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[ Enrique Díez-Canedo ]

España y Galdós

por E. Díez-Canedo

Muere Galdós en uno de los más graves momentos de crisis nacional. Postrado en sus últimos meses por el mal invencible y los años, todavía su mano encontró fuerza para poner su nombre glorioso al pie de un documento en que se pide la rectificación de una tropelía. No podía hacer más. Su voz, nunca apagada en los momentos de tensión civil, tan frecuentes en los tiempos aun no cumplidos, está callada para siempre. Pero no ha mucho resonaba desde el tablado de sus triunfos, en una obra más, fruto de su ancianidad laboriosa para decir, por boca de uno de sus personajes, unas palabras que, refiriéndose a «Santa Juana de Castilla», a la Reina Loca, parecían retratar a la España de hoy, de este hoy que empezó muchos años atrás y que todavía no atardece: «Su único desacierto consiste en no darse cuenta y razón del paso del tiempo».

De ese hoy ha sido Galdós conciencia y acicate. En su obra no puede verse tan sólo un reflejo vivaz hecho a fuerza de arte con la intuición que da el genio, de toda una época; existe en sus páginas también un anhelo más alto, que va parándose y cobrando fuerza ya en el intento de un héroe, ya en el sueño de un loco, ya en el ímpetu, ciego lo mismo que la fe, de un pueblo en revuelta. Si una denominación general pudiera recoger el espíritu animador de esta obra, el que se desborda del puro interés literario, sería quizá alguna por el estilo de esta: los orígenes de la España futura.

Por desgracia, en aquellas creaciones suyas, levantadas sobre cimientos de historia patria, cada final de época está señalado por un derrumbe. Los Episodios Nacionales van a Trafalgar a la víspera de Cavite y Santiago. La hoguera patriótica de comienzos del siglo y las luchas por la libertad, contra absolutistas y facciosos, la romántica pugna por un régimen más amplio, las nuevas esperanzas de una monarquía joven, pasan por estos libros amados, cada uno de los cuales es un latido del corazón de España, para deshacerse muy pronto en catástrofe. Este fue el triste sino de Galdós, nacido para cantar victorias; pero su ánimo generoso, su potencia constructora, levantaron, en esas otras ficciones novelescas, tan empapadas, no ya en la historia, sino en la realidad de España, un vasto edificio de los que no se arruinan a cada momento. En las «novelas contemporáneas» y en el teatro, que no es esencialmente distinto de ellas, está la filosofía de todo Galdós, y a esa luz los mismos Episodios adquieren su significado trascendental de creencia en una España mejor cuyos precursores han lanzado su grito, han blandido su espada en una lucha que, si aún no ha llegado a su término, de ningún modo puede ser estéril.

Porque también hay una continua batalla, más fuerte todavía, si se quiere, en las Novelas que en los Episodios. Es una batalla entre las fuerzas oscuras que asedian al hombre en la relación con sus semejantes, en el hogar y hasta en lo íntimo del pensamiento. ¡De qué modo ha sabido encarnarlas Galdós en figuras inolvidables! Hoy decimos Pantoja, como se decía Tartufo. No es Pantoja un equivalente español de personaje de Moliére, sino un tipo de la misma familia, pero en todo diverso. Tartufo es un farsante; Pantoja, no. Mucho se ha combatido a Galdós en España por caracteres como este, tan abundantes en su obra entera. En ella, los sentimientos de días lejanos, convertidos en secas fórmulas, extienden sus tentáculos para ahogar los espontáneos impulsos, las nuevas creencias, nacidos con la transformación de los tiempos. Vencidos o vencedores, los héroes de Galdós se hallan siempre cara a cara con ese espectro anacrónico; porque la sociedad en que viven, como la reina Doña Juana, no se da cuenta y razón del paso del tiempo.

Que esa sociedad es la española en que hemos nacido, nadie lo podrá desmentir.

Ni una mayor comodidad en el vivir –acaso existe– ni un contacto meramente exterior con el mundo son argumentos en contra. A cada instante el hombre de hoy tropieza, en lo moral o en lo jurídico, en lo artístico o en lo económico, con uno de esos fantasmas. Le mandan no creer en ellos, unas veces el patriotismo, otras veces la religión, otras, y son acaso las más de temer, el «buen tono». Pues bien, no; a los héroes de Galdós, ese «buen tono» les tiene sin cuidado. Rompen toda la red de convencionalismos que los envuelve y proclaman su verdad de amor, su libertad de conciencia, más fuerte que la costumbre y la ley. Y esto lo hacen, merced al arte del novelista, como seres vivos, que logran, en el recuerdo, más existencia real que los mismos seres vivos. Cuando olvidemos a los más de nuestros compañeros de estudios, a los más de los hombres con quienes tuvimos trato y comercio, todavía hemos de recordar el nombre y la fisonomía que prestamos a unos personajes vistos solos por unas horas a través de las trescientas páginas de unos de estos libros, porque supieron hablarnos al corazón y a entendimiento. Este arte no es exclusivo, sin duda, de nuestro gran novelista; pero ¡cuán pocos escritores logran, como él, llevar al recuerdo de los demás hombres a los hijos de su experiencia y de su dolor!.

El día 5 de enero fue enterrado Galdós. La muchedumbre, en desorden agravado por la ineptitud edilicia, animó las calles por donde pasaba el cortejo. Caía la tarde cuando éste se dispersó. Muy escasos coches, bastantes grupos a pie, continuaron por el arduo camino del cementerio, en la hora inquieta y desapacible. Cuando el cadáver fue bajando a la fosa, cerraba la noche y empezaba a iluminarse Madrid, a lo lejos. La vuelta a las calles, a las conversaciones, a los hogares, soliviantados por la expectación infantil de los Reyes Magos, traía de nuevo a la mente el recuerdo de Galdós; pero ya no era el Galdós combatiente, apasionado, profeta de «un mundo que nace», sino ese otro Galdós, tan nuestro, tan íntimo, que supo dar estado de arte a toda la humilde vida cotidiana y poner en sus libros tanto amor a estas cosas eternas: el trabajo del hombre, la gracia de la mujer, la risa del niño.