Filosofía en español 
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Polémica: La filosofía española contemporánea

Hace quince días Madrid publicó una réplica de don Javier Sádaba, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, a nuestro colaborador don Manuel Pizán sobre el tema de Amor Ruibal y la filosofía española. Tal como anunciábamos en nuestro suplemento del miércoles pasado, publicamos hoy la contrarréplica de nuestro colaborador, de cuya oportunidad juzgarán nuestros lectores y que es un eslabón más de la polémica que desde hace meses se viene desarrollando en nuestro diario sobre la filosofía española contemporánea. Con la respuesta del señor Pizán cerramos temporalmente el tema, sobre el que seguramente habremos de volver más adelante, enfocándolo desde perspectivas muy diferentes.

Madrid agradece a cuantos desde las diversas posiciones teóricas han intervenido en la polémica y a todos cuantos la han seguido a lo largo de estos dos últimos meses.

Manuel Pizán

Amor Ruibal y la filosofía española: centrando el tema

Cuando se insiste en personalizar una discusión teórica que, como ésta, planteada alrededor de la filosofía contemporánea española, podría ser tan fructífera, me invade una cierta incomodidad. ¿Tan mal está de costumbres de discusión civilizada nuestra intelectualidad, que no sabe replicar sin argumentos ad hominem? Y, sobre todo, ¿por qué siempre desviar el tema, divagando marginalmente? Me tranquiliza, de todas formas, saber que ese no es el procedimiento habitual, al menos de muchos pensadores actuales en nuestro país. Y en cualquier caso, no debería serlo de nadie.

El señor Javier Sádaba, adscrito al departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma, dirigido por Carlos París, sostiene que ciertos juicios míos de pasada sobre Amor Ruibal carecen de fundamento, y lo expresa de forma ciertamente contundente y amplia. El tema de Amor Ruibal no es especialmente interesante, pero ya que el señor Sádaba lo trae a colación, podría ser conveniente hacer algunas precisiones sobre el particular, como paso previo a centrar el tema tal cual creo que realmente es.

Cuando da una lapidaria definición de idealismo, ¿a cuál se refiere? ¿Al absoluto, al alemán, al crítico, al filosófico, al hegeliano, al neoconfucionista, al objetivo, al subjetivo, al trascendental? Porque según se trate de una u otra rama, las cosas pueden variar mucho, y el tipo de definiciones vagas y estirables que sirven así de apoyatura a la argumentación de Sádaba sí que dejan frío a cualquiera. Porque Amor Ruibal, pese al curioso intento de hacérnoslo pasar por estructuralista y hasta por neopositivista «avant la léttre», se inscribe dentro del marco de la filosofía escolástica e idealista, basada en la especulación abstracta, en la que, como dice José de la Luz y Caballero del idealismo en general, «si la realidad no se adapta a las ideas, tanto peor para la realidad».

Escolástica

Un pensador que vincula esencia y temporalidad, metafísica e historia, que subraya acentuadísimamente la importancia de la ontología dentro de su marco ideológico, que monta su teoría de la relación –en la que el señor Sádaba, no sé por qué, encuentra un paralelismo con tema del mismo nombre, y sólo el nombre es coincidencia, con el marxismo, en Whitehead, Russell y hasta Wittgenstein– sobre una presunta propiedad trascendental del ser, al igual que hace con la causalidad, en directísimo paralelismo con la escolástica, es, filosóficamente hablando, idealista. En cuanto a monismos, remito a (CMI279) donde se hallarán referencias claras.

Cuando resulta que un pensador, y es el caso de Amor Ruibal, habla de una correlacionalidad a nivel ontológico entre los seres del universo de la que el conocimiento es una manifestación; cuando cae en el relativismo cognoscitivo; cuando afirma que la posibilidad de formación de las ideas se asienta en la «correlacionalidad universal –PFFD, octavo, 167-8–; cuando dice que el carácter constitutivo primario de los elementos simples los hace incognoscibles –con lo que se acerca más a Aristóteles que al «concepto vacío» de que habla Sádaba–; cuando escribe, nada menos –PFFD, noveno, 56– bases «relativamente absolutas», lo que es una contradictio in terminis; cuando añade que «la esencia en el orden metafísico, que no es otra cosa sino lo que se nos ofrece como centro dinámico del ser para constituirse en su peculiar entidad –por el cual la cosa es lo que es–, sólo llega a ser conocida de una manera adecuada cuando alcanza el ser de la cosa en relación, si es del orden sensible; o, en otro caso, en las relaciones que hacen discernible un elemento ontológico que deba considerarse como centro dinámico respecto a las demás propiedades» (PFFD, noveno, 58, 59) se perdonará que no se le tome muy en serio, aunque haga pinitos de sintetismo ontológico.

Planteamiento

Cuando, por otra parte, se ve que sigue muy de cerca los planteamientos escolásticos –aunque intente revisar algunas de sus contradicciones más flagrantes, y quiera depurarlo de platonismos–; cuando, por citar un botón de muestra, acepta las tres formas de vinculación de la escolástica –orden, subordinación y potencia– y lo que hace es añadirle una cuarta, cuando habla de «la conveniencia intrínseca de los elementos reales que constituyen cada ente en lo que es». Cuando afirma que «Algo absoluto… que impone sus leyes…, es, como fácilmente se colige, el orden ontológico trascendente (PFFD, noveno, 72-3), de donde es necesario concluir que el tipo fijo y estable de la naturaleza en sentido aristotélico, cada, una según su forma, queda subordinado a la voluntad divina» (CMI, 235); cuando monta una interrelación orgánica y jerárquica de todo el universo –y éste es su punto de contacto, que tanto preocupa al señor Sádaba, con Romano Guardini, también pensador neotradicional y neoescolástico, pese a todas las diferencias de matiz que se encuentren –dentro, por otra parte, de la más pura tradición y creencias católicas preconciliares, no sé qué otro calificativo cuadra a Amor Ruibal sino el de neoescolástico.

Fernández de la Mora y el padre Martínez

Aunque Gonzalo Fernández de la Mora diga (Pensamiento español, 1968, pág. 36) que, «como filósofo en sentido estricto, Amor Ruibal es el más eminente que habíamos tenido desde el siglo XVIII», parece claro que, sólo con que nuestro pensador hubiera aplicado a sus propios textos sus conocimientos filológicos, se habría dado cuenta de que muchos de ellos no pasaban de ser proposiciones no significativas, propias acaso de la mística o de la poesía, pero no, ciertamente, de ninguna teoría que pretenda ser científica. Y ya en vena de citas, espero que no se considere que el señor Luis Martínez Gómez, S. I., profesor de la Facultad filosófica de Alcalá de Henares, es sólo un «clérigo bienintencionado», al que me acojo para ahorrarme los textos mismos de Amor Ruibal. Porque aquél, en sus apéndices a la tan elemental y tan conocida Historia de la filosofía, de Johannes Hirschberger –ninguno de los dos podrá ser considerado, espero, ni como antiescolástico ni como desconocedor de la Escuela–, dice que «la obra fundamental de Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma, resulta así una revisión a fondo de las teorías filosóficas católicas, sobre todo escolásticas». Su estilo, en esto están todos de acuerdo, es desordenado y confuso, lanzándose a una especie de universal confusionismo de misteriosas intergravitaciones correlacionalentitativas. Porque, en efecto, recurre con cierta frecuencia a conceptos como misterio, oscuridad, prodigios y cosas inexplicables, no muy filosóficos.

«Vuelve en Amor Ruibal –prosigue Martínez Gómez, refiriéndose a PFFD, cuyas primeras páginas estaban escritas en latín, cosa que, naturalmente, no afecta a su contenido, pero que es sintomática de una cierta mentalidad– a ser realidad la concepción unitaria de la ciencia, sin división temática entre filosofía y teología», algo bien propio de la escolástica. Porque, «aun siendo especialmente dura la crítica de la escolástica…, Amor Ruibal ha de ser considerado fundamentalmente escolástico y medieval; dentro de ese marco ha de encontrar, a su juicio, solución los grandes problemas», y esto debido a que, aunque pretenda depurarla de platonismos, «sostiene la excelencia de su método, analítico, discursivo y sobrio».

Heidegger

Heidegger

Se explica, con estos antecedentes, su relación con parte del peor Heidegger, con algunos de cuyos planteamientos ontológicos coincide. Como se comprende, por otra parte, que lejos de haber caído exclusivamente bajo el monopolio de una escuela de pensamiento provinciana, hayan tratado de él pensadores como Gonzalo Fernández de la Mora, Ángel González Álvarez, Ramiro Ledesma Ramos, Adolfo Muñoz Alonso, Giovanni Bertini (en L'Osservatore Romano) y Alfonso López Quintás, todos ellos encuadrables dentro de unas concretas coordenadas ideológicas. Por otra parte, cuando alguien quiera convencerse del antimodernismo de Amor Ruibal, puede ver, por ejemplo, en su carta a Emilio Silva, del 30-7-1929, refiriéndose a los pensadores modernos, cuando habla de «ese universal desconcierto entre sus filósofos…, deseo desorientado de novedades…, incapacidad para una labor constructiva…». Como, por otra parte, ya había citado este texto en el artículo mío que provocó el de Sádaba, me pregunto, al ver cómo lo pasa por alto, si lo llegó a leer con atención antes de replicarle.

¿Qué revisionismo?

Para cerrar, pues, el tema de Amor Ruibal –puramente marginal a mi propósito, que no es, ciertamente, el de enzarzarme en una serie indefinida de discusiones laterales a nivel personal– quisiera puntualizar dos aspectos del artículo de Sádaba. Uno de ellos me llama revisionista. Como todo revisionista lo es de algo, y el concepto «revisionista» absolutizado y en abstracto no tiene sentido en sí y aislado, me siento enteramente incapaz de comprender el alcance del epíteto. Por otra parte, me extraña aún más la idea del señor Sádaba de que la sociedad determina el pensamiento de forma mecánica y grosera, como si fuera una fábrica de autómatas todos igualitos. Desde el momento en que, dentro de una misma sociedad, hay diferentes escuelas de pensamiento, y aun dentro de una misma escuela hay claras diferencias individuales, parece obvio admitir que la determinación es a última instancia, y que entran en juego una serie de factores muy complejos y muy ricos, personales, culturales, familiares, sociales y, por supuesto, económicos, que, según su forma de sobredeterminación, imprimirán tal o cuál impronta a cada pensador, aunque éstos, en su conjunto y en última instancia, sí estarán socialmente determinados. Por otra parte, estos pensadores accionan también sobre la sociedad, con lo que se establece una dialéctica de acciones y reacciones mucho menos ingenua que la que el señor Sádaba parece proponer.

Centremos el tema

Pero todo esto, repito, son temas laterales. Javier Sádaba lo dice, por cierto muy bien, en su artículo: «Si queremos lanzarnos a fondo dentro de la polémica de si hay o no filósofos o filosofía española, vayamos al grano y dejemos la paja a un lado.» Yo creo que eso es lo que debe hacerse, y en cierto modo lo intenta en su artículo José Luis Abellán. Lo que ocurre es que, como citaba en estas mismas páginas incisivamente Antonio Márquez, «mientras los filósofos críticos apuntan con el dedo a la realidad, los “filósofos” ortodoxos se dedican a estudiar el dedo». Y la realidad, la realidad de lo que ha pasado, desde hace varios siglos, y está pasando todavía, con la filosofía española, o mejor, con los filósofos españoles, es algo que está pidiendo a gritos que se estudie con seriedad y científicamente.

Manuel Pizán