La Gaceta Literaria
Madrid, 15 de marzo de 1927
 
año I, número 6
página primera

Manías de los escritores

La de Ortega y Gasset
 

Antes de tener automóvil, ya tenía D. José Ortega y Gasset tipo de estar atezado por la excursión automovilista y le quedaban gestos de la velocidad y unos silencios de cuando la velocidad es tan grande que obliga a callar profundamente con los labios fruncidos de manera especial.

Ahora, en su colegio de palabras y consejos, se sienta en la butaca con sentido de conductor de hombres que se posesiona del volante y, sin aspaviento ninguno, hace girar el coche.

A veces, como el que está cansado de tanto ir en automóvil, se pone en pie y amartilla su visión con esa verticalidad suprema. Todo lo que de extraordinario puede tener un cráneo lo tiene el de D. José, cuya cabeza está curtida en el pasado tanto como en el presente, pues si ante alguien se ven antepasados y se siente la emoción racial con toda dignidad, es ante Ortega.

No sé qué aspaviento va a hacer cuando yo le diga que quiero saber cosas «de su manía» y vea titulado así lo que extravasa el límite de lo maniático, pues él camina en su automóvil con la vaga ilusión de que va hacia el porvenir, aunque la verdad verdadera es que avanza sobre tierras sembradas de tortugas, tierras que, cuando los arqueólogos escarban, encuentran llenas de tortugas como inmensos timbres sórdidos del pasado, y en las que sólo muy de vez en cuando hay una columna que le saluda cuadrándose ante él.

Ahora que estoy cerca de hacerle la pregunta de la impertinencia le veo saturado de la excursión de hoy, después de haber comido a la sombra de un molino, en esas llanuras solares en que no hay refugio, sombra exaltada, molida y cernida, que el molinero debía cobrar al que la goza, ya que la molienda es tan escasa y casi todos los molinos son pobres y astrosos.

—D. José, quisiera que me dijese usted algo de su manía del automóvil.

Ortega, en su manía
 
Ortega, en su manía

—Lo primero que le diré a usted es que todo europeo tiene el deber de tener automóvil, y si no, justificar por qué no lo tiene.

—Enseñar las papeletas de empeño que lleve en el bolsillo, por ejemplo.

—Hay que esforzarse por tener automóvil... Sólo el artritismo que obligue a dar largos paseos a pie puede ser una disculpa respetable. El camino de hierro será siempre una cosa importada y un complicado juguete sin arraigo.

—Sin embargo, D. José, el auto borra la larga compañía del tren, en el que lo más bonito es su cola y su misterio... Asomarse y ver el último vagón, andar por los pasillos y no saber quiénes son los que van.

—Y, sobre todo, el escritor necesita el automóvil porque todo escritor padece un desarreglo circulatorio y sus vísceras se cargan de sangre... Hay que llevar esa sangre a la periferia, y eso sólo lo logra la ducha de viento y la energética que se adosa a la piel en la carrera.

—¿Está usted contento con su automóvil?

—Ya lo creo, y eso que contradice el tópico y el error de los que creen que el automóvil se resume sólo en dos o tres marcas... El mío es un Georges Irat...

—Parece un automóvil lanzado por un literato francés, salido de Balzac... Con esa firma se podía tener un libro o un drama... Pero siempre le querrá usted dotar de algo.

—De nada... A lo más de una cafetera... Es lo único que le falta al automóvil: unir el radiador, por ejemplo, a un aparato de hacer café. Hay paisajes cuya comprensión se lograría más estupendamente tomándose frente a ellos una taza de café caliente, recién hecho; nada de llevado en retestinados aparatos.

—¿Qué visión de España le da el automóvil?

—El automóvil convierte la realidad estática que es España en una cosa de movimiento, y entonces lo regional se acusa.

—¿Qué excursión le gusta más?

—De aquí a Sevilla es un viaje muy bello... Se sale de la cosa carpetovetónica, tan feroz; se pasa por Extremadura, y en ella se cruza ese Badajoz con aire italiano, y de pronto, se encuentra Andalucía.

—¿Qué emoción le producen los puentes?

—Los puentes son el azoramiento del automovilista, porque son siempre más estrechos que la carretera.

—¿No le resulta una cosa bochornosa pasar bajo un arco con automóvil?

—¡Los suelo pasar tan deprisa...!

—¿Qué es lo que le gusta pillar con su automóvil?

—Falsos intelectuales.

—¿Qué le interesa más para sus excursiones, la mañana o la tarde?

—La tarde, porque es cuando mejor funciona el carburador y el espíritu.

—¿Qué le gusta encontrar en su camino?

—Los castillos, que son pieza de caza mayor, y los puertos de las montañas... Yo soy coleccionista de puertos interiores, los puertos del alma de los panoramas.

—En el trato con el automóvil encontrará usted tipos raros.

—Viviendo el automóvil, se puede clasificar a los hombres en dos clases: aquellos a los que se les va el sombrero, y aquellos a los que no se les va.

Lo único que envidio al automóvil es pasar por en medio de los pueblos.

—¡Y qué plazas se ven! La de Tembleque es magnífica, y todo el pueblo de Zorita de los Canes.

—¿Qué paisaje o paraje de esos que se hace sombría noche en pleno mediodía es el que le pone más desolado?

—La Paramera de Ávila, donde hay un pueblo que se llama La Hija de Dios.

—¿Qué filósofo es el patrón del auto?

—Heráclito, que decía "todo corre".

—¿Dónde querría ir en veloz carrera?

—Querría cruzar el desierto, el Sudán, llegar a Rodesia, ir a Pretoria y acabar en el Cabo de Buena Esperanza.

—Doblarle diría usted, como aquellos grandes gimnastas de la navegación, que hacían ese arriesgado y tremebundo ejercicio de fuerza... ¡Doblar el Cabo de Buena Esperanza!

Se hace una pausa, y después vuelvo a mis preguntas.

—¿Y usted piensa bien en auto?

—No pienso en nada... Yendo en auto no se entera uno ni del paisaje... El auto es la tangente dinámica... El auto se ha hecho para huir, para huir de todo.

—¿Encuentra muchas ruinas en su camino?

—No muchas, porque las están quitando; pero sí se encuentran a veces cosas raras... Así, al pasar por un pueblo de Soria, y en una corralada abierta sobre la carretera, se veía siempre una diligencia desenganchada, cuando hace días la vi convertida en una diligencia Ford, aunque sin perder su viejo tipo de diligencia... Una noche la dejaron con un tractor en el corral silencioso, y por la mañana se encontraron con que había sucedido eso.

—¿Tiene usted alguna invención o mejora para el auto?

—Sí, tengo un invento que suprimirá el cambio de velocidades... Mi aparato le dotaría de una goma de velocidades, que hoy no tiene y que le da esa brusquedad de movimientos, un poco epiléptica.

—¿Qué sensación le producen las averías?

—Pues como yo creo que el automóvil es una cosa mágica y no mecánica, me paro como quien se desconcierta cuando una persona de la familia se ha puesto enferma... Dan ganas de rezar por que se ponga sano.

—Un poco más de psicología del automóvil, D. José, y ya hay bastante.

—Que lo efímero se ve llevado al extremo, porque todo es fugacidad en el automóvil, dando una impresión penosa, esa supresión total del esfuerzo con que enerva, pareciendo que se corre el riesgo de que comiencen a saber poco las cosas... También lleva el automóvil a una sensación de que son cortos los caminos y que en seguida se está en las costas... Si fueran demasiado largos sería perfecto el automóvil... Además..., además... la psicología del automóvil no es chabacana, y la chabacanería es uno de los defectos nacionales...

D. José, con estas últimas palabras, ha hecho un gesto de cruz y raya y ha vuelto a subirse en el automóvil de su ensimismación, volviendo al rictus de la velocidad, mientras va a otra cosa, hacia otro tema, reintegrándose a los que esperan su palabra...

—Habría que preparar –dice en la primera parada de su veloz Irat– algo alegre y divertido... Algo de gran espectáculo... Está un poco aburrida la vida intelectual española, demasiado metida en normas y veredas.

Ramón Gómez de la Serna

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