Filosofía en español 
Filosofía en español


Polémica: La filosofía española contemporánea

Durante casi un mes las páginas culturales de Madrid han dado cabida a las aportaciones teóricas y críticas que sobre el tema de la Filosofía española actual han enviado profesores, investigadores y estudiosos de esta disciplina. Como nuestros lectores seguramente recordarán, la polémica nació a raíz de una crítica que nuestro colaborador Manuel Pizán hizo de la obra del profesor López Quintas sobre la filosofía española actual, el profesor López Quintas puntualizó las opiniones del señor Pizán, que a su vez respondió en una larga carta abierta. Anteriormente había terciado en la polémica el escritor Valeriano Bozal.

La polémica continúa. Hoy publicamos tres trabajos, cuya oportunidad nuestros lectores podrán juzgar. El primero se debe a la pluma de nuestro colaborador José Luis Abellán, profesor adjunto de la cátedra de Historia de la Filosofía Española de la Facultad de Filosofía de Madrid y autor, entre otros, del varias veces citado libro Filosofía española fuera de España. El segundo artículo, “En defensa de Amor Ruibal”, pertenece al profesor Javier Sádaba Garay, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, adscrito al departamento de Filosofía que dirige don Carlos París. Sádaba discute algunas de las afirmaciones que en torno a la figura y la obra de Amor Ruibal hizo en su día Manuel Pizán. La tercera aportación teórica se debe al profesor Antonio Márquez, en torno a una encuesta sobre la actual filosofía española, encuesta que un grupo de jóvenes filósofos salmantinos puso en marcha hace algún tiempo.

Los tres artículos apuntan hacia un blanco muy concreto: ¿Existe hoy en España una filosofía que merezca el nombre de tal? En caso afirmativo, ¿cuáles son los caracteres definitorios de esta filosofía, cuáles sus límites, cuáles sus perspectivas?

José Luis Abellán

Problemas de fondo

Marcelino Menéndez Pelayo

La polémica que actualmente se mantiene en el periódico Madrid en torno a la filosofía española, con motivo de la publicación del libro Filosofía española contemporánea, de Alfonso López Quintás, trae al recuerdo otra polémica similar de hace casi un siglo. Me refiero a la polémica conocida con el nombre de «la ciencia española», a lo largo de la cual Menéndez Pelayo discutió apasionadamente en los años 1876-78 con algunos krausistas, primero, y con dos católicos integristas, después. Esta polémica empezó con el tema de la ciencia española, y en ella se terminó discutiendo sobre la existencia y el valor de nuestra filosofía.

Preguntas

Es interesante preguntarse hoy, a un siglo de distancia, si los términos de la polémica –existencia o inexistencia de la filosofía en España– pueden repetirse sin más. Y resulta aleccionador comprobar que no es así. Después de la publicación por Menéndez Pelayo de La Ciencia Española, Estudios críticos de filosofía y la Historia de los heterodoxos españoles, el panorama ha cambiado. Nadie puede mantener seriamente la no existencia de la filosofía española tras la labor desarrollada por la Asociación para el Progreso de las Ciencias, con la publicación de los textos de Adolfo Bonilla San Martín, Joaquín y Tomás Carreras Artau, Marcial Solana y Miguel Cruz Hernández, que inspirados por Menéndez Pelayo han levantado el edificio de la Historia de la Filosofía Española, aunque la obra haya quedado incompleta al detenerse en el siglo XVII. Posteriormente, si tenemos en cuenta que la renovación del Krausismo culminó en nuestro siglo con la obra de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Zubiri y la llamada Escuela de Madrid, junto a los filósofos contemporáneos –los que López Quintas incluye y los que no incluye en su libro–, evidentemente no podemos hablar en serio de la inexistencia de la filosofía española, por muy pobre que el panorama quiera considerarse.

Reconforta pensar que al cabo de un siglo la situación ha cambiado de tal manera que aquella polémica es irrepetible hoy. El problema ahora no es el de la existencia o inexistencia de la filosofía española, sino el de su valor y significación, que subyace al enfrentamiento Pizán-López Quintás. El mismo Ortega y Gasset llega a admitirlo implícitamente cuando, hablando del libro de Menéndez Pelayo sobre la ciencia española que antes mencionamos, dice: «Antes de su libro entreveíase ya que en España no había habido ciencia; luego de publicado se vio paladinamente que jamás la había habido. Ciencia, no; hombres de ciencia, sí.» Claro que esto resulta aparentemente contradictorio, pues a la postre no son sino los hombres de ciencia quienes hacen la ciencia, y con ello lo que quiere Ortega señalar es la especial característica de discontinuidad de nuestra ciencia, a la que acaba calificando de «ciencia romántica» en contraposición a la «ciencia clásica» alemana. En definitiva, los españoles hemos hecho ciencia (y filosofía), aunque esa ciencia sea «bárbara, mística y errabunda», según los calificativos orteguianos. Ya vemos, pues, que en el mismo Ortega la cuestión no es la de la existencia de la filosofía española, sino la de sus caracteres específicos. Y una diferencia acerca de los mismos es lo que le lleva a Manuel Pizán a considerar a la filosofía española corno «enteca», mientras Alfonso López Quintas estima que «el estilo hispánico de pensar está llamado a jugar un papel decisivo en el concierto actual de la cultura». Entre estos dos extremos, ¿qué hay de cierto?

Caracteres nacionales

Ante todo hay que notar que cuando hablamos del valor de la filosofía española la estamos contraponiendo implícitamente a otras filosofías nacionales, con lo que se implica la existencia de caracteres nacionales de la filosofía. Sin embargo, de hecho esto es negado por nuestros más conspicuos progresistas que reafirman la universalidad del pensamiento filosófico y su internacionalismo. La cosa no deja de sorprender, pues los mismos progresistas que afirman y reivindican los valores peculiares de nuestras regiones, niegan o regatean los valores nacionales. Sin duda, consideran ésta una preocupación nacionalista, incompatible con los afanes de una época que intenta superar los nacionalismos, sin darse cuenta que los caracteres nacionales existen hoy tanto como ayer, y que la única forma de superar las diferencias entre las naciones es reconocerlas, aceptarlas y englobarlas en una unidad superior. De la misma manera que la superación de los regionalismos no es la negación de su existencia, sino el reconocimiento de comunidades diferenciadas que deben vivir integradas en un orden más elevado. Por lo demás, la existencia de caracteres nacionales de la filosofía es un hecho que salta a la vista de cualquier observador imparcial en la existencia del pragmatismo inglés, el racionalismo francés o el idealismo alemán.

Ahora bien, sentado que existen unos caracteres nacionales de la filosofía y que no es reaccionario ocuparse de ellos, podemos enfrentarnos con el tema de que hablábamos antes: la diferente valoración del que López Quintas llama «estilo hispánico de pensar». Y a este respecto es evidente que ese «estilo hispánico» no puede ser el de unos cuantos pensadores, dejando fuera el resto. Es el problema que ha suscitado la polémica que nos ocupa, y que sin duda alguna constituye la cuestión central de toda la filosofía española. Un hecho revelador es la existencia en estos momentos de dos grupos de pensadores y filósofos españoles claramente diferenciados: los residentes en España y los que viven fuera de ella. Y este hecho decimos que es revelador porque no es producto –o no lo es solo– de una circunstancia histórica aislada, como nuestra última guerra civil, sino consecuencia de todo un planteamiento secular de la vida intelectual española. De aquí lo que la emigración de 1936 tiene de sintomático de una característica permanente de nuestra tradición filosófica: el hecho de que en todas las épocas algunos de nuestros más eminentes pensadores hayan tenido que vivir en el destierro; hecho que ha impedido hasta nuestros días crear una verdadera tradición de pensamiento filosófico en nuestro país. Dejando aparte a los erasmistas del XVI, porque ese movimiento tiene más de religioso que de propiamente filosófico, citemos al azar unos cuantos nombres: León Hebreo, Luis Vives, Francisco Sánchez, Miguel Servet, Pablo de Olavide, Alvaro Flórez Estrada, M. Pérez de Camino, Jorge Santayana, Jaime Serra Hunter, Fernando de los Ríos, &c., y toda la pléyade de pensadores que ahora enseñan y trabajan en diversos países de América, y cuya nómina –como he mostrado en otro lado– es extensísima. Y para citar en mi apoyo una opinión imparcial, la del argentino Francisco Romero, transcribiré sus palabras: «Esta filosofía española participa de la condición habitual de los filósofos españoles: el destierro. Destierro total y corporal en los más; destierro en su propio país, en los otros.»

Imparcialidad

Esta situación plantea la cuestión del valor de la filosofía española en sus justos términos, es decir, aquellos que permitan hacer justicia a ambas posiciones, pues sólo una historia o un panorama de la filosofía contemporánea que recoja a los pensadores de dentro y de fuera de España, o, mejor aún, a los profesores y a los no profesores, para usar la clasificación que Valeriano Bozal utilizaba en estas mismas páginas, dará satisfacción al anhelo de imparcialidad, propio de toda investigación seria. Pero esto supone manejar un criterio de valoración que permita integrar armoniosamente a dichos pensadores y que no constituya una amalgama artificial, resultado de poner unos junto a otros; defecto en el que, por cierto, cae el libro de López Quintás. Esto no quiere decir que no se pueda estudiar por separado a un grupo de pensadores, unidos por alguna afinidad, como, por ejemplo, yo he hecho con los de América, siempre y cuando dicho criterio de valoración subsista bajo el estudio correspondiente. Por lo demás, mi libro no era más que un primer paso preparatorio de una tarea más importante. De momento, se trataba de restablecer al nivel filosófico una continuidad cultural que la guerra civil había roto, y esa continuidad sólo podía lograrse mediante un conocimiento de nuestro inmediato pasado filosófico, que resultaba absolutamente desconocido para las generaciones jóvenes.

Ya advertirá el lector que el tema tiene repercusiones más que filosóficas, pues en él está implicado todo el problema de la cultura, y aún más lejos, toda la estructura social y política. Por supuesto que entrar aquí en semejante asunto se saldría absolutamente del tema y supondría meternos en un laberinto del que ni con el hilo de Ariadna estaríamos seguros de salir.

Criterio de aglutinación

Me parece suficiente el haber centrado con las anteriores reflexiones, si es que lo he logrado, algunos de los problemas de fondo que plantea la polémica objeto de estas líneas. Ahora, si se me permite echar mi cuarto a espadas, señalaré cuál creo que puede ser el criterio de aglutinación de nuestra tradición filosófica. Pues bien, ese criterio no es –no puede ser, a mi juicio– otro que el siguiente: la filosofía como negación de la religión del «éxito». Es sabido que España se separó de la evolución europea en el siglo XVII. Y si ésta separación, que hoy nos sigue manteniendo atrasados con respecto a la mayoría de los países occidentales, tuvo numerosos aspectos nefastos, no dejó de tener alguno positivo. Entre éstos, yo considero fundamental la negativa de aceptar la razón de Estado como eje de nuestra política exterior y a mantener en consecuencia una filosofía del humanismo integral que exalta los valores humanos y espirituales frente a los puramente sociales o materiales. En la concepción del mundo del hombre español lo importante no ha sido nunca «tener éxito», sino «quedar bien». Ante Dios, ante los demás o ante sí mismo, pero «quedar bien» siempre. Y esto responde a un valor íntimamente vinculado al sentido de nuestra cultura y de nuestra filosofía.

Repasando un poco al azar nuestra tradición filosófica observaremos que esa negación de la religión del «éxito» está presente desde el siglo XVI, por lo menos, hasta nuestros días. En realidad, esta postura tiene sus raíces religiosas en un «catolicismo» que, aunque haya dejado de ser compartido por muchos de nuestros filósofos modernos, ha marcado una impronta decisiva de nuestra cultura. Así como el protestantismo, y en especial su versión calvinista, han sido el origen del capitalismo y de la religión del «éxito», en la mayoría del mundo occidental, en España el catolicismo ha dado origen a una preocupación predominante por los valores del hombre.

La «conciencia disidente»

En esta línea hay que situar la teoría del Estado de la Contrarreforma con la figura del «príncipe cristiano» en el centro, en cuya inspiración se forja el pensamiento antimaquiavelista de un Rivadeneyra o de un Saavedra Fajardo, por ejemplo. Dentro de esta corriente está también el pensamiento de nuestros teólogos –juristas del XVI que se negaron a justificar la conquista de América frente a los intereses de Carlos V y del Imperio, aceptándola sólo cuando tales intereses fueron compatibles con los de los indígenas–, lo que dio origen a la fundación del Derecho internacional por Vitoria. En la misma dirección se mueve Las Casas, al que no le importa levantar la opinión internacional contra España con el fin de defender a los indios. Y no se piense que los heterodoxos de la época lo eran por ir contra esta corriente de pensamiento, sino por llevarla mucho más lejos, como era el caso de los hermanos Valdés. Desde aquella época los intelectuales fueron la «conciencia disidente» que no han dejado de ser hoy…

Si pasamos a la época moderna se pensará que las cosas han cambiado, y, sin embargo, lo más fecundo del pensamiento español –aún alejado oficialmente del catolicismo– no ha dejado de afirmar la filosofía como negación de la religión del «éxito». Desde el Krausismo hasta Unamuno y los modernos críticos de la sociedad de consumo, la característica de la filosofía española ha sido la afirmación de un mundo donde –frente al humanismo que las estructuras capitalistas hacen «imposible»– se forjen las condiciones socioeconómicas que permitan el surgimiento de un auténtico humanismo. Esta ha sido la tradición de la filosofía española, y ésta será sin duda la línea del futuro, siempre y cuando las estructuras sociales y políticas permitan vivir bajo el mismo cielo a los que ahora están dentro y a los que viven fuera, superando así un problema de convivencia intelectual que de momento continúa existiendo.

José Luis Abellán