[ Valentín Almirall ]
Los federales pintados por sí mismos
El señor Almirall, jefe o director hasta hace poco, si aquella palabra le suena mal, del partido federalista barcelonés se ha creído en el deber de dar algunas explicaciones sobre su conducta y la de sus amigos, y al efecto ha empezado a publicar en nuestro colega El Diluvio la primera de tres cartas, en las cuales promete tratar los antecedentes y motivos de su conducta última; las diferencias de principios que les separan del partido del que es jefe don Francisco Pi y Margall, y finalmente las diferencias que del mismo les separan en cuestión de conducta.
Creemos qua algunas de las explicaciones que da el señor Almirall merecen ser conocidas y por ello extractamos de su primera carta las siguientes, que dan una idea del estado o situación política del partido federalista en Barcelona:
«En 1873, dice, llevamos con El Estado Catalán el provincialismo a Madrid, y no fuimos escuchados. La gritería de las concupiscencias ahogó nuestra voz. Desde la corte presenciamos la no explicable fuga de Figueras, el descreimiento intencionado de Castelar, la atonía inerte de Pi. Vimos de cerca a todos los hombres y a todos los grupos y banderías, y en ninguna parte hallamos un solo elemento que pudiera ser para el país una esperanza ni remota. La mayoría, el centro y la minoría de las Cortes estaban a igual nivel. Aquella y ésta formularon sus proyectos de Constitución federal. Por fortuna España y Europa ya no tomaban en serio a una ni a otra, y gracias a que sus proyectos pasaron desapercibidos, nos ahorramos la vergüenza de que constara que en un partido que durante cinco años había perturbado al país para conquistar el poder, no había quien se hubiera tomado la molestia de averiguar en qué consistía el federalismo que se pregonaba. Por esto en 11 de junio del mismo año cesamos de publicar el Estado Catalán, y después de decir la verdad al público, nos retiramos a nuestras casas, perdida completamente la esperanza de los hombres que mandaban o suspiraban por mandar, pero conservando entera la fe en nuestros principios…
En 1873 nos retiramos a nuestras casas a presenciar cómo se iban cumpliendo una por una nuestras predicciones y cómo uno por uno iban separándose del federalismo los que con más ardor lo habían pregonado por calles y plazas. Vivíamos casi apartados de la política, preocupándonos muy poco de las soñadas conspiraciones que durante mucho tiempo fueron el único pasto de algunos inocentes, y así vivimos hasta que en 1879 creímos poder reanudar nuestra campaña de una manera eficaz.
El renacimiento catalán había tomado gran vuelo y hallando ya mezquino el terreno puramente artístico en que se movía, parecía querer dirigir sus aspiraciones a otros objetivos. Entonces publicamos el primer diario escrito en nuestra lengua catalana, cuyo primer número salió en Mayo de dicho año 1879.
El Diari Catalá tenía un objetivo bien concreto: federalizar nuestras comarcas y si durante nuestra primera época de propaganda, desde el 68 al 73, el terreno no estaba todavía preparado para exponer sin ambages nuestro pensamiento, y debimos limitarnos a predicar provincialismo al poder convertir el provincialismo en catalanismo, dimos un gran paso hacia nuestro ideal.
Y comenzamos nuestra campaña con tan buena fortuna, que al poco tiempo los federales catalanistas éramos ya un elemento con que debía contarse en Cataluña. Las grandes reuniones celebradas en la provincia de Lérida para obtener su deseado ferro-carril, los congresos catalanista y de jurisconsultos, la grandiosa contienda económica entablada entre Madrid y Cataluña, lo comprueban. Nuestra propaganda indirecta era fecunda en resultados; el país se iba preparando a hallarse dispuesto a aflojar los lazos que nos sujetan, tan pronto como se presentaran circunstancias favorables. Por el camino del catalanismo, si algún día llega a pedirse la federación, no será un partido político el que lleve la voz, sino que será Cataluña en masa.
…Empezó a agitarse la venida del señor Pi a Barcelona. Los federales no catalanistas se mostraron entusiasmados; nosotros nos limitamos a hacerles coro en su petición.
¿Por qué lo hicimos? Aquí debo dar algunas explicaciones concretas.
El señor Pi se presentaba a nuestros ojos como un verdadero mito. En su libro Las Nacionalidades había sentado algunas premisas sospechosas, pero no se había decidido a sacarles todas las consecuencias. En aquel libro asoman la cabeza la anarquía y el comunalismo, pero la asoman de una manera vergonzante. En su carta a los valencianos y en los discursos pronunciados en sus excursiones políticas, la evolución es ya más clara, pero tampoco es decisiva. Esto, por una parte, nos obligaba a mirar con recelo la venida del señor Pi; pero por otra parte teníamos datos absolutamente contradictorios. Por el resultado de los Congresos catalanista y de jurisconsultos me había felicitado con toda espontaneidad; con la misma espontaneidad había celebrado los artículos más catalanistas que había publicado el Diari. Estos actos contradictorios nos tenían perplejos y solo para aclarar el misterio nos hicieron desear su venida. Era el mejor medio para saber si al fin se había puesto a nuestro lado o si seguía como siempre enfrente de nosotros.
En este estado las cosas, vino el señor Pi. Le recibimos tan dignamente como supimos, y al día siguiente a su llegada hizo el acto político más importante que debía realizar, dando su conferencia en el Circo Ecuestre. Aquí debo consignar un dato importante. Pasamos en su compañía muchas horas la noche de su llegada, y ni una sola pregunta nos dirigió sobre el estado del federalismo en Cataluña, ni nos dijo una palabra sobre el discurso que pensaba pronunciar. Como puede suponerse, nosotros que no hemos nacido para cortesanos de nadie, tampoco le preguntamos nada ni le hicimos indicación alguna.
Todos conocen el discurso del Circo Ecuestre. Fue el más extremado, el más demoledor que ha pronunciado durante su peregrinación por las provincias. Cada uno de sus párrafos destruía o contradecía una de nuestras afirmaciones, y para dar más fuerza a sus asertos, no solo aceptó la jefatura que algunos entusiastas le brindaron, sino que se declaró símbolo del federalismo. Desde tan alto trípode excomulgó urbe et orbi a los que como él no entendieran su autonomía y pacto. Desde aquel momento nos declaramos excomulgados, y para evitar que nos arrojara sin misericordia de las filas de su ejército, decidimos íntimamente ser nosotros quienes nos separáramos y rompiéramos rudamente con tanta intolerancia.
El mito quedaba aclarado. El señor Pi vino a Barcelona a restaurar el antiguo partido y a romper con el nuevo. Su condenación del catalanismo en el Ateneo Barcelonés desvaneció hasta la sombra de duda que pudiera quedarnos. Según él, los que no se pusiesen a sus órdenes y no pensasen por su cabeza estaban contra él; no pudimos, pues, menos que estar en contra. El lo quiso, despejando sin proponérselo nuestro camino. ¿Por qué no se lo manifestamos de momento? Porque nosotros habíamos sido de los que le habían llamado, y nuestro deber nos obligaba a acompañarle en su excursión por Cataluña. ¿Por qué no se lo manifestamos al despedirnos de él? Porque no había concluido su peregrinación. Debía ir a Valencia y a Alicante, y no hubiera sido cortés ni generoso desalentarle. Cumplimos como buenos nuestro compromiso: después que salió de Cataluña cumplimos con nuestra conciencia.
Aquí es preciso advertir, que nuestra situación difícil se complicó con la larga estancia del señor Pi entre nosotros. Nosotros creímos que no permanecería más de tres días en Barcelona, y se detuvo más de veinte. Si hubiera partido a los tres días, nuestra ruptura hubiera sido perfectamente oportuna; nadie nos hubiera acusado de llevarla a cabo fuera de tiempo.
Prescindo de hablar de las conspiracioncillas que precedieron o acompañaron su venida. Tendrían poco interés para el público.
Conste, pues, que al venir el señor Pi a Barcelona teníamos sobre sus ideas actuales datos contradictorios; conste que durante su estancia en Cataluña las aclaró completamente, resultando de la aclaración que sigue en frente de nosotros los provincialistas o catalanistas; conste que le acompañamos en su excursión solo por cumplir un compromiso de honor, y conste finalmente que tan pronto como nos fue posible por haberse terminado el compromiso, preparamos la ruptura política con él y con el partido que por su cabeza piensa y por su voluntad se mueve.»