Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, agosto 1918 · número 2
año I, vol. I, páginas 61-65

Mariano Ibérico Rodríguez

González Prada, pensador
 

La filosofía no es precisamente una hipótesis; es, más bien, una impresión. No debe ser una fórmula, sino un criterio viviente que penetre todas las cosas y las percibe en una armoniosa vibración. Por esto, en toda visión de arte, en toda emoción profunda, en todo vasto anhelo hay filosofía. Y por esto, también, cuando se desee encontrarla en la obra de los poetas, de los artistas o de los apóstoles, será menester buscar, por debajo de la mera ideología, el sentido íntimo, la tendencia esencial de todo el conjunto de intuiciones, de pasiones y de actos que se organizan en la fecunda expansión de una gran existencia.

Decimos esto a propósito del pensamiento de González Prada, porque en él, la labor especulativa no se ofrece como una rígida sistematización de conceptos, sino como una fresca y espontánea interpretación de la vida. Lo característico no está en los conceptos –símbolos provisionales de un estado de espíritu–; lo está en un cierto sentimiento, en una cierta determinación constante de la personalidad entera, que se traducen por el admirable contenido artístico de la obra y por la viril exaltación del esfuerzo y de la lucha.

Desde este punto de vista, estudiemos la concepción filosófica de González Prada, comenzando por señalar las grandes líneas de [62] su pensamiento en orden a las tres fundamentales cuestiones humanas: Religión, Arte, Moral.

La rebeldía intelectual de González Prada no podía conformarse con la intangibilidad de los dogmas religiosos; su espíritu crítico no podía admitir un sentido sobrenatural en las leyendas míticas; su temperamento combativo y su creencia de que el dogmatismo teológico comprime el desarrollo intelectual y moral, le llevaban a atacar duramente todo sectarismo, todo credo incondicional y definitivo. Esperaba como Guyau, cuya influencia traduce, en la Irreligión del Porvenir, llena de un generoso sentido moral. Convencido de que las religiones son frutos de ignorancia, saludaba fervorosamente el advenimiento de una cultura netamente científica y por completo libre. Pagano por más de un aspecto, fue injusto cuando escribió: «El Cristianismo se redujo a la reacción de fanatismo judío y oriental, contra la sana y hermosa civilización helénica; pero fue una reacción sui generis, en que el vencedor no hizo mas que engrandecerse con las últimas grandezas del vencido.»

A tan eximio artista, no lo faltó la intuición de la suprema excelsitud del Arte. «El Arte, escribe, ocupa la misma jerarquía que la Religión y la Ciencia. Como posee la música o el ritmo, excede a la Ciencia en la armonía y como no depende de creencias locales, ni se manchó jamás con sangre, excede a la Religión en lo universal y en lo inmaculado». Bella concepción que puso en su vida y en sus pensamientos, un noble sello de elevación y de desinterés.

En cuanto a la moral, González Prada preconiza la vigorosa ética del esfuerzo. Concorde con el espíritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo científico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo, una estrecha moral eudemonista, ni tampoco la resignación a la necesidad cósmica que realizó Spinoza. Por el contrario, su personalidad descontenta y libre, superó las consecuencias lógicas de sus ideas y profesó el culto de la acción y experimentó la ansiedad de la lucha y predicó la afirmación de la libertad y de la vida. Hay evidentemente algo del rico pensamiento de Nietzsche, en las exclamaciones anárquicas de Prada. Y hay en éste como en Nietzsche la oposición entre un concepto determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso interior.

Pero en la moral de González Prada hay también amor. En su devoción por un noble ideal humano, nos dice que somos deudores del mañana, y nos invita a preparar con nuestros anhelos, con nuestras fatigas, con nuestras abnegaciones, el advenimiento de una época mejor, donde la justicia, la bondad, la belleza florezcan sobre la tierra trabajada por la labor de mil generaciones. [63]

Hemos expuesto, a grandes rasgos, tres órdenes de ideas que, naturalmente, se relacionan con una cierta concepción general del mundo y de la vida. El maestro condensa sus meditaciones al respecto en las breves y admirables páginas del ensayo «La Muerte y la Vida».

Cuando pensamos en la muerte, el problema de la vida adquiere su máxima tensión. Entonces nos apremia más que nunca la necesidad de saber el significado de nuestras inquietudes y esperanzas. ¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? Las eternas preguntas, en que se exaspera nuestra pobre ansiedad. ¿Pero la vida, al menos, vale la pena de ser vivida?

González Prada constata el dolor en el fondo de la vida. «Todo lo creeríamos un sueño, dice, si el dolor no probara la realidad de las cosas.» Y con acentos de un pesimismo desolador nos habla de este hondo drama de la existencia, donde «vivir significa matar a otros, crecer, asimilarse el cadáver de muchos», donde toda alegría tiene una lúgubre resonancia y toda ilusión prepara un negro desengaño. Los hombres sufren, y con ellos sufre todo lo creado. «Quien dijo existencia, dijo dolor, y la obra más digna de un Dios, consistiría en reducir el Universo a la nada».

Ante el dolor universal y eterno, siente el pensador una inmensa simpatía por todo lo que padece; desde el hombre, hasta las aves, las nubes, las piedras. Y con piedad, que recuerda la de Schopenhauer, anhelaría «que la humanidad tuviera un solo rostro, para poderla enjugar todas sus lágrimas».

Después de fatigas y dolores, el misterio insondable. «¿Existe algo más allá del sepulcro? ¿Conservamos nuestra personalidad o somos absorbidos por el todo como una gota en el Océano? ¿Renacemos en la Tierra o vamos a los astros para seguir una serie planetaria o estelaria de nuevas y variadas existencias?» Nada sabemos, observa González Prada; desde que las religiones y las filosofías se debaten en meras fantasías sin valor probatorio.

Entonces ¿qué debemos esperar de la Muerte? No esperemos nada, nos dice el Maestro. Si hay algo, lo sabremos más allá del sepulcro, si no hay nada, no seremos engañados. Tampoco nos acojamos a nadie. Nadie tiene en cuenta nuestras lamentaciones ni nuestros deseos. Habitando una naturaleza indiferente, incluidos en una red de leyes inflexibles ¿quién sabe qué nuevos dolores, qué nuevas desgarradoras realidades vendrán a herirnos en las sucesivas transformaciones que nos impondrá la vida?

Grande es nuestra esclavitud, desventurada nuestra suerte. «Nacemos sin que nos hayan consultado; morimos cuando no lo queremos, vamos tal vez donde no desearíamos ir. Años de años [64] peregrinamos en un desierto, y el día que fijamos tienda y abrimos una cisterna y sembramos una palma y nos apercibimos a descansar, asoma la muerte. ¿Queremos vivir?, pues la muerte. ¿Queremos morir?, pues la vida.»

Pero no importa. Si la muerte es un misterio impenetrable, si la vida es un dolor acerbo, si toda providencia parece estar ausente del mundo, no importa. El miedo, afirma González Prada, es indigno del hombre: «Cuando la muerte se aproxime, salgamos a su encuentro y muramos de pie como el emperador romano», y antes que pedir la gracia de un auxilio sobrenatural, «vale más aceptar la responsabilidad de sus acciones y lanzarse a lo Desconocido, como sin papeles ni bandera, el pirata se arroja a las inmensidades del mar».

Tal es la actitud de González Prada, frente al enigma de la muerte. Hay en ella una rara valentía y un orgullo satánico, junto a una cierta embriaguez de aventura. En la alternativa de marchar humildemente a lo desconocido o de desafiarlo con altivez, González Prada opta por lo último. Sin la creencia en un futuro reparador, sin la expectativa de una paz final, esta afirmación de la vida ante la muerte, tiene un acre sabor trágico.

Cuan diversamente pensaba en la muerte el alma religiosa de Lamartine, cuando compuso esta dulce estrofa:

On dirait que son oeil, q'éclaire l’esperance,
Voit l’inmortalité luir sur l’autre bord:
Au delá du tombeau sa vertu le devance
Et, certain du réveil, le jour baisse, il s'endort.

Si no hay rebelión posible ante la muerte, en la vida nos toca la lucha, repite González Prada. Si el hombre aislado nada o poco vale «¿sabemos, pregunta, el destino de la Humanidad? De que hasta hoy no hayamos resuelto el problema de la vida, ¿se deduce que no lo resolveremos un día?» Con la esperanza de conseguirlo –esperanza alentada por la realidad del progreso humano– debemos esforzarnos en una tarea continua y desinteresada. Si solos y desamparados hemos podido luchar contra innumerables elementos hostiles y prevalecer sobre ellos, solos sigamos caminando hacia el mañana, que por un constante enriquecimiento de experiencias irá creándose una nueva humanidad. «No pedimos la existencia, pero con el hecho de vivir aceptamos la vida. Aceptémosla, pues, sin monopolizarla ni quererla eternizar en nuestro beneficio exclusivo. Nosotros reímos y nos amamos sobre la tumba de nuestros padres; nuestros hijos reirán y se amarán sobre la nuestra». [65]

Con este culto ferviente por la Humanidad, remata el arco intelectual que hemos intentado seguir. En él se advierten una constante vibración de rebeldía y, constantemente, también, una orientación ideal, hondura de pensamiento que florece en magníficas imágenes y un soplo de inspiración que sacude la obra, poblándola de ritmos profundos.

Llena de un serio sentido de la vida, llena de sugestiones y bellezas, esta obra tiene una majestuosa elevación. Como esas altas montañas que sobre la ambigüedad de los senderos, yerguen ante los ojos del peregrino, su serenidad y su eternidad.

Mariano Ibérico y Rodríguez

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