La Gaceta Literaria
Madrid, 15 de febrero de 1927
 
año I, número 4
página primera

Ernesto Giménez Caballero

Conversación con un camisa negra
 

La magia del orden – El barrio de Salamanca y los escritores – Maeztu en su sillón – Una cucharada de Bachillerato detrás de cada comida – Cara de Barrès – Las altas mentalidades españolas se han estremecido – Es un caso de conciencia sin solicitud externa de nadie – La agonía y El Sol – Maeztu influye en los gremialistas – Invitación a contar su vida no literaria – Despedida.

La ultima vez que estuve en casa de Ramiro de Maeztu –que fue la primera– había más desorden en su cuarto de trabajo. Más papeles, más periódicos, más cuadernos, mas calefacción, tirados por en torno, y hasta el mismo Maeztu tenía más chalecos puestos.

Ramiro de Maeztu
 
Ramiro de Maeztu

Maeztu vive en Madrid, hacia ese sitio cenital de la ciudad que son las proximidades del Hipódromo, final del barrio de Salamanca. (Nuestro barrio de Salamanca alberga capitalistas y escritores. Observación: Todos los escritores que viven en el barrio de Salamanca terminan por teñirse de un «gris fascista», gran color de moda, de una tentación aristocrática y ademocrática... Ortega, D’Ors, Salaverría, Maeztu, Gómez de la Serna...)

La última vez que estuve en casa de Ramiro de Maeztu –que fue la primera– tenía sobre la mesa de trabajo una tarjeta felicitándole su santo. La tarjeta ponía así: Severiano Martínez Anido. Ahora no estaba ya esta tarjeta. Pero en cambio, infinitas llenaban una bandeja del hall; Eduardo Marquina, Severino Aznar, Hernández Catá, Conde Santibáñez del Río, Recasens Siches, un periodista sueco, señoras, señores ingleses, americanos, belgas... Denuncio estas tarjetas, porque cuando se dejan a la vista del visitante, en un plato, como una fruta, es incitando al pecado de la curiosidad del visitante. Pecado nada original, es cierto.

La última vez que estuve en casa de Ramiro de Maeztu –que fue la primera– tenía un par de Cristos en su cuarto de trabajo colocados al revés que ahora: uno grande, en bronce, sobre una cruz de mármol, tras el sillón del escritor. Y otro pequeñito, enfrente, mezclado entre los libros de la biblioteca. Ahora, el mezclado, era el Cristo broncíneo. Y el del respaldo, el Cristo portátil.

Finalmente: la última vez que estuve en casa de Ramiro de Maeztu –que fue la primera– tenía sobre un estante un encapuchado de procesión sevillana. Un encapuchadito de confitería. Esta máscara medieval estaba ahora quitada, desaparecida.

Todo el cuarto de trabajo de Maeztu poseía algo así como una Magia del Orden, que hubiera dicho Maeztu mismo. Un sentido de disciplina, de pisapapeles, de fumigación y de asepsia que la primera vez no había.

El mismo Maeztu, cuando se me presentó, tras de atacarse el cuello y la corbata correctamente, a la inglesa (estaba trabajando sin ellos, a la española), me dio la sensación de encontrarse investido con un corte nuevo de traje, con una atmósfera distinta a la de otras veces, metido en un fanal sutil, en una cristalinidad aisladora, que le daba también magia, distancia e imponencia.

Maeztu, como todo escritor que llega a una cierta fama, a una notable posición, posee dos planos en su carácter. Un plano bohemio, humilde, picaresco, donde el sedimento de una vida agitada en medios turbios de la vida, pinta un color alegre, cordial, simpático, aproximativo, intimador. Y otro plano grave, académico, estirado, importancioso, de espíritu que ha encontrado por fin una butaca en el mundo para sentarse y una posibilidad de esquivar a las gentes que antes le eran inesquivables. Yo no sé, en escritores de otros países. Pero en los de España, la interferencia de estos dos planos, característicos en su conducta cotidiana, es algo muy curioso. Lo noble y lo picaresco se les mezcla en productos de gran atractivo, en gestos preciosos para el amigo de estas cosas. El escritor de fama es uno de los mejores casos de almas fronterizas. La plebe y lo distinguido luchan en él sus mejores luchas. Casi siempre suele salir vencido lo popular, en favor de lo dogmático, de lo feudal, de lo mandón. Sobre todo, ya digo, si el escritor es hispánico y vive en el barrio de Salamanca.

Ramiro de Maeztu ahora –frente a mí– se me aparecía con el plano de lo dogmático mucho más aparente que el otro, el plano del Maeztu en la redacción de El Sol, en Pombo, en la Radio, mezclando sus teorías con sus chistes, esas humoradas de Maeztu que son más originales y fuertes quizá que sus teorías.

(Por ejemplo: «Las cartas no las debía entregar el cartero a su destinatario si no se especificaba en la calle un apelativo moral. Esa sería una gran tarea del Estado. Al que pusiera en la carta calle del Conde de Romanones sólo, la carta no le llegaría. Tendría que poner Calle de Tal, mas un apelativo ético.»)

Maeztu se me aparecía ahora sentado en el sillón de la vida. ¡Un sillón! Honra final de todo gran escritor.

* * *

—¿Que le trae a usted por aquí? –me dijo al sentarse en el sillón frente a mí. Me lo dijo, sabiendo perfectamente lo que me traía. Me lo dijo entornando los ojos y echándose hacia atrás, como dando la voz de alerta a todas sus ametralladoras y centinelas.

—Dos o tres cosas –le contesté yo con una mirada que impregné de blanco, una mirada enarbolada como un banderín de paz, de calma, de conferencia y de sosiego.

Desentornó los ojos, como quien desartilla unas troneras, y se quedó en silencio, fruncida la cara a lo Maeztu.

—Maeztu –avancé con cierta timidez–, yo quisiera saber... si usted... ahora que... si usted seguirá con sus propósitos de la enseñanza clásica, de la vuelta a los clásicos... ahora que...

—¿Ahora qué?

—Ahora que parece usted más cerca de las esferas ejecutivas.

Se echó a reír intelectualmente. Es decir, sin ganas y sin grada, como auxiliando falsamente, con un gesto tan vital y afirmativo como la risa, una idea incierta que le atravesó la mente.

—No creo que mis teorías tengan ahora más influencia que antes en ninguna esfera. Sí. Yo seguiré con ese tema en La Nación.

—Yo se lo decía, Maeztu, por si hacia usted algo en favor de los Estudios Superiores del Clasicismo; si echaba usted una mano a ese pobre Centro de Estudios Históricos, que no logra encauzar un Seminario de letras griegas y latinas. Vea usted Cataluña, esa admirable Fundación Bernat Metge. Es vergonzoso que Castilla no posea algo equiparable.

—Para mí, todo se reduce a la segunda enseñanza. Es la clave de todo. Ni la primaria ni la superior. Para mí, un bachillerato europeo, a la italiana o la francesa (no a la alemana ni a la inglesa), creo que es la solución de todos nuestros males.

—Para usted, el problema catalán, por ejemplo, ¿es un problema de bachillerato?

—Absolutamente.

—Por consiguiente, el plan actual merecerá su disconformidad.

—No tengo por qué ocultarla.

En vista de que mi proyecto de Estudios Superiores del Clasicismo, siguiendo el gran ejemplo barcelonés, no le sacaba del suyo de bachilleres, desvié la conversación a otras zonas más referentes a su propia persona.

—Maeztu: he venido también a verle porque es usted la figura literaria del día.

—¡Hombre! –exclamó con voz baja y grave. Me callé un rato, mirándole los zapatos negros, sajones, con cintas, y los calcetines, de lana verde.

—Pasan aquí tan pocas cosas en nuestra vida literaria... Y tan tarde... Si se piensa que Mauricio Barrès hace más de diez años que hizo el mismo gesto que usted acaba ahora de realizar... (Barrès pálido, calenturiento como usted. Tiene usted cara barresiana.)

—¿Y qué gesto he hecho yo?

—El mismo de Barrès. El de Jörgensen. El de Papini... El de moda. Una moda ya –tal vez– un poco froissée...

—No. Eso no es cierto. Mi posición es tan clara como ayer. Yo llevo más de diez años en esta tendencia. Pero, sobre todo, después de la guerra.

—¿Usted cree esa tendencia como algo sustancial del momento?

—A mí me parece el mejor signo de europeidad, de altura espiritual. Lo que pasa es que aquí en España no ha habido movimiento ideológico de tierras, no ha pasado nada, y si ha empezado a pasar, los intelectuales no se han dado cuenta. Es decir... Los mediocres o los de cierta ambición específica. Las más altas mentalidades de España, ¿cree usted que no se han estremecido tras la guerra en un sentido que la gente llama conservador –y que lo es en un supremo significado–, pero nunca en el peyorativo que dice ese vulgo?

—¿Qué mentalidades ve usted enroladas en esa sensibilidad del momento?

—Pues... ¿Cree usted que Baroja es el mismo de antes? ¿Y Eugenio D’Ors? ¿Y Ortega? Ortega, en uno de sus últimos folletones, desarticulando la Revolución francesa...

—Ortega, en ese sentido, es leal consigo mismo desde siempre. Parece ser que en su primera revista, Foro, ya presagiaba la crisis del liberalismo. Y era un jovenzuelo. Desde luego, su saludo desde la revista España –leído ahora– parece un exacto vaticinio de la política actual. Ya se ha dicho –y con exactitud– que ustedes los hombres del 98 y la generación siguiente han traído este estado de cosas.

Permanecimos en silencio, Maeztu como repasando lo que le acababa de decir.

—Por tanto –proseguí yo–, es lógico que este estado de cosas, este Gobierno, tenga un poco de gratitud hacia ustedes y les llame.

—A mí no me ha llamado. He sido yo el que he ido a él.

—¡Ah! Esto es muy importante. Sin embargo, antes de salirse usted de El Sol habló con el Presidente del Gobierno, ¿no es cierto?

—Sí. Pero, repito, que por un caso de conciencia personal. Para mí resultaba ya inmoral la inhibición, el vacío, junto a este Gobierno. Eso de creer que este Gobierno nos ha traído una suma de bienes y pretender en el porvenir aprovecharse de ellos, negando a quien los ha traído, me parecía injusto.

—¿Y cuáles son esos bienes?

—Seguridad personal, unidad nacional, derrota del derrotismo, prestigio de la autoridad, aborde de temas fundamentales en la vida del país, en la enseñanza, &c.

—¿De modo que no ha habido en usted ningún motivo apetitoso, material, para este cambio de periódico?

Honnit soit qui mal y pense. Yo sólo puedo decirle que este mes ganaré menos que el pasado.

—Quizá algún cargo próximo, político...

—No. Yo soy un escritor. Mi vocación es esa. Yo no pretendo ni pretenderé nada.

—Pero, ¿y si el Estado?...

—Nunca sabe uno lo que puede reservarle a uno el Estado de un país. Pero mis motivos son de conciencia, y nada más.

—Por consiguiente, ¿no es un síntoma de acercamiento del Gobierno a las zonas de las gentes de letras el caso de usted? ¿No es eso que Italia ha llamado «la disciplina fascista de la inteligencia»?

—No. Lo mío ha sido una agonía. Para mí El Sol era todo. Mis paisanos de treinta años, mi cariño por aquélla casa, mi devoción por Urgoiti... Ahí tengo una carta admirable de Urgoiti sobre la mesa... He dormido cinco días y he velado quince. Una agonía. Se burlan de esta palabra que he dicho, pero es exacta.

—Es una palabra muy unamunesca... De modo que para usted la vida política es hoy de camisas negras y rojas...

—Nada más. El liberalismo ha desaparecido, y quien lo ostenta es sin darse cuenta que no ostenta nada. El socialismo, derrotado, es un bolchevismo ignorante de sí mismo. No hay más que esto: de un lado, los salvadores de los principios de la civilización. De otro, los bolcheviques. Y el principio de función rigiendo las cosas. Precisamente, vea este libro de Miles Carpenter, profesor de Harvard, Guild socialism. An historical and critical analysis, Londres-Nueva York, 1922. Ahí, en la página 98, lo dice bien claro: «El concepto del señor Maeztu ha llegado a ser conocido entre los gremialistas como el principio funcional, y ha encarnado en su propaganda desde la aparición de su obra (La crisis del Humanismo, edición inglesa). Ha sido especialmente adoptado tanto por Mister Cole, como por Mister Hobson, en sus teorías políticas, y por Mister Tawney.»

—Bueno, Maeztu. Basta por hoy de conversación, Y a propósito de gremios. Yo quisiera que nos contase usted en La Gaceta Literaria, un día, un período juvenil de su vida en que se dedicó usted al ramo de construcción... Me han dicho eso, ¿es cierto?

—Es una fantasía. Lo que sí es verdad que yo no escribí hasta los veinte años.

—¿Nos contará usted sus primeros veinte años?

—Ya veremos.

—Adiós, Maeztu.

Nos levantamos. Me acompañó a la puerta. Me estrechó la mano gravemente. Bajé la escalera. Salí a la calle. Tomé el tranvía. Escribí estas líneas. Esta conversación con la más audaz camisa negra de las que hasta ahora han alzado el brazo cesáreamente en la vida pública de las letras españolas.

E. Giménez Caballero.

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Ramiro de Maeztu Whitney
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