Sergio Vilar
Necesidad de una solución positiva
Nuevas generaciones
En el amplio panorama de cuanto significan las generaciones, no todo lo joven es nuevo, ni todo lo viejo, arcaico, sino que una y otra calificación puede invertirse. Pero lo natural y lo más generalizado es que la juventud aporte características reformadoras de lo que había sido establecido por sus mayores. Este prurito por dar otra configuración a nuestro mundo acaba imponiéndose, entre otras razones porque la historia no se detiene y porque en su decurso la muerte nos espera, en especial por orden cronológico, a todos. En las interacciones generacionales entran en juego tres grupos: el formado por hombres que ya han cumplido o están a punto de cumplir con su periplo vital-profesional, el que acude al relevo de los anteriores y el último que acaba de tomar conciencia como núcleo de inquietudes colectivas, pero que todavía necesita un período de germinación y maduración de sus propósitos. Para simplificar las denominaciones y referirnos a ellas en la brevedad a que nos ciñoe un artículo, les llamaremos –sin sentido peyorativo– viejos, maduros y jóvenes.
Las relaciones entre generaciones no se llevan a cabo, sin embargo, con la armonía que de una sociedad racionalizada –es un decir– cabría esperar. La juventud e incluso la madurez –hablamos de las que conocemos, de las que nos son próximas, por estar en su dintorno o en su contorno– no siempre encuentran una acogida amable por parte de los viejos. Estos, por lo general, tratan de aferrarse a cosas que se les están cayendo de las manos. Lo que habría de ser noble magisterio, se transforma en proyector de normas represivas. Lo que debería ser gozosa entrega de los timones de mando, se convierte en barco de guerra que se apresta a la absurda defensa contra quienes no pretenden sino continuar lo realizado, aunque la continuación implique cierta revolución. Revolución no supone subversión. Esta actitud de los viejos tiene motivaciones muy hondas, algunas de las cuales conocen muy bien los médicos por estar arraigadas en los estratos psicosomáticos. La medicina nos dice que esta postura es patológica, como igualmente es enfermiza la del joven que no siente algún grado de rebeldía contra lo instituido por los viejos e incluso por los maduros. La problemática se acentúa cuando los maduros no pueden empezar a determinar los acontecimientos desde su privativo punto de vista. Entonces se produce un corte –con regresión– en el proceso evolutivo. El dinamismo histórico se entumece y crea un círculo vicioso. La salida positiva se hace cada vez más difícil y puede llegar a ser imposible si los viejos se empeñan en mantener por la fuerza un ritmo que no conduce a un punto de llegada sino al más vetusto lugar de partida. Este hecho quizá repercuta en la conducta de los maduros, pues al llegar con retraso a los puestos que consideran –y son– suyos, tal vez quieran detentarlos más de lo normal, y si así ocurriera y se prolongara con un encadenamiento más, no es utópico prever que las futuras generaciones surjan a la vida pública con una inhibición malsana no lejos de la emasculación. O, en otro caso, que su manera de estar en la vida sea concomitante con la del hombre primitivo y sus iracundas reacciones.
Quienes todavía se encuentran anclados en antiguas gestas, no se dan –o, mejor dicho, no quieren darse– cuenta de que los jóvenes son el futuro. Como sea que existe mayor comprensión entre la juventud y la madurez que entre ésta y los viejos, no es temerario vaticinar que ese porvenir puede empezar a ser vigente mañana mismo. Si los viejos pretenden ignorar el empuje de los programas de las generaciones ascendentes, no por ello reducirán a la nada sus objetivos, sino que, por el contrario, los intensificarán. Si no dan paso a los hombres jóvenes –valga la juventud como denominación implícita de madurez, ya que entre jóvenes y maduros, según vemos, hay una osmosis positiva– para que se integren sin mermar sus particulares concepciones; si se les impide remozar cuanto está anticuado, emprenderán un camino muy distinto. Por consiguiente, se impone una comprensión y la oferta de una articulación equitativa para evitar que la continuidad se haga pedazos. Mal asunto si los grupos generacionales se aíslan unos de otros. Esto ocurre porque los viejos caen en el error de creerse inmortales. La pretensión de que los jóvenes sean simples robots trasluce una intención inconsciente destructiva: «Yo no puedo hacer eso, luego no debe hacerse». «Yo muero, pues mueran todos conmigo», &c.
La síntesis de cuanto venimos diciendo la encontramos en una certera definición de nuestro admirado amigo el doctor Rof Carballo, quien ha visto que las formas sociales en que se agrupa el español se caracterizan por un predominio de las relaciones sadomasoquistas. Esta es la razón de que a veces malgastemos tantas fuerzas y otras no las empleemos en absoluto.
Es urgente, pues, que unos y otros nos ensamblemos, prescindiendo de sádicos y masoquistas congénitos, bajo una dirección inteligente –renovable cuando este sea el parecer de la mayoría– en la que todos tengan su puesto: viejos de espíritu joven, maduros enérgicos y jóvenes de probada valía. Una sociedad abierta se expone a ciertos riesgos pero una sociedad cerrada no conduce más que a la asfixia.