
Vanos, en esta heterogénea ciudad, los esfuerzos ingleses por unificarla, por hacerla capital de una teórica patria del pueblo de Israel.