Alberto Insúa
Divulgación de Donoso
Celébrase con la pompa que merece el primer centenario de la muerte de Donoso Cortés. Pero yo diría que con una «pompa académica», en la que intervienen profesores, conferenciantes y articulistas ilustres. El ministro de Educación Nacional inaugura en Badajoz una cátedra Donoso Cortés. En el Ateneo de Madrid se abre y desarrolla un curso sobra el autor del «Ensayo». Santiago Galindo Herrero, en un libro excelente, narra la vida y estudia la obra de Donoso. No obstante, estimo que convendría ampliar el homenaje publicando, en edición económica, una antología de los escritos del egregio orador y pensador que comprendiese las páginas esenciales de su «Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo» y los mejores trozos de sus discursos en el Parlamento, de su ingreso en la Academia de la Historia y sus disertaciones en el Ateneo de Madrid.
Donoso Cortés no ha alcanzado, como su coetáneo y afín ideológico Jaime Balmes, esa popularidad de las ediciones baratas, de su efigie en los billetes de Banco y en los sellos de Correos, tal y como ocurre, afortunadamente, con el filósofo de Vich y otros pensadores. Ha sido –y es– muy estudiado. No le faltan biógrafos e intérpretes en su patria y fuera de ella. Pero siendo, como es, su obra fundamental por su doctrina para todas las mentes españolas, y nada abstrusa, sino facilísima de comprender, ¿por qué no se divulga como la de Balmes?
En mi opinión los grandes españoles «de ayer» nos hacen falta a los «de hoy», y conviene que sus espíritus salten de la cátedra a la calle. Y en el caso de Donoso más que en ningún otro, porque nadie como él, entre nuestros pensadores políticos, previó y pronosticó la amenaza, hoy pavorosa realidad, del comunismo.
Nuestros grandes pensadores modernos en materia política –continuados, pero no superados por los contemporáneos– se llaman Jovellanos, Balmes y Donoso Cortés, y son precisamente los doctrinarias de la «escuela conservadora» en que aprenden a gobernar, según sus posibilidades y sus temperamentos, Cánovas del Castillo y Silvela, don Antonio Maura y don Eduardo Dato. Recuérdese en este sentido el admirable estudio de don Miguel de los Santos Oliver.
Seguir a Jovellanos y a Balmes en sus lucubraciones y actos en pro de la reforma y renovación de la sociedad española no constituye una empresa difícil, porque en ambos, desde el principio hasta el término de sus vidas ejemplares, la trayectoria mental y la «línea de conducta» responden a sentimientos y creencias substancialmente invariables, pues evolucionan sin contradecirse y se robustecen y remontan como los árboles, sin desprenderse de la tierra. Estos dos grandes precursores del conservadurismo español, estos dos guías de la conciencia de su Patria, son caminantes: miran a los lados y a las alturas, pero sin perder el contacto con el suelo, es decir, con la realidad dura y áspera. Ven los obstáculos del camino y su misión consiste, exactamente, en estudiar la mejor manera de salvarlos. En uno y otro el idealismo y la facultad especulativa no se oponen al sentido práctico, que en toda ocasión les hace distinguir lo quimérico de lo posible y lo divino de lo temporal.
Jovellanos iba para hombre de iglesia y derivó hacia la magistratura, la literatura y las actividades científicas y políticas. Balmes fue sacerdote y alcanzó como eclesiástico la autoridad de uno de los Santos Padres. Sin embargo, como pensadores políticos, fundadores de una escuela política y planeadores de reformas sociales y nuevos métodos de gobierno, son dos hombres civiles, dos «realistas», no dos filósofos ni dos teólogos que se obstinen en levantar con el barro humano la Ciudad de Dios. Quieren reconstruir y mejorar a España con substancias españolas, pero incorporándola a los progresos de la época. Poseen ambos, además, nervio y espíritu de estadistas. En circunstancias adecuadas a su genio, Jovellanos, tanto como Cisneros, pudo ser el gobernante del Estado español. Y de Balmes se puede decir lo mismo.
En Cambio, Donoso Cortés, el seglar, el orador parlamentario, el ensayista político, el diplomático, el consejero de dos reinas, fue, en definitiva, un místico, un «peregrino de lo absoluto», como le llama su excelente biógrafo Schramm. No se entienda por esto que sus ideas y teorías políticas contribuyen menos que las de Jovellanos y Balmes a la formación espiritual de los gobernantes conservadores españoles de primera línea. Más aún, dos períodos de la vida española que han transcurrido, o transcurren, ante nuestros ojos, dos situaciones de gobierno, dos modos de dirigir a España responden en gran parte a las necesidades y métodos previstos y preconizados por Donoso Cortés. Me refiero al septenario de Primo de Rivera y al régimen providencial de Franco.
Lo que ocurre es que mientras Jovellanos y Balmes son dos mentalidades sincréticas, «relativistas», Donoso Cortés es, por decirlo así, un espíritu estelar, a quien repugna toda transacción con lo terreno, y parece lógico que los gobernantes conservadores, obligados a seguir la marcha de los tiempos, a reconocer las causas y medir el impulso de las nuevas fórmulas económicas y sociales, encuentren en la prudencia de Jovellanos y en el sentido de conciliación de Balmes inspiraciones y consejos más prontamente realizables que en la «mística política» de Donoso.
Con todo, en esa «mística» está íntegro el espíritu de España; de la España que «unen» los Reyes Católicos y que vanamente –pero cruentamente– trataron de «desunir» los españoles que no vieron en el liberalismo, y más tarde en el socialismo y su trágica secuela el comunismo, las tres negaciones de ese espíritu, hoy venturosamente recuperado por nuestra cruzada de Liberación y por el Caudillo que la condujo a la victoria. Pero –insisto– la «lección» de Donoso debe ser divulgada, popularizada, pues aun quedan algunas conciencias ofuscadas a las que es preciso llevar la luz.
Alberto Insúa