Manuel García Morente
Manifiesto de los Amigos
de la Unidad Moral de Europa
¿Qué actitud ha adoptado el socialismo alemán ante la guerra? Al principio ha apoyado resueltamente al gobierno. El 4 de agosto, la minoría del Reichstag votó los créditos extraordinarios para la guerra. Los periódicos y las revistas del partido aplaudieron sin reservas esta decisión. Los sindicatos y asociaciones obreras profesionales declararon hallarse dispuestas a defender la patria.
Pero, pasados los días patéticos de entusiasmo, han empezado a oírse voces discordantes en el concierto patriótico. Rosa Luxemburg, la rosa roja, y Carlos Liebknecht, el niño terrible del partido, se han alzado contra las decisiones tomadas. El 2 de diciembre, cuando el gobierno solicitó la aprobación de nuevos créditos militares, el voto de la minoría socialista no fue unánime. Algunos se abstuvieron: Liebknecht votó en contra y ha vuelto hace poco a escandalizar a la Cámara prusiana.
Y el movimiento lleva trazas de cundir, porque se oye la voz de Kautsky pidiendo silencio, y las voces furibundas de los derechistas del socialismo, afirmando que la democracia social alemana no está representada por Liebknecht y sus amigos. El gobierno ha intervenido en esta cuestión de familia con el argumento contundente. Suprime los periódicos pacifistas con la siguiente motivación textual: «Por haber criticado con violencia la patriótica actitud de la democracia social.»
¿Vencerán pacifistas o patriotas? Es imposible augurar nada. Pero el comportamiento del socialismo alemán durante esta guerra representa, creo yo, una victoria de la fracción revisionista.
El partido socialista alemán no se ha planteado nunca en serio la cuestión de la guerra. Su revista oficial El tiempo nuevo –Die Neue Zeit– lo dice en uno de sus últimos números. «Hemos debido prever el caso y decidir de antemano, con toda tranquilidad, la actitud que íbamos a tomar.» Y es que, en realidad, esa cuestión no le interesaba hondamente, y además, la temía. Desde los comienzos de su desarrollo, el partido se ha dedicado principalmente a remover la clase trabajadora, a despertarla a la vida pública, afilando su sensibilidad para sus intereses proletarios. Los resultados de esa actividad han sido gigantescos: una organización perfecta, una disciplina electoral inquebrantable, gran abundancia de dinero –hay un millón de miembros que pagan cotizaciones–, una meticulosa jerarquía burocrática, cuatro millones de electores, un centenar de diputados, 91 diarios, 65 imprentas.
Pero esa grandiosidad ha sido un lenitivo. A la mejora del proletariado han cooperado dos causas: el estupendo desarrollo económico del país entero y la poderosa influencia ejercida por las fuertes organizaciones del partido. Esto ha dado por resultado: 1.°, que se ha robustecido la solidaridad nacional; los trabajadores alemanes admiran y veneran su país, se sienten profundamente interesados en su ascenso industrial y comercial; 2.°, que las organizaciones del partido se han impuesto como algo intangible. Ante el deber de conservarlas y fortificarlas, retroceden todos los demás intereses. Baste un ejemplo. Los socialistas alemanes no se han decidido a conquistar revolucionariamente el sufragio universal en Prusia por no poner en peligro las organizaciones del partido.
Este estado de espíritu ha hallado últimamente su expresión franca y sincera en el movimiento revisionista. Este movimiento preconiza una política nacional, económica, colonial que ha llegado a calificarse con el extraño nombre de imperialismo socialista. Su principal teorizador ha sido Gerhard Hildebrand. Cierto que Hildebrand fue expulsado del partido en el Congreso de Chemnitz en 1912. Pero sus secuaces son legión y el partido los conserva; son además los ingenios más exactos y científicos; siguen escribiendo, hablando y difundiendo su nuevo socialismo de negocios, comercial, colonial y... militarista.
He aquí la teoría en dos palabras. La prosperidad de las clases trabajadoras depende: 1.º, de una ascensión continua de la producción industrial conforme al aumento de población. 2.º, de una extensión territorial suficiente para alimentar y vestir a la población. Los países agrícolas hácense industriales para evitar la emigración del exceso de población agraria. Este industrialismo repercute en la actividad agraria intensificándola y extendiéndola. Mas llega un momento en que la industria crece más que la agricultura. Entonces hay que buscar nuevas tierras cultivables que sirvan para proporcionar alimentos y primeras materias y para constituir mercados nuevos que den salida a la producción industrial. Una nación socializada tendría también industrias y población: necesitaría, pues, también colonias. El socialismo industrial y el capitalismo industrial son enemigos por dentro. Pero por fuera tienen el mismo límite: la nación, y hay entre ellos una elemental solidaridad: la nación.
En consecuencia, la clase obrera alemana tiene un interés vital en favorecer las expansiones de la nación alemana. «Aun desde el punto de vista socialista, la ocupación de dominios coloniales, es hoy una necesidad para Alemania.» Es más: el mundo debe repartirse de un modo socialista, es decir, justo y proporcionado a las necesidades de cada país. En este sentido, Alemania tiene menos de lo que le corresponde. Mientras no se haga ese reparto socialista pacífico, «debemos los alemanes perseguir, unánimemente, si es preciso, el triunfo de los intereses vitales permanentes de nuestra nación.» Esto lo escribía Hildebrand en 1911.
Expulsáronlo del partido. Pero siguieron en él sus amigos. Los Cuadernos mensuales del Socialismo perdieron a Hildebrand, pero conservaron a Quessel, a Schippel, a Leuthner: todos sus redactores y su editor son revisionistas, coloniales. En esa revista se ha dicho – antes de la guerra– que el odio a Inglaterra es justo. En ella se preconizó una política de aproximación a Inglaterra, basada en el despojo de Portugal.
En vano fruncía el ceño la compañera Rosa Luxemburg. Los mismos viejos iban excitándose. Votaban los créditos coloniales. Alababan la dimisión del ministro de las colonias, que se fue por juzgar insuficientes las compensaciones que Francia dio en el Congo. La Gaceta popular de Leipzig –órgano del partido– se burlaba entonces de Jaurés y de «su manía del desarme fraternal y otras zarandajas».
¿A quién extrañará, pues, la conducta actual del partido socialista alemán? La guerra ha sido el triunfo de los revisionistas. Así lo dicen ellos. El editor de los Cuadernos mensuales del Socialismo, en el número del 13 de agosto, habla en nombre de la revista: «Los amigos nuestros que hace años se enfadaron con nosotros porque señalábamos cuál era la tendencia real de la política inglesa y pedíamos una política alemana que la contuviera o imposibilitara, comprenderán ahora cuan engañados estaban en su juicio.» Esto es cantar victoria.
Desde el principio de la guerra, los Cuadernos mensuales sostienen, al gobierno. Ingénianse en interpretar socialistamente los actos del poder. Incautarse de alimentos y metales es hacer socialismo de Estado; la guerra, dicen, tendrá la virtud de empujar Alemania por el camino de la socialización. El militarismo alemán es el pueblo alemán; a nadie ha dañado nunca; más bien lo contrario. Formar un ejército de jóvenes de diez y seis años es realizar la «preparación militar de la juventud» pedida por los socialistas, &c. Pero hay más: reconocen que la Internacional se rompió el 1.° de agosto, mas creen que se restablecerá después de la guerra con una misión nueva. ¿Cuál? La de hacer el reparto socialista de las colonias según principios justos, contrarios al monopolio de determinados grupos de naciones. ¡La Internacional obrera puesta al servicio del industrialismo alemán!
Hasta ahora, a pesar de Rosa Luxemburg y Liebknecht, el socialismo alemán se mantiene o en silencio o a tono con los revisionistas patriotas. Podría ocurrir sin embargo más adelante que el hambre desatara las lenguas y los brazos y diera al traste con las predicaciones patrióticas. Pero esto significaría también la victoria del revisionismo, porque el origen de tal movimiento no sería una convicción ideal, sino las necesidades reales de Alemania, resignada a detenerse en su desarrollo ante una conjunción insuperable de obstáculos.
De todas maneras creo que el socialismo, después de la guerra, experimentará en todas partes hondas transformaciones. Desaparecerán sus dogmatismos universalistas, esa inacción en que se anquilosa mirando al futuro. Inquirirá el presente, las realidades nacionales; estudiará, investigará, fomentará, se esparcirá en mil movimientos distintos; buscará fuentes nuevas de acción, y, despertando de su hipnotismo político, perderá su ingenua fe en el Estado y vivirá una vida realmente social, la vida política de mañana. Los dogmas se tomarán en ideales amplios. Socialismo no significará partido ni clase, sino una generosa aspiración, realizable en las diarias conquistas y común a todos los hombres de buena voluntad.