Javier Neira
Fernando Vela, aduanero de las ideas
La edición de los Ensayos del periodista ovetense rescata la figura del íntimo colaborador de Ortega y regente del pensamiento español de entreguerras
Fernando Vela era oficial de Aduanas y, claro, lo apodaron el aduanero, pero no tanto por su carrera sino porque decía y decidía qué se publicaba en la Revista de Occidente, de la que ejercía como secretario de redacción, lo que era tanto como sentenciar quién existía y quién no existía en el universo intelectual de la España de entreguerras. Un periodista puro subdividido, al mismo tiempo, entre el ensayo y la edición.
Su nombre completo y real era Fernando Evaristo García Alonso. Pero optó por Vela, el segundo apellido de su padre.
Nació en Oviedo el 26 de octubre de 1888, en el número 62 de la calle de Uría, entre los cruces de la gran vía carbayona y las calles de Melquíades Álvarez y Fray Zeferino, dos gigantes asturianos del pensamiento español. En la infancia fue muy amigo de Adolfo Alas, así que frecuentó el domicilio familiar de Clarín, que le marcó para siempre. En Oviedo estudió el Bachillerato.
Fernando Vela, por Pablo García
Su padre era médico de la Beneficencia Provincial. Vela empezó a cursar los estudios de Medicina, pero los abandonó para ingresar en el Cuerpo Técnico de Aduanas. ¿Por qué? Unos dicen que era muy aprensivo, así que poco apto para trabajar entre la salud y la enfermedad. Otros indican que la prematura muerte de su padre le forzó a buscar pronto un trabajo remunerado. Ingresó en el funcionariado en 1908. Fue destinado a Águilas, en Murcia, y después a Llanes y a Gijón.
El 1913 se afilia al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, abogado y catedrático gijonés, clave en la vida política española de aquellos años, y empieza a escribir en El Noroeste y a participar muy activamente en el Ateneo Obrero. Y lo que es aún más importante, al año siguiente conoce, en Gijón, al filósofo José Ortega y Gasset, ya una celebridad en el mundo intelectual español, que sería para siempre su mentor y quizás –y a expensas de todas las buenas intenciones que se quiera– la figura que le hizo sombra. Ortega le ofreció inmediatamente la corresponsalía en Asturias del semanario España.
Vela leía mucho y con gran provecho, así que, aún joven, ya era lo que se puede considerar como un sabio, con honda reflexión sobre los textos que abordaba y capacidad para transmitir sus ideas. Un sabio práctico. Ortega lo vio y probablemente apoyó su traslado a Madrid, al Ministerio de Hacienda, en el año 1919, circunstancia que le permitió ingresar como redactor en El Sol.
La colaboración entre el filósofo periodista y el periodista filósofo resultaba de una fuerte sintonía porque Vela sí era un interlocutor válido para quien entonces militaba en la élite –media docena, no más– de la filosofía europea. Por eso cuando en 1923 Ortega funda la Revista de Occidente, Vela será su secretario de redacción y de ahí el apodo del aduanero, más que por su dimensión funcionarial. Como un César implacable y laborioso, con el dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo, sentenciaba qué merecía la pena ser publicado y qué no. Un juez no siempre bien comprendido, pero los resultados ahí están: aquél fue un tiempo enormemente fértil en el panorama intelectual español, la Revista de Occidente era la clave de arco, y Vela el sumo pontífice si se reservan para Ortega papeles ya propios de la divinidad.
Abandonó por un tiempo El Sol, colaboró en la fundación de Crisol y, asimismo, del diario Luz, regresó a El Sol como director y en 1934 se convirtió en el alma de Diario de Madrid, detrás del cual estaba, cómo no, Ortega.
Fernando Vela tenía una actividad escindida o al menos así lo consideraba y expresaba algo pesaroso, aunque, al tiempo, valoraba las ventajas de la esquizofrenia profesional en que vivía. Con frecuencia se lamentaba de tener que escribir siempre al día, algo propio de las urgencias periodísticas; sin embargo, eso no le impedía reconocer que aun así –o precisamente gracias a esa condición– lograba “extraer de esa circunstancia momentánea algo más sustancial y duradero que trascendiera del hecho ocasional”.
Su primer libro es un estudio de carácter deportivo, lo que da idea de su facilidad para conectar con las manifestaciones sociales más al día y al tiempo más apreciadas por las masas. Se titulaba Fútbol association y rugby, publicado en 1924 bajo el seudónimo de F. Alonso de Caso. Y es que Vela fue un adicto de los seudónimos, de manera que uno de los problemas que ahora están planteados es cómo rastrear y recopilar su ingente obra firmada con nombre supuesto.
Después, El arte al cubo, El futuro imperfecto, Mozart, Talleyrand –con el seudónimo de Héctor del Valle–, Estados Unidos entra en la historia, El grano de pimienta y Circunstancias, entre otros.
La prosa ensayística de Vela no es lírica como primaba en las primeras décadas del siglo XX en España. De su quinta son García Morente, Marañón, Madariaga y Gómez de la Serna, pero estilísticamente el periodista ovetense enlaza quizá más con los escritores de la generación siguiente, la del 27.
Temáticamente, es un representante genuino de sus coetáneos, pero formalmente, en su escritura, salta hacia adelante y también conecta con las hechuras de Clarín y de Ortega, por lo demás tan distintos.
Siempre Ortega. Eduardo Creus Visiers en los Ensayos escogidos de Vela, recién publicados, indica que su humildad ante Ortega “no fue sumisión acrítica o eclipse, y conviene recordar que también la obra de Ortega se benefició, y no poco, del eficacísimo apoyo que Vela supo brindarle siempre”. Especialmente en el ensayo “El tema de nuestro tiempo”, uno de los más exitosos del filósofo.
En la necrológica de Vela que escribe Paulino Garagorri en 1966 dice: “Su escrupulosa honestidad intelectual le hacía no acometer sino lo que estuviera seguro de dominar, y frente a la petulancia o improvisación de no escasos intelectuales españoles, él laboraba casi siempre por debajo del nivel de sus posibilidades; así, dejó de hacer algunas cosas que, en rigor, hubiese cumplido mejor que nadie”.
Madrid, República y guerra: Vela no se siente seguro. Se va a Haití en 1937. Vuelve a la zona nacional, pero, ya en San Sebastián, lo denuncian, se tiene que esconder y pierde la carrera como funcionario de Aduanas. En 1938 se va con su consuegro, Gregorio Corrochano, empresario y crítico taurino, a la España de Tánger, una publicación de gran calidad, de la que fue subdirector y en la que había periodistas excelentes como el también asturiano Juan Antonio Cabezas, José Luis Moreno y Jaime Menéndez, que procedían de El Sol, o Vega Pico, que había sido redactor de Avance. Y Goico Aguirre.
En 1942 Ortega regresa a España, y en 1943, Vela. Vidas paralelas hasta el punto de que cuando muere el filósofo, el periodista escribe: “Mi vida –quiero decir la parte de actividad intelectual, literaria, que puede haber en ella; en suma, mi vida– está comprendida entre las muertes de dos grandes hombres: Leopoldo Alas, 'Clarín', y José Ortega y Gasset. Se abre con una y se cierra –virtualmente se cierra– con la otra”.
Al reaparecer en 1963 la Revista de Occidente apenas colabora, y eso que le insisten mucho: había cancelado su vida intelectual pública. Falleció en Llanes, el 6 de septiembre de 1966, mientras jugaba al ajedrez en el café Pinín.