Sergio Vilar
El intelectual y su responsabilidad
Cara y cruz de un oficio
A estas alturas del siglo XX, de la época de las reivindicaciones de índole social, espiritual y material; en los días en que se crean y se recrean incontables organismos y asociaciones para proteger a este o a aquel desvalido; para elevar el nivel de vida de aquella o la región de más allá; en la hora del tiempo en que cada quisque clama por sus derechos, todavía hay un personaje que, por insólita paradoja, apenas ha dicho «aquí estoy yo y a mí me corresponden tales cosas por estas razones y por este historial».
Contados son los escritores –los artistas, en general– que gozan de una posición estable, estrictamente sufragada por el ejercido de su pluma, que admita comparación con la de un médico, un abogado o un arquitecto. Ni aun con la ayuda de «esa otra» actividad, más o menos afín con su profesión-vocación –los hay que, a la vez, tienen que ser contables, o empleados de una compañía de seguros, &c.–, logran parangonarse con los profesionales antes apuntados.
Junto a esa precariedad de posibilidades materiales se encuentra la casi nula consideración moral que le tiene la sociedad que le circunda. Con los dedos de las manos –y a lo mejor nos sobran siete u ocho dedos– se pueden contar los países en donde se valora al artista en los justos quilates. En la mayoría de las sociedades humanas, al artista se le cataloga como a una «rara avis» que unas veces, al decir de la gente, es un golfante, un loco, un vividor inútil, una persona, para decirlo en pocas palabras, nada de fiar.
Pero lo malo –para quienes andamos metidos por estos andurriales de las letras– es que, en cierto modo, tenemos buena parte de la culpa de lo que nos acontece. En ecuánime, sólo podemos reprochar a los demás que se beneficien constantemente de la labor del intelectual sin que ni siquiera se le agradezca. El escritor –o el artista– ha sido un individuo que, desde que el mundo es mundo, se ha pasado la vida pensando en los demás, en sus necesidades materiales y espirituales, y apenas ha valorado su labor, los servicios prestados. El artista –o el escritor, indistintamente, que tanto monta– jamás de los jamases –altruista que es él– ha reclamado la parte que le toca en el reparto de bienes. Por no pedir ni ha pedido la justa remuneración de su trabajo. Aquel poeta le dedica su libro de versos a tal o cual señor feudal, con el ruego de que los acepte y con la tácita súplica de que le proteja del hambre y de la miseria. Un tal Miguel de Cervantes, que dicen es el autor (sin premios) de Don Quijote (el mejor «best-seller» del mundo, y que valga la redundancia), busca refugio bajo el ala del conde de Lemos. Quevedo hace otro tanto con el duque de Osuna. La relación es interminable, hasta tal punto –lo peor de la cuestión– que llega hasta nuestros mismísimos días. Al menos por nuestras latitudes es difícil encontrar a un escritor que viva exclusivamente del honesto –y del extraordinariamente trascendente en todos los órdenes– oficio de parir ideas sobre el papel. La mayoría han de ampararse en un mecenazgo más o menos explícito, en el estar a sueldo de una editorial, o en los trabajos que más arriba se han mencionado.
Pero –como íbamos diciendo– no vayamos a echarles la culpa a éstos o a aquéllos. En realidad la gente actúa con el intelectual tal como éste consiente. Aquel novelista se queja de que no tiene seguridad de los ejemplares que el editor lanza a la venta y de los que le escamotea a la hora de las liquidaciones. Este otro se lamenta del exiguo tanto por ciento. El de más allá, de las abusivas condiciones que le hacen firmar en el momento de ir a publicar su primer libro. Y el colmo de los absurdos es que quien se lleva el mayor beneficio es el librero.
Así se encuentra el intelectual cuando por todas partes los profesionales de cualquier ramo se agrupan para defender sus intereses. Pero no es exactamente que aboguemos por la puesta en marcha de un sindicato de escritores o de cualquier otra organización análoga. Lo importante en nuestra opinión, es que el escritor debe cambiar de actitud ante cualquier cuestión de la vida. Es preciso que abandone esa situación de dependencia de los demás que le ha caracterizado siempre. Hay que resolver el hecho de que el escritor, que fue, ha sido y es el pionero del progreso cultural y de las reformas sociales, no tiene un puesto definido en la estructura de la sociedad.
A cambio de muy poco o de casi nada, pues, el intelectual tiene la obligación –y sobre todo la devoción– moral de ir siempre con la verdad por delante. Su palabra, sus escritos o su persona acuden allí donde se comete una injusticia o la libertad corre el peligro de ser arrinconada. Su escala de valores es fija y siempre consecuente con sus principios. Advertimos, antes de pasar adelante, que estamos haciendo el retrato de un prototipo ideal de intelectual. Porque también se encuentran a montones los que tiran por el atajo de lo fácil, de los dividendos procedentes de negocios no muy claros, de los que ponen su pluma al servicio de cuestiones extrínsecas a la literatura entendida como un elemento de crítica social servida con los ropajes de la estética. Pero dejaremos aparte esa disidencia por cuanto creemos que un intelectual cuando deja de ser un individuo independiente que trabaja guiándose por los cánones eternos de lo justo, deja de ser intelectual. Decir que el intelectual únicamente ha de pertenecer al partido de todos los humanos puede parecer algo ambiguo, pero es una verdad como una catedral. El verdadero intelectual incluso ha de llegar a flagelarse la cara con el más cruel de los latigazos si advierte en sí mismo un ápice de falsedad, de autopartidismo estrictamente personal, de algo innoble. El artista ha de ser un tenaz defensor de la verdad, aunque le cueste pasar por encima de sus intereses. Pero en estos tiempos la verdad está por los suelos. La autorizada opinión de Karl Jaspers así lo asegura en lo que se refiere a su país: «Intelectuales, profesores, periodistas y poetas se han revelado en máxima parte servidores y cómplices oportunistas del momento sucesivamente monárquico, democrático, nazi y otra vez democrático.» Quizá esta aciaga circunstancia sea el resultado de los siglos de indiferencia, que es la peor de las persecuciones que ha padecido el intelectual. Posiblemente hoy en día los intelectuales están desilusionados y se saltan a la torera lo que son sus deberes y no vacilan en prestarse al juego de la compra-venta del mejor postor. Tal vez, con ello (por las razones que antes se expusieron), la profesión de intelectual, entendida con rectitud, esté a punto de perderse. Sin embargo, pensamos que no pueden haber razones suficientes que hagan abdicar a uno de sus ideas, de una posición honesta, aunque sólo sea por el egoísmo de tener la conciencia tranquila.
Lo que el intelectual nunca puede hacer –además de trabajar en la pura elaboración estética– es despreocuparse de las realidades que le rodean. Deberá pronunciarse, aunque sea en contra. A veces su misión consistirá en servir de reloj despertador para los letárgicos; otras, su labor se encaminará a conseguir que las masas no sean brutales, intolerantes y vulgares. En ocasiones, sus críticas deberán ser, de una manera objetiva totalmente distante de la diatriba que a lo peor hace que la sangre llegue al río, para el equipo político que rige la ciudad, la provincia o la nación. Donde haya una institución que falle, él deberá denunciarla y señalar sus defectos. Y en todos los casos ha de constituirse en faro orientador.
Volviendo a la queja inicial respecto a la situación (económica, social, &c.) en la que se encuentra el intelectual en comparación con otras profesiones, porfiaremos, en arrimar –con más razón que un santo– el ascua a nuestra sardina. Cierta es la importancia, la responsabilidad y la utilidad del quehacer del intelectual. Hora es de que se le corresponda como merece. Hora es, también, de que él haga valer su trabajo. Ni siquiera el pretendido fantasma de la «civilización tecnológica» ha de amilanarle. Al intelectual se le presenta la oportunidad de ser una pieza de capital importancia «práctica» en la estructura de la nueva sociedad que se está fraguando, porque él puede «vender» uno de los «productos» más caros por lo difíciles de hallar: las ideas. Y los «suplementos del alma» para los «espíritus secos».
Quedan tan sólo apuntadas algunas de las variantes que ofrece este frondoso tema. Hemos empezado a contrastar la misión que ha de llevar a cabo el intelectual y el pago –a veces con rayos y truenos– que recibe por ella. Otro día analizaremos el resto de sus particularidades. Digamos, en resumen, que del grado de honradez de los intelectuales de un país depende la salud y el progreso cultural de todos sus habitantes. Que no es poco.