Miguel de Unamuno
Contra el purismo
Hay que volver a levantar voz y bandera enfrente y en contra del purismo casticista, de esta tendencia, que mostrándose a las claras cual mero empeño de conservar la castidad de la lengua castellana, es, en realidad, solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual; y lo que es peor aún, de reacción entera y verdadera.
El más claro testimonio del enorme yermo de decadencia y de ramplona fruslería por que atraviesa el pseudo-pensamiento español contemporáneo, nos lo da la extensión alarmante que van tomando las disputas gramaticales y el insustancial ojeo de gazapos de lenguaje{1}. Cuando se pierde la fe, se cae en la superstición fetichista; cuando se secan las ideas, quedan sus coberturas.
El que dijo que toda disputa se reduce en última instancia, a una cuestión de palabras, dijo una relativa verdad. Harto más acertado anduvo Proudhon al afirmar que en el fondo de toda discusión hay un problema teológico. En este mismo caso del purismo o casticismo castellano puede decirse que, en último término, es una cuestión teológica la que se debate; y a quien le pareciere esto una paradoja, con su pan se lo coma, que yo no voy a explanarlo aquí ahora.
Lo del purismo envuelve una lucha de ideas; se tira a ahogar las de cierto rumbo, pretendiendo obligar a que se las vista a la antigua castellana, seguros los que tal pretenden, de que así han de desfigurarse y perder su más exquisita eficacia. Hay que ponerse en guardia frente a esa monserga de los odres y del vino viejos y nuevos. Los falsificadores lo dan viejo en odres nuevos; y los locos se empeñan en encerrar al nuevo en viejos odres.
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Nada más apetecible al parecer que la más perfecta adecuación posible entre la forma y el fondo, su acabada y exacta correspondencia, el que no sea aquélla otra cosa más que la trasparente exteriorización de éste. Pero ésta es una concepción estática; y como tal, excluyente de progreso; todo dinamismo lleva consigo, entre otros pasajeros desequilibrios, el que se produce entre el fondo y la forma que lo expresa, ya que no es posible que marchen a compás y a la par ambos, por estar contra las leyes de la evolución tal marcha. Por debajo del fondo constituido y hecho ya, hay, siempre que ese fondo sea vivo, otro que se está haciendo y pide forma. La forma marcha a remolque del fondo de ordinario; en inverso sentido suceden las cosas en desgraciados casos. Rechazar lo informe es querer ahogar el progreso de la vida.
Épocas y países clásicos son aquellos en que una perfecta correspondencia entre la civilización y la cultura produce una perfecta adecuación entre el fondo y la forma de cada una de sus manifestaciones. Llamo aquí civilización al conjunto de instituciones públicas de que se nutre el pueblo oficialmente, a su religión, su gobierno, su ciencia y su arte dominantes; y llamo cultura al promedio del estado íntimo de conciencia de cada uno de los espíritus cultivados.
Nuestra actual época en nuestro país no es clásica ni mucho menos; porque aquí la civilización y la cultura no están de perfecto acuerdo, o cuando menos, somos muchos ya los que vivimos en un estado de conciencia discorde con la trama de las instituciones y de las concepciones públicas confesadas. Los que así vivimos, tenemos el deber de luchar por nuestra emancipación; y a la vez, el de despertar en los esclavos inconcientes la dormida conciencia de la esclavitud en que vegetan.
Referida la tesis del antipurismo a sus términos más sencillos, se reduce a esto: hay que hacer la lengua hispánica internacional con el castellano; y si éste se nos muestra reacio, sobre él o contra él.
El pueblo español, cuyo núcleo de concentración y unidad históricas dio el castellano, se ha extendido por dilatados países; y no tendrá personalidad propia mientras no posea un lenguaje en que, sin abdicar en lo más mínimo de su peculiar modo de ser cada uno de los países que lo hablen, hallen en él la más perfecta y adecuada expresión a sus sentimientos e ideas.
Si no ha de llegarse a esto, harán mejor el gallego, el catalán y el vasco, en escribir en sus nativos idiomas y en cultivarlos. Y hacen bien los hispanoamericanos que reivindican los fueros de sus hablas, los que en la Argentina llaman idioma nacional al brioso español de su gran poema el Martín Fierro. Mientras no se internacionalice el viejo castellano, hecho español, no podremos vituperarles los hispanoespañoles. Obran muy cuerdamente los hispanoamericanos al ir a educarse en París; porque de allí, por poco que saquen, siempre sacarán más que de este erial; ya que lo que aquí puede dárseles, la materia prima de su lengua, la llevan consigo.
En Inglaterra, en la vigorosa patria de Robinsón (que la llevaba consigo), opónese al estrecho espíritu de la little England, de la pequeña Inglaterra, el amplísimo del english-speaking folk, del pueblo que habla inglés. Aquí hay que presentar frente al patriotismo de la vieja España el hispanismo, al cual sólo se llega por absoluto libre cambio de ideas y de lenguaje con los demás pueblos cultos.
Hase dado recientemente, y con ocasión de dolorosos sucesos, en lamentar lo que se llama por unos nuestro aislamiento, y nuestra neutralidad, por otros. No ven los que así se lamentan que ese aislamiento en la política internacional no es sino reflejo de aquel otro, mucho más hondo, en que vivimos en la vida de la cultura espiritual, recibiendo traducida la letra muerta de lo de fuera, pero cerrándonos a su espíritu. ¿Qué vamos a hacer con pueblos que no hablan en cristiano, que no beben Valdepeñas ni saben lo que es una verónica, y que son capaces de aguantar, sin dormirse, a cualquier tío raro?
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El futuro lenguaje hispánico no puede ni debe ser una mera expansión del castizo castellano, sino una integración de hablas diferenciadas sobre su base, respetando su índole, o sin respetarla, si hace al caso.
Y hay, además, otro aspecto de la cuestión, y es que como hoy ningún pueblo puede vivir aislado si quiere vivir vida moderna y de cultura, ningún idioma puede llegar a ser de verdad culto sino por el comercio con otros, por el libre cambio. El proteccionismo lingüístico es a la larga tan empobrecedor como todo proteccionismo; tan empobrecedor y tan embrutecedor.
Un español culto del siglo XXI, no sólo no podrá hablar ni escribir en el castellano castizo del siglo XVI –hoy tampoco podemos hacerlo,– sino que ni aun en una lengua formada en la línea de aquel castellano, y sin salirse de sus derroteros. La razón me la callo por ahora.
Hay quienes creen que la más profunda revolución que trajo la reforma protestante fue la debida al empleo de las lenguas vulgares en los oficios religiosos; que lo más genial de Lutero fue su traducción de la Biblia. Y así también cabe sostener que, una de las más profundas revoluciones que pueden hoy traerse a la cultura (o lo que sea) española, es, por una parte, volver en lo posible a la lengua del pueblo, de todo pueblo español, no castellano tan sólo, es cierto; mas, por otra parte, inundar al idioma con exotismo europeo.
La lengua es una forma, y como tal sujeta a los cambios del fondo a que da expresión. Y tal pudieran venir las cosas, que verificada honda trasformación en el fondo se resistiera la forma a ella, produciéndose de esta disidencia desgarros y dislocaciones. El proceso del gusano a mariposa, pasando por crisálida, es lento, pero es violenta la rotura del capullo en que aquél se encierra. La palabra, que protege a la idea primero, la ahoga muchas veces después.
Hablando no sé dónde Spencer de la superstición lingüística, recuerda a aquellos indios que al ver las maravillas del arado lo pintarrajearon para colgarlo y hacer de él un fetiche a que rendir adoración. Y esto lo dice Spencer precisamente a propósito del fetichismo lingüístico.
A menudo se oye, sobre todo entre periodistas, esta frase: lo primero que hace falta para escribir es gramática. Es la alcahuetería de que se sirven muchos para eximirse de pensar. Con algo de filología, verdaderamente científica, se les curarían esos prejuicios gramaticistas.
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¿Que el núcleo del futuro lenguaje hispánico, el núcleo procedente de la dirección central, la ortodoxa, será el castellano castizo?
Es lo probable, siempre que no sobrevenga alguna sustitución nuclear, que se dan casos de ello. Mas de todos modos, la vida se debe a los excitantes, y hasta a las intrusiones de las corrientes heterodoxas. Las lenguas, como las religiones, viven de herejías. El ortodoxismo lleva a la muerte por osificación; el heterodoxismo es la fuente de vida. Y así que una herejía se constituye a su vez en ortodoxia, cosa perdida. Defendamos a la herejía por ser herejía, por su mera cualidad de herética.
¿Que una lengua sometida a los torbellinos heréticos acabaría por morir? Si tal era su destino, bien muerta estaba; y tal sería, a no resistir tales torbellinos. Mas no, no haya cuidado; no muere una lengua así como así. Llámase al latín lengua muerta, mientras vive vida más rica y profunda que en la llamada literatura clásica latina; vive en los romances. Las modernas lenguas neo-latinas, constituyen el latín; son el latín diversificado. Y ¿quién sabe si no se integrarán un día, brotando de tal integración un glorioso sobre-latín que sea al de Virgilio, Cicerón y Tácito, lo que es la mariposa que se baña en aire soleado, al gusano que se arrastra bajo tierra?
Nada más instructivo a mi actual propósito que la historia del proceso del latín a los romances. A medida que el latín fue extendiéndose, llevado por el pueblo romano a las nuevas tierras que iba conquistando éste, fue cayendo en oído y boca de gentes diversas, que oyéndolo, extendiéndolo, pronunciándolo y construyéndolo de diversos modos, según la diversa índole de cada uno de ellos, llegaron a constituir diferentes latines, latines diferentes que en su conjunto formaron el bajo latín. Caracterizan a éste, por oposición al latín clásico –mucho más pobre que él,– una vigorosa fecundidad patentizada en el extraordinario juego de afijos y sufijos, y en un gran desarrollo de la derivación nominal y de la verbal, y una enorme intrusión en él del elemento bárbaro, germánico sobre todo. Basta recorrer ligeramente el Glosarium mediae et infimae latinitatis, de Ducange, para ver cuánto elemento germánico latinizado entraba en el bajo latín. Cicerón se habría escandalizado si hubiese oído aquel intertenere, bárbara traducción literal del unterhalten germánico, traducción bárbara de que hemos hecho nuestro entretener.
Gracias a ese desarrollo del neologismo, del barbarismo y del solecismo en el bajo latín, pudieron brotar los romances; del antiguo latín clásico jamás habrían surgido{2}. La causa de todo ese proceso fue la corrupción del latín en boca de extranjeros; la invasión en él, como en el pueblo que lo hablaba, del elemento bárbaro. ¡Qué falta nos hace hoy en España una invasión como aquella!
Es que en las lenguas, como en los organismos superiores, la propagación viva sólo se cumple merced a generación sexuada, a la conjunción de elementos diversos, aunque el desarrollo del embrión se haga en el seno de uno de los progenitores, del que hace de madre. Y así como hay hembras de animales que esquivan y rehúyen la acometida del macho, así hay también lenguas que la resisten. Mas, bien claro está qué es lo que hay que hacer para fecundarlas.
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¿Que todo puede decirse en castellano corriente y moliente a todo ruedo? No es verdad, y precisamente porque no es verdad es por lo que se defiende el purismo; porque se vislumbra, cuando no se sabe claramente, que hay cosas que pierden su eficacia al querer reducirlas a castizo castellano. Se busca el modo de atenuarlas y hacerlas inocentes; se trata de amañar así caldos de cultivo para inocular a un pueblo un suero que le ha de librar del supuesto virus, del regenerador sarampión, en realidad.
Desafío a cualquiera a que traduzca a Hegel o a Schleiermacher en castellano correcto y limpio, sin desfigurar el pensamiento traducido ni matar su matiz propio; a que traduzca algo más que el seco esquematismo de sus doctrinas. En realidad, nada hay perfectamente traducible, y esto lo sabemos bastante bien los que profesamos la enseñanza de alguna lengua. Apenas hay en dos lenguas diversas dos vocablos sinónimos, sobre todo si se refieren a términos abstractos, que tengan ni igual extensión ni igual comprensión; sus respectivos contenidos se expresan bien por dos círculos secantes entre sí, que teniendo campo común, conservan sendas secciones peculiares.
Las lenguas son en todo rigor intraducibles, pero no impenetrables; cabe comercio en ellas. Ahí está la lengua más admirable acaso, la más expresiva tal vez, la más rica seguramente, y en el rigor etimológico de la palabra, la más perfecta, es decir, la más hecha, la que en el proceso que siguen los actuales idiomas cultos, a partir de sus matrices, más adelantada está; ahí está el inglés, una lengua de presa y de libre cambio. Toma donde encuentra, y con pronunciarlo a su modo, hágote inglés. En su léxico, cabe todo lo que recoge en los vastísimos campos por que se extiende y donde penetra. Hála enriquecido, además, su misma falta de pureza, la mezcla en ella de elemento anglo-sajón con elemento latino-normando, elementos que emplea de ordinario, aquél para los conceptos familiares, los primarios y los espontáneos, éste para los secundarios y reflejos. Así llama, v. gr., worth al valor de uso, y value al valor de cambio. De la lengua de lord Macaulay a la de Carlyle va una enorme diferencia, y todo es inglés. Y este mismo Carlyle, ¿no prestó acaso uno de sus mayores servicios a su patria plagando la lengua de ésta de todo linaje de germanismos, de metaforismos neológicos y hasta de verdaderos barbarismos?
Sólo un límite tiene la libertad lingüística, y límite libre en cuanto es, más bien que impuesto, nacido de la necesidad de las cosas. Este límite es la inteligibilidad de lo que se dice{3}.
Mas hay que saber entender y apreciar a la vez esto de la inteligibilidad, porque si todo el que habla o escribe debe, en provecho propio, cultivar sus explicaderas, debe el que oye o lee, también en propio provecho, cultivar sus entendederas, sacudiéndose de la pereza mental. Mal negocio esto último en país de tan enorme pereza intelectual como el nuestro, en pueblo tan insugestible que quiere se le dé todo mascado y ensalivado, y hasta hecho bolo deglutible para no tener más que tragárselo. ¡Hay tantos que aunque leen no prenuncian!
A nadie se le ocurre exigir que se escriba de química orgánica, pongo por caso, de manera que lo entienda cualquier peón de albañil; pero se supone, con evidente error, que en tratando de obras de arte la cosa varía. ¡Como si quien ha cultivado su espíritu en el sentido de la filosofía científica moderna pudiera ver el mundo, como artista, con los ojos del inculto, o con los del casticista nutrido de pseudo-escolasticismo más o menos disfrazado, y que de lo demás sólo la letra muerta conoce!
Hácese lenguas todo el mundo, y con mayor ardor los que menos atentamente los han leído, de la lengua con que los místicos castellanos expresaban los más recónditos y sutiles conceptos psicológicos, al zahondar en los repliegues del espíritu; mas sin meterme a discutir lo que haya de hondo y de original en la psicología de estos místicos –punto de no poca discusión y en que hay sus más y sus menos,– me atrevo a afirmar redondamente que no se puede traducir a su lengua la psicología de Hegel, la de Herbart, la de Wundt o la de James; que para escribir de psicología moderna en aquel lenguaje, o en otro que mantenga su alma, o hay que violentar a la psicología o al lenguaje. ¡Harto lo saben los que aparentan defender nada más que los fueros del castizo lenguaje castellano!
Para los que quieran divertirse un rato y sepan alemán, guardo un vocabulario de términos psicológicos alemanes modernos, con exposición del matiz de cada uno de ellos, para que los pongan en castellano de San Juan de la Cruz o de Fray Luis de Granada. A lo que se me dirá que puede hacerse la experiencia inversa con análogo resultado, y aunque acá, para mi capote, dudo mucho de la tal analogía, esto sólo argüirá, en todo caso contra el casticismo alemán, tan malo como todo casticismo si no se mantiene en sus propios límites.
Si no en el caso concreto este de la psicología, ni en general en nada que se roce con la ciencia, no cabe negar que hay aspectos en que somos intraductibles. Por algo se han casi universalizado nuestros vocablos pronunciamiento, torero y otros, y por algo intercala Amiel más de una vez en su francés ginebrino la palabra española nada, encontrándola sin duda más expresiva que el rien francés.
El espíritu general de nuestra gente letrada, no hay que darle vueltas, está todavía en el período pre-kantiano, no se le han batido las cataratas, y si sale del realismo sancho-pancesco es para dar en quijotesco idealismo, posiciones ambas que se dan en unidad y fuera las dos del idealismo realista o realismo idealista y a la vez dinámico, que da vigor y savia al pensamiento europeo contemporáneo. Entre Sancho y su amo no media tanta distancia como parece, porque de tomar los molinos por gigantes, a soñar con el gobierno de la ínsula, no va más que un solo paso hacia abajo. Hay mucha más diferencia de lo de «la vida es sueño» de Calderón, a lo de que «somos de la madera de que se hacen los sueños» de Shakespeare; como que lo uno es afirmar que soñamos el mundo, y lo otro que nosotros mismos somos lo soñado.
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Pocos movimientos espirituales han sido más fecundos y beneficiosos en España que el que provocó y fomentó aquel bienhadado krausismo, tachado de bárbaro y maldecido por quienes, sin conocerlo, se han dejado invadir y vivificar de no poco de su espíritu.
Hay un sinnúmero de giros, de matices de expresión, de modismos, hasta de vocablos, que debidos a aquel movimiento han entrado en el curso general y se repiten a diario en la prensa misma.
Estuvo de moda algún tiempo entre cierta gente el hacer burla y chacota de escritores como D. Julián Sánz del Río, y citar párrafos de su Analítica para hacer con ellos reír a los tontos. «Y sin embargo –añadían,– cuando este hombre quería escribir claro, lo hacía, y bien; ¿por qué no escribe todo así, y no sino que se empeña en envolverse en brumas para velarse a los no iniciados en los misterios mistagógicos?»
Aquí no cabe contestar sino aquello del Cristo: dejad que los muertos entierren a sus muertos. O que traten de resucitarlos.
Cuando tuvo D. Julián sus discípulos, y discípulos que le rinden piadosa memoria, era porque le entendían y comprendían. La única oscuridad verdadera, la del loco o la del mentecato que repite por boca de ganso lo que ha cogido al vuelo por ahí, lleva en el pecado la penitencia.
Lo que hay es que muchos se creen, sin darse cuenta clara de la tal creencia, que la filosofía no es otra cosa que el conocimiento vulgar sistematizado, la organización puramente esquemática por lo común, de los conceptos casi en bruto, y no una síntesis de un análisis. Redúcenla a principios como aquel de que el alma siente porque tiene sensibilidad. Sus filósofos son Sancho Panza el refranero y Pero Grullo mal entendido; buen provecho les haga. ¡Qué inspirada es esa frase de tan castiza enjundia que por ahí corre: hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad! Por todo pasan menos por tener que esforzarse en pensar, por pensar activamente, con intelecto agente; hay que darles las cosas hechas, y sobre todo claras.
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¡Claridad! ¡claridad! ¡Bendita claridad que al matar lo indeterminado, lo penumbroso, lo vago, lo informe, mata la vida! ¡Nada de organismos vivos, con las entrañas al aire, entrañas en que apenas se logra ver claro; nada de esto! ¡Vengan esqueletos o pellejos rellenos de paja, como los que constituyen las viejas colecciones de los gabinetes de historia natural! La cosa es tener cien, mil, dos mil fichas y saber barajarlas de todas maneras, porque así se obtienen casi infinitas combinaciones; pero que cada ficha esté bien recortada y definida, no sea que se nos vaya de las manos.
¡Oh, nítida claridad meridional, no empañada por nieblas hiperbóreas, por brumas germánicas, británicas o escandinavas! ¡Oh hermosa trasparencia de nuestro diáfano ambiente, donde se ve todo lo visible, y lo invisible no estorba ni inquieta! ¡Oh dulce simplicidad de nuestra alma, libre de todo metafisiqueo! ¡Oh salomónica sabiduría! Para lo que hemos de durar... ¡Válgame Dios lo que semos! ¡Que vengan, que vengan todos esos pintores morados y neblinosos bajo nuestro cielo y se curarán! No les estaría mal el venir, si nos decidiéramos también a ir con ánimo franco y abierto nosotros.
Muy claro nuestro rancio romance, sin duda alguna, muy claro, pero también muy dogmático. Y de tal modo ha encarnado en la lengua el empecatado dogmatismo de la casta, que apenas se puede decir nada en ella sin convertirlo en dogma al punto; rechaza toda nuance (en este caso mejor que matiz). Una lengua de conquistadores y de teólogos dogmatizantes, hecha para mandar y para afirmar autoritariamente. Y una lengua pobre en todo lo más íntimo de lo espiritual y abstracto.
¡Dogma, siempre dogma! ¡Soluciones concretas! Démonos prisa, resolvamos los problemas fisiológicos de la digestión, que si no se nos va a indigestar la comida. «¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Cómo te llamas? ¿Qué doctrinas concretas, qué soluciones nos traes? ¿Cuál es tu dogma?» ¡Váyase usted a tomar el fresco, que buena falta le hace!
Obra de romanos la de expresar en el castizo castellano los vagos estados del espíritu, sin contenido conciente, definido y claro; las sumersiones del alma en nebulosos océanos; el palpitar en ella de enjambres de meras larvas de ideas; el despojarse del tiempo y del espacio para bañarse en la infinitud fundida (¡qué lio, Santo Dios! ¿Qué querrá decir este hombre?) ¡Lengua admirable, en cambio, para describir lo visible de una quejiga!
«Escribe como un ángel», me decían en cierta ocasión de un periodista que goza fama de galano y castizo escritor. Y hube de responder: «Sí, pero piensa como un bruto», por no decir que afortunadamente para ellos los ángeles no necesitan escribir, porque se dice que se nos comunican en vivo toque de alma a alma.
En otra ocasión decía un crítico casticista disfrazado de espíritu amplio y liberal: «paso porque un escritor falte a todo, menos a la corrección del lenguaje». El genio de su casta le inspiraba al susodicho crítico, su inconciente ministro, esa actitud, pues harto sabe el tal genio que no lleva eficacia ningún ataque que se le dirija sin faltar a su verbo; sabe que quien se le somete a éste, no tiene fuerzas contra él.
¿Se puede entrar en sociedad –sociedad que se dice cristiana– sin creer en Dios ni en el Demonio, con el corazón seco y la cabeza hueca, pero... sin corbata? ¡Eso no! Pase que no se vaya remilgado y acicalado a la última moda, hecho un lechuguino o gravemente ataviado cual irreprochable hombre de mundo, pero por lo menos que se lleve corbata, aunque sea de tela basta y de hechura rural. Esto mismo viste a las veces, y agrada y se aplaude, porque entona el cuadro con una nota de fresca y respetuosa discordancia. ¡Y aún hay cándidos que se creen que es perder lastimosamente el tiempo combatir contra la ortografía y el purismo, y la levita y la chistera!
Pero exagero, es evidente que exagero. ¿Dar a entender que no hay libertad dentro de nuestra ortodoxia lingüística? ¡Qué disparate! Cabe en ella toda personalidad... toda personalidad sumisa a la disciplina y al dogma lingüísticos, se entiende. Dentro del casticismo cabe libertad, desenfado, se toleran pecados veniales y aun mortales, y hasta pueden caer en gracia; nada de remilgos ni de academismos, in dubiis libertas, pero ¡ojo con faltar a la sagrada esencia del verbo tradicional! Al verbo mismo se le puede faltar en rigor, y tal pecado se perdona; ¡pero los pecados contra el espíritu de ese verbo no tienen remisión... in necessariis unitas! Lo que no se ve por ninguna parte es la caritas que debe reinar in omnia. ¡Ojo con escribir español de Venezuela o del Paraguay! Los paraguayos no tienen derecho a tener español propio; ha de ser castellano de Castilla, o por lo menos querer serlo, y si no ¡anathema sit! El que quiera que no se le juzgue sin oírle bien y enterarse antes con fundamento de lo que dice –deber de todo juez,–que se castellanice.
Está bien. Por nuestra parte dejemos a la Real Academia (hay que fijarse en esto de Real, y en su íntimo consorcio con lo académico, pues esto ofrece una de las claves del misterio casticista), dejemos a la Real Academia que fije la lengua castellana, haciéndola hipoteca inmueble, y por nuestra parte, nosotros los vivos heterodoxos, los que por favor de la naturaleza no somos instituciones ni tiramos a serlo, ya que tenemos que servirnos de esa lengua, procuremos en la medida de nuestras fuerzas cada uno, movilizarla, aunque para conseguirlo tengamos que ensuciarla algo y que quitarle algún esplendor.
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¿Que toda esta doctrina, o lo que sea, no es otra cosa que una justificación a posteriori de un defecto propio del autor de ella? Santo y bueno... ¿Y qué? Así son todas las doctrinas vivas, y así deben ser para que tengan eficacia y calor.
Mi naturaleza y las de mis análogos y semejantes (porque no pretendo constituir reino aparte) es realidad tan real como la del casticismo castellano, y como la de éste lleva la nuestra consigo su doctrina propia.
¿Que esto es predicar la anarquía en el lenguaje y el estilo? Justo y cabal; exacto, absolutamente exacto; eso es, y eso quiere ser. Sí, es defender y predicar el anarquismo lingüístico, como el barbarismo antes.
No debe un hombre verdaderamente libre malgastar sus energías en acomodarse así como así al espíritu ambiente. Lo propio del animal es acomodarse pasivamente al medio; lo propio del hombre adaptar el medio a sí, hacerse el mundo, manera la más noble de hacerse al mundo. Recíbanos el ambiente si quiere, y si no lo quiere, es que ni somos nosotros dignos de él, ni él lo es de nosotros. La suerte, no nuestra libre voluntad, nos ha hecho nacer en tal o cual pueblo y balbucir esta o la otra lengua en la cuna. El hombre que dobla la cerviz a la suerte sin luchar con ella, no es verdadero hombre, no es de los que aspiran al sobre-hombre{4}.
¿Por qué hemos de malgastar los bríos de nuestra alma en acuñarla para que corra en el mercado? El alma no se vende, y si por ventura fuese de oro, ella se gozará en serlo (más exacto sería decir que se gozará en su aureidad).
¿Que sólo te entiende una docena de personas? ¡Basta! Si tienes algo que decir y se lo dices, ellos lo traducirán de doce maneras diferentes, y como la luz una y blanca, refractada en el prisma en los colores varios de la irisación, se reconstituye de nuevo en su blancura, así recobrará al cabo tu pensamiento su blancura en el espíritu colectivo, y dejarás tu gota en el inmenso océano de la vida. Dé cada cual su nota propia, según su propia y peculiar estructura; lo que de ella concuerde con la dominante melodía, en ésta se perderá reforzándola, y lo que no, irá al fondo inexhausto de los armónicos, discordantes entre sí muchos. ¡Nada de canto monofónico!
De lo que hay que huir es de la insinceridad y de la mentira. Si sientes que algo te escarabajea dentro pidiéndote libertad, abre el chorro y déjalo correr tal y como brote. Que hagan de filtro los que te escuchen o te lean. Y si alguien te lo atribuyere a pose, o creyere que no eres dueño de ti mismo, ten piedad de él, porque tienen ojos y no ven.
{1} Téngase en cuenta que este artículo fue escrito hace ya algún tiempo. Después ha menguado mucho el mal y hasta podría decirse que va desapareciendo. Aun así y todo, dejo el artículo como estaba escrito, sin modificarlo en aquellas partes en que podría hacerlo, alterándolo acaso muy sustancialmente.– N. del A.
{2} Esta concepción me parece hoy un tanto aventurada y no muy exacta.– N. del A.
{3} Hoy creo que puede y debe señalarse otro limite además del límite de la inteligibilidad. Es preciso hacer que las cosas que digamos sean inteligibles con el menor esfuerzo posible de parte del lector, y además que las lea con agrado.– N. del A.
{4} Tampoco esta expresión de aspirar al sobre-hombre la emplearía hoy. De obligarme bajo pena de la vida –a la que tanto quiero– a sustituirla por otro mote, antes adoptaría el de hombre pura y simplemente, o si es caso más-hombre.– N. del A.