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Miguel de Unamuno

La noluntad nacional

Bueno, ¿y qué queremos? ¿Lo sabemos acaso nosotros mismos? Yo creo que no. Sólo sé una cosa y es que queremos querer, que acaso soñamos querer. Pero voluntad, no ya nacional, siquiera colectiva, de unos pocos escogidos, ¿dónde la hay? Cada uno quiere, es cierto, su cosa; mas ¿dónde está aquella sola y misma que todos, o por lo menos muchos, queramos?

Que no hay conciencia nacional decimos. Ni siquiera voluntad nacional. Si la hubiera, del querer brotaría el pensar. Pero los españoles, como tales, sólo parecen querer que se les deje morir en paz. Morir, no vivir. España no quiere nada fuera de sí misma, es decir, no quiere nada. No quiere dominio territorial; no quiere dominio espiritual tampoco. Ni quiere soñar ensueños que dar a los demás. Duerme sin soñar.

Mi voluntad ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer.
Mi ideal es tenderme sin ilusión alguna…
Así cantó Manuel Machado. Y así España. Tal es también su ideal.

«¿Qué quiere España?» –me preguntaba un amigo extranjero. Y le contesté: –«España no quiere nada, sino que la dejen». Y así hasta Dios la deja de su mano.

Apenas hay hoy nación histórica de algún bulto que no pretenda tener en algo la primacía. Menos nosotros. En todo, tomados colectivamente, en todo lo que puede valer con valor universal, nos reconocemos inferiores. Y en esta falta, no ya de orgullo, de dignidad colectiva, el orgullo individual de los pocos españoles que por gracia de Dios le tengan, aparece más monstruoso, ¡Enorgullecerse de ser español en España!

Que no haya deseo alguno de expansión territorial o espiritual se comprende, aunque haya que lamentarlo; pero es que no hay deseo de nada. Unos cuantos se quejan, dicen que a nombre de los demás; pero los demás no se quejan. Viene un azote cualquiera, una plaga del campo, y los perjudicados mismos parecen no conmoverse. La insensibilidad, hasta para con los propios males, pone espanto. Y no se diga que es resignación, no. ¡Es callosidad!

Oigo decir que el país despierta, pero lo que yo veo es que a nadie le importa nada de nada. Con dejarle a cada cual echar su partidita o lo que sea y engullir su puchero, que no le den quebraderos de cabeza «¡Déjeme usted en paz, hombre!» Y en paz estamos. ¡Y tan en paz! A pesar de las apariencias en contrario.

Y tú, lector, que lees esto, tú eres casi de seguro, uno de tantos, esto es, un neutro. ¿Y sabes lo que es un neutro? Pues uno que no es ni masculino ni femenino, uno que es cosa y no hombre. Porque si pareciendo hombre en cuanto al cuerpo fueses mujer de instinto –y mujer en cuerpo de hombre es cosa muy triste; más triste que hombre en cuerpo de mujer– serías algo aún. Pero ni eso. Porque no sólo no obras, pero sí sufres. Dejas que ruede el mundo porque dices que no lo has de arreglar tú.

«¡Y qué voy a hacer yo?» –me dirás–. ¡Qué sé yo…! Es decir, sí lo sé. Revolverte, agitarte, querer algo. ¿Qué? ¡Lo mismo da! ¡Querer, querer, querer! Y ya la voluntad encontrará su objeto y se creará su fin.

No se quiere sino lo que se conoce de antemano –dijeron los escolásticos–. Pero yo te digo que no se conoce sino lo que de antemano se quiere. El mamoncillo busca y encuentra la teta de su madre sin haberla conocido antes. Pero aquí ni ese instinto, como a nación, como a colectividad, nos queda.

Acaso estés alistado, lector, en algún partido político, bajo un jefe más que bajo un programa. Pero eso entre nosotros no tiene nada que ver, de ordinario, con la voluntad nacional. Los que forman el comité de un partido político no quieren nada para la nación. A lo sumo para sí mismos. Mas de ordinario no quieren sino matar el tiempo. Y si eres diputado provincial, por ejemplo, peor que peor, porque eso es ya el acabóse de la inanidad política. Te pones a hacer elecciones con el mismo espíritu –¿espíritu? ¡no! ¡bueno, lo que sea!– con que te pones a jugar al chamelo. Y a lo mejor se te ocurre decir que está ya comprometido tu amor propio. ¿Amor propio? ¡no! Eso que llamas tú amor propio no es sino tontería. Tontería, sí, así como suena, tontería. Lo único que tú quieres es que te dejen en paz.

¿Sabes, lector de un rincón de provincia, lo que hace ese tedio que, como una llovizna helada, cae sobre nuestras almas, y las cala hasta el tuétano, y nos arrece, y nos envejece antes de tiempo? Pues es que no queremos nada como pueblo, como nación. Alguna vez, esa tu aldea, villa o ciudad, se quejará diciendo que la tienen abandonada, que es una Cenicienta –este tópico de la Cenicienta se emplea mucho en nuestras soñolientas ciudades provincianas–; pero repara en que esa tu aldea, villa o ciudad, no quieres nada, absolutamente nada para España.

Y si perteneces a algún Instituto, mira bien cómo ese Instituto a que perteneces tampoco quiere nada, absolutamente nada, sino que le dejen en paz. Y dejar él en paz a los demás, es decir, no hacer nada. A lo sumo, cada uno de los que lo componéis deseáis que os suban el sueldo y os disminuyan el quehacer. Medro de jornal y mengua de jornada. ¡Y a vivir! Lo que quiere decir: ¡a morir!

¡Haragán, haragán, haragán! No eres nada mas que un haragán. Y eso aunque cumplas estrictamente con lo que llamas tu obligación. Y a las veces ese estricto, esto es, rutinero cumplimiento de tu obligación es la más exquisita forma de haraganería. No conozco haraganes mayores que esos celosos funcionarios a quienes les salen canas en la cabeza y callo en el trasero después de cuarenta años de servicios en su oficina. Ellos no se metieron nunca con nadie.

«¿Y qué podemos hacer?» –me preguntarás–. Pues mira, podemos hacer una cosa y os sugerirnos una inquietud, por vaga que sea, y empezar a dar vueltas y a chillar, aunque sea inarticuladamente. Y tú puedes empezar a querer llevar el nombre de tu patria, sobre el tuyo o sin él, fuera de ella. Todos, cada uno según sus fuerzas y su voz, podemos gritar algo de la frontera allá. Y para ello enterarnos de qué es lo que embarga los ánimos a los otros hombres y dar nuestro parecer, nuestra palabra. ¿Que no nos lo piden? ¡Y qué importa! Si todos los españoles nos pusiésemos a gritar algo a los que no lo son, acabarían por oírnos y por preguntar: «¿Y qué dicen esos?» Y entonces llegaríamos  a tener voluntad nacional.

Sí, hay quienes creen que acaso preocupándonos de lo que pasa fuera, de las preocupaciones de los otros, acabaremos por tener propias preocupaciones.

No hay voluntad nacional, no hay conciencia nacional, porque no hay voluntad internacional, no hay conciencia internacional entre nosotros. Y estoy convencido de que hasta la resolución del más ínfimo problema de índole local depende de que nos sintamos nación frente a las demás naciones y junto a ellas. El régimen de administración local depende de la posición internacional. Es perder el tiempo, verbigracia, hablar de los males de la emigración y buscarles remedio mientras no pongamos en claro qué es lo que quiere España, como nación, para con las naciones americanas que surgieron de sus colonias de antaño y adonde van esos emigrantes. Es perder el tiempo discurrir sobre derechos de importación, tratados de comercio, zonas francas, etc., mientras no se quiera que España sea algo más que un mercado de compraventa para con las demás naciones de cuya concurrencia industrial y mercantil queremos defender a nuestros industriales y mercaderes.

Para vivir como nación hay que vivir con las demás naciones, y para vivir con las demás naciones hay que pensar y hay que querer como nación algo más que vivir. «¡Que nos dejen en paz…!» No; harán bien en no dejarnos en paz, en la paz mortífera de esta voluntad nacional.

Y luego dirán algunos pobres diablos que se nos desprecia y se nos desdeña. Hacen muy bien; porque para los más de nosotros el horizonte del mundo termina en las fronteras de la patria.

Y esto os dice un español que lleva años trabajando con su pluma desde España, pero fuera de España y para ella, y buscando –si no lo encuentra no es su culpa– un anhelo que sea el anhelo de su patria. Pero es más cómodo apuntarnos, a lo sumo, en un partido político y echar la partida de chamelo o de tute por las tardes. Y no pensar ni querer nada.

Miguel de Unamuno