La Hora, semanario de los estudiantes españoles
Madrid, 22 de enero de 1950
 
II época, número 43
página 8

Juan García Hortelano

«Carlos»
(uno y todos)

Le escuece el cuello por el afeitado aun reciente, cuando entra en la Facultad; por el pasillo saluda las primeras caras conocidas del día y acaba su cigarrillo. Entra en clase. El catedrático explica; el auxiliar finge una tosecilla absurda para encubrir un lógico bostezo.

A Carlos le habla su compañero de mesa, y Carlos, sin interés, le contesta y sigue una intermitente y susurrante conversación por espacio de tres cuartos de hora con aquel muchacho, cuyo nombre ignora, pero que «es del curso».

Sale proyectando no entrar a más clases; ve a Elena; se pone la careta «de Elena», y como ha tenido buen cuidado de hojear el «A B C» durante el desayuno, puede informar a Elena de los estrenos de la Gran Vía. Ha de cambiar de careta bruscamente y mostrarse ingenioso, mordaz, interesante y un poco aburrido, porque Elena y él han formado parte, sin proponérselo, de un grupo. La careta de «corrillo» es sustituida por la «de Gómez»; ya se sabe, Gómez y su cohorte son ateos, surrealistas, angustiados y ex existencialistas, por aquello de que Sartre se aburguesa. Carlos declara genial a los geniales de siempre, apunta una pedantería y se va al grupito de Antúnez, donde se admira a Galdós, no se conoce nada del «roman noir», se lee de la biblioteca de papá y se es revolucionario por decir que Campoamor no llena.

—¿Vienes al bar?

—Hombre, quisiera entrar a…

—Venga…– y Julito le arrastra al bar.

Careta «de Julito»:

—¡Ah, si Pahiño hubiese chutado a tiempo!...

Carlos se sonríe; un día les hablará a Gómez y los suyos de Campoamor, a Elena de fútbol, a Julito de política, y… Pero hay que irse a Recoletos con Fernando y Pepe Luis; Fernando y Pepe Luis son íntimos; careta «de íntimos», que es resumen de «máscaras»; se habla de mujeres, de amor, de política, de arte, de…, en fin, de la vida.

—Esta tarde tengo que hacer; ya nos veremos.

—¿Por qué no vamos esta noche al teatro?

—Bien.

Se discute, se elige y a comer. Careta familiar: sencillez, clasicismo, religiosidad, unas gotas de humor y declaración melodramática de jaqueca (no cefalalgia, como dice Gómez) para dar impresión de auténtico trabajo intelectual, como dice Antúnez.

Hay que ir a casa de Santos; careta «de hombre normal», al que le interesan las prácticas y los apuntes. Y correr para llegar a la cita con Ela; Carlos se desenmascara; ahora es él. Ahora, cuando se interesa por el nuevo vestido de Ela, cuando alaba el perfume de Ela, cuando afirma que el Salón de Otoño de este año es, como ha dicho Ela, «insoportablemente mediocre», y cuando al salir del cine afirma que lo bueno es el cine europeo, antes de que lo diga Ela, como colofón a la americanada que han visto y con la que tanto se han reído. En fin…, el verdadero Carlos es el que insinúa una ardiente pasión amorosa antes de despedirse de Ela y pensando ya en la media hora que queda para el teatro.

Nueva careta: «Fernando y Pepe Luis».

A la salida del teatro paseo lento con espaciosas paradas y conversación en voz alta, que es lo bonito para trasnochar. Luego…, careta «de eso», feo, sucio y sabido, de lo que Carlos está un poco de vuelta, pero que aun tiene cierto encanto de aventura. Y a casa.

En la cama ya Carlos se revuelve inquieto; ahora será él, sí, él sólo, auténtico y exacto. Y Carlos, que no es tonto, que es bueno, que podría ser heroico, no tiene una careta al fin de la jornada para ser él; solamente un desasosiego, un ansia, un dolor punzante y agrio en el pecho.

Carlos, quizá, se case un día y tenga un hijo al que decir: «Ya te enseñará la vida como a mí me enseñó.» Que es la cantinela de aquellos que no supieron hacerse una vida, de los fracasados que la vida modeló. O quizá Carlos muera joven y sea un malogrado.

Pero Carlos estará siempre indeciso, descontento e histrión, con sus caretas en la encrucijada, en su generación que se quedó en medio, que no pudo hacer una guerra porque llevaba pantalones cortos y que no intervino en la paz porque los vestía bombachos, ahogado en su destino de hombre con las manos trágica e irremediablemente vacías. Con su existencia completa, pero achatada, gris rojizo de promesa y marchito de derrota, abierto al viento del Sur y del Norte, mas no para desplegar la vela y singlar un sueño (imposible en él que, ni dormido, sueña), sino para recibirle adecuadamente enmascarado.

El cielo de Carlos será dulce o tibio su infierno; sería demasiado predecir en él un demonio o un arcángel.

Nota final.– Se me olvidaba: Carlos es ese muchacho simpático e inteligente de la Facultad, tan comprensivo y amable… ¡Sí!, ese… Veo que todos le conocéis.

Juan García Hortelano
 

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