Filosofía en español 
Filosofía en español


Luis Araquistain

¿Se puede ser germanófilo?

¿Cómo puede haber germanófilos en España? He oído repetidas veces esta pregunta. La respuesta es que no hay germanófilos, sino francófobos y anglófobos, ¿y cómo es posible que en España haya francófobos y anglófobos? Sencillamente, porque los que lo son, la inmensa mayoría de los que lo son, sólo conocen a Alemania como una expresión geográfica. Esta es la conclusión: un latino no puede ser germanófilo más que por una ignorancia absoluta de Alemania.

Dejemos a un lado a aquella parte mínima de españoles que son germanófilos por amor sincero a Alemania. Nos referimos a los oficiales del ejército español que han votado sus simpatías por Alemania a causa de su admiración por el ejército alemán. Esto es ya comprensible. No se olvide que en éste breve examen queda excluida toda consideración jurídica, toda idea de culpabilidad. Estamos en el primitivo reino del sentimiento, donde sólo impera el capricho, la ley psicológica del individuo y donde no se oye hablar nunca de una razón social o colectiva. La mayor parte de los oficiales del ejército español admiran al ejército alemán porque lo creían invencible. Es posible que el término de la guerra trueque su desilusionada admiración en desdén. Es posible hasta que esto ocurra antes del término de la guerra. Cinco meses de guerra nos han bastado para ver que la grandeza del ejército alemán era puramente cuantitativa, de masa: muchos soldados, mucha disciplina automática, muchas máquinas; pero muy poco talento estratégico. Si los franceses e ingleses, con una fuerza inmensamente inferior, pudieron resistir a la avalancha alemana y hacerla retroceder definitivamente con un golpe maestro, ¿qué no hubieran hecho de haber sido sus fuerzas iguales o aproximadamente iguales a las alemanas? Cinco meses de guerra nos han enseñado esto: que la masa estaba de parte de los alemanes; pero el talento, de parte de los franceses. ¿Y no es más noble la admiración del talento?

Queremos examinar la razón de ser de otros germanófilos, de aquellos que nada admiran, que nada saben de Alemania, y son la mayoría en España. Ya se ha dicho, pero no será superfluo repetirlo, que estas buenas gentes son germanófilas por odio a Francia o a Inglaterra o a ambas. Su actitud se basa en un sentimiento negativo. Ahora bien: quien quiera estar a la altura de este formidable conflicto, debe fundamentar su actitud en un sentimiento positivo, en un sentimiento de solidaridad. He aquí el gran rasgo de esta guerra: su inmensa fuerza de solidarización. Dejemos ahora sus causas verdaderas, los móviles de los gobernantes que la prepararon y fijémonos en la postura de los diversos pueblos al entrar en ella. A las masas populares no les guía el interés ni el odio, sino el instinto de conservación, el sentimiento de solidaridad. Los rusos se mueven contra Austria por amor a sus hermanos de raza, los servios; lo que inicialmente une a todos los alemanes, pobres y ricos, católicos y protestantes, doctos e ignorantes, militaristas y pacifistas, no es odio a Rusia, sino el miedo de Rusia, el amor a Alemania; igualmente, lo que une a walones y flamencos en Bélgica, a republicanos y realistas, creyentes y ateos en Francia, a boers e ingleses, a lores y comunes, a nacionalistas y unionistas en el imperio británico, no es el odio a Alemania, sino el miedo de Alemania; el amor a las instituciones comunes, frente al peligro de instituciones extrañas, contrarias al espíritu histórico de cada nación. Nadie odia, aunque no falten gentes que escriban artículos y hasta himnos de odio, que es un odio falso y artificial, como la mayor parte de los sentimientos expresados en letra de imprenta.

Quien en este momento se deje llevar del odio y no de un sentimiento de afinidad, de solidaridad, de comunidad, es que no se ha enterado de lo que se disputa. No es esta guerra un episodio local, sino un acontecimiento universal, como la Revolución francesa o las guerras napoleónicas. Sus efectos, no sólo inmediatos, en lo económico, sino lejanos, en lo político, violarán todas las fronteras y modificarán drásticamente la vida interna de cada nación. Es una guerra en que se juega el destino de los neutrales no menos que el de los beligerantes. De ahí la conveniencia de calcular qué triunfo, el de los imperios germánicos o el de los aliados, sería más favorable a nuestra personalidad de individuos y a nuestra personalidad de nación.

Se comprende el odio de nuestros germanófilos por Francia; en el fondo es el odio al espíritu liberal. Pero en Francia había también gentes que odiaban el espíritu liberal francés tan cordialmente como los francófobos españoles. Ese odio ha cesado ya, porque han visto que peor que el liberalismo de Francia sería el conservatismo de Alemania. Y eso es lo que todavía no han visto los germanófilos de España. No les mueve más que el odio a Francia. Si diesen un paso más, el paso que todos hemos dado, y quisieran tomar una postura positiva, de solidaridad con alguien o algo ante este conflicto, convirtiendo el odio por Francia en amor por Alemania, verían que ello les sería imposible. Un latino, por conservador que sea, no puede desear un régimen alemán para su país. El conservadurismo de un español, por ejemplo, aunque sea un carlista, quintaesenciando la idea conservadora, es en el fondo un liberalismo limitado: quiere un régimen de autoridad, de fuerza, pero sólo en la esperanza de que en un régimen así, él, el conservador y los suyos, aunque los otros estén más sujetos, serán más libres. Es, pues, un conservadurismo oligárquico.

Pero el régimen alemán no es ni conservador ni liberal; no es una fluctuación constante de la libertad, sino la negación absoluta de la libertad; no es un régimen de oligarquías, sino el régimen de un déspota, que está por encima de todos y de todo. En el fondo del carlismo, como del republicanismo, no hay más que una querella oligárquica. Pero el germanismo, o, mejor dicho, el «hohenzollernismo», es el régimen de una casa gobernante hereditaria que no admite ninguna limitación a su soberanía. Consiente que sus súbditos se entretengan en toda clase de fabricaciones sociales; pero ella guarda la llave de todas. El partido católico del Centro, por ejemplo, es una hermosa máquina, capaz de deslumbrar a cualquier católico extranjero que desconozca su naturaleza; pero el maquinista de esa y otras máquinas que creíamos más independientes es el emperador. En el régimen político de Alemania, cada individuo es una simple tuerca, algo mecánico, desprovisto de personalidad. Y eso es lo que un latino no puede ser. Sean cuales fueren sus ideas políticas, la esencia de ellas es siempre el liberalismo: limitado para sí y para los suyos, si no lo anima la generosidad; absoluto, para todos por igual, si no le mueve el egoísmo. Pero su espíritu busca siempre la libertad.

¿Cómo es posible que en España haya germanófilos? Sólo se explica de un modo: suponiendo que, en vez de vivir en tiempo de la guerra de 1914, viven en tiempo de la separación de la Iglesia, y del Estado en Francia; suponiendo que viven del odio de una derrota, sin haber llegado aún a darse cuenta del peligro de una derrota inmensamente mayor. Claro que quien no haya vivido en Alemania, ni la conozca a través de los libros o de su historia de este último medio siglo, no es fácil que se forme idea de su régimen político. Pero ya sus actos durante esta guerra son una clara expresión del espíritu que la anima. Nada se diga de las pruebas abrumadoras, cada día crecientes, de su culpabilidad. Nada se diga de su táctica terrorista. Pero si la base ideal de nuestros germanófilos es su catolicismo, ¿cómo conciliar su actitud con la agresión que sufre en Bélgica la Iglesia católica bajo los cascos prusianos? Y no nos referimos sólo a la destrucción de catedrales e iglesias, en nombre de la eterna necesidad militar. Tampoco nos referimos únicamente al fusilamiento de tantos clérigos belgas. Esto no lo decimos nosotros, sino el cardenal Mercier, arzobispo de Malinas, en su última y ya famosa pastoral. «Sólo en mi diócesis sé que fueron muertos trece sacerdotes o religiosos.» Hay algo más grave que todo eso, algo que no se hubiera atrevido nunca a atacar la atea Francia. Ello es la soberanía espiritual de la Iglesia, la santidad del culto católico. En esa pastoral del prelado belga hay estas magníficas y valerosas palabras, dirigidas a sus diocesanos:

«No os pediré que renunciéis a ninguno de vuestros deseos nacionales. Al contrario, considero como una de las obligaciones de mi cargo episcopal instruiros acerca de vuestro deber frente a la potencia que ha invadido nuestro territorio y que ahora ocupa gran parte de nuestro país. La autoridad de esa potencia no es una autoridad legítima. Por lo tanto, en alma y conciencia no le debéis respeto, ni fidelidad, ni obediencia.»

La pastoral iba a ser leída el 1.º de Enero en toda la diócesis del cardenal Mercier. Pero los soldados alemanes lo impidieron por la fuerza. Entraron en las iglesias y a unos sacerdotes les obligaron a callarse y a otros les detuvieron. El mismo cardenal Mercier está a estas horas detenido.

Un ejemplo como éste hace claras las palabras de Chesterton cuando dice que hay que impedir que los prusianos toquen la querella de los grandes santos y de los grandes blasfemos. El más fanático de los católicos españoles estará siempre más cerca del más fanático de los ateos franceses que de un católico prusiano. En toda Europa, fuera de Alemania, se lucha por diferentes formas y grados de libertad, pero siempre por la libertad. Sólo en Alemania se lucha por diversas formas y grados de esclavitud, pero siempre por la esclavitud.

Luis Araquistain

Londres, Enero 1915.