Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, abril de 1923 · número 58
año VI, vol. X, páginas 591-593

Edwin Elmore

Unamuno en Yanquilandia

(Hacia una verdadera compenetración de culturas)

Después de ese gran desesperado del pensamiento y terrible lógico en la acción, que fue Don Quijote, ha entrado en Yanquilandia un Quijote redivivo, un Quijote consciente y vocacional, un Quijote en quien la razón y la fe se acercan infinitamente, como la parábola y su asíntota, sin encontrarse nunca: Don Miguel de Unamuno.

Una de las primeras impresiones críticas que se ha dado, en lengua inglesa, del egregio pensador hispano, corridos más de dos años de la versión de El sentimiento trágico de la vida que prologara Madariaga, nos la ofrece en The Freeman, magnífico semanario neoyorquino, Mr. John Gould Fletcher.

Mr. Fletcher considera a Don Miguel como el más grande de los pensadores espiritualistas modernos. Comentando una observación escéptica de otro crítico acerca de la generación de intelectuales que ha arrojado lejos de sí las preocupaciones y los problemas espirituales, el articulista de The Freeman observa cómo en diversos países existen grupos de pensadores que a pesar de la guerra, a pesar de la «relatividad», a pesar de todo, insisten en perseguir lo que denomina «the hopeless and Victorian quest for universal, absolute lows of life»{1} «Among them –agrega– the greatest is a Spaniard»: entre ellos el más grande es un español «un hijo de la tierra que nos dio al Greco y a Goya, a Loyola y a San Juan de la Cruz, a Cervantes y a Pizarro».

Este paladino reconocimiento de la soberanía mental de un escritor tan castizamente español como Unamuno y que tan vivamente vinculado se halla a nuestra cultura, tiene singular importancia para nosotros. Es muy significativo el triunfo espiritual de este hombre que desde hace más de treinta años viene nutriendo la mentalidad de esas dos grandes penínsulas que se [592] extienden, una al sur de Europa y la otra al sur de Yanquilandia, (aunque por fuerza de la imagen quede México, nuestro querido México, al margen). Y es más significativo aún que el reconocimiento de ese triunfo espiritual empiece a abrirse paso en el país donde gobierna Harding, el omnipotente apoderado de los magnates financieros e industriales de Wall Street, el retórico propagador de fementidos ideales pacifistas de Washington (1922), el jefe de un gobierno buro-pluto-crático que, desde la eminencia de la Casa Blanca, pretende desconocer y desautorizar los principios de gobierno genuinamente democráticos y humanos, del más bizarro de los pueblos hispano-americanos.

Cuando la fuerza mental de hombres como Unamuno, genuinos productos de la raza y la civilización que han germinado en zonas desconocidas del mundo anglo-parlante, empiecen a imponerse a la estimación de las gentes del Norte; cuando la pujante, y en ciertos sectores generosa y sutil, cultura anglo-sajona empiece, a tomar en consideración a hombres como Ortega y Gasset, (superior este a Santayana, –notable filósofo, crítico y poeta de habla inglesa y de origen hispánico,– según el escritor inglés J. B. Trend, actual estudiante de la Residencia de Madrid); cuando ya no sólo los críticos estudiosos, sino, también, los grandes públicos de la cultura inglesa y norteamericana, conozcan y estimen la labor intelectual de un Ayala, un Maeztu, un Eugenio D'Ors, un Alomar o un Posada; cuando los hombres que desde Londres y Nueva York dirigen los grandes sindicatos y corporaciones que comercian en lanas, carnes, azúcar, petróleo y minerales, sepan y tengan presente que en las tierras que colonizara la España de Santa Teresa y Loyola, Saavedra Fajardo y Calderón, no sólo se produce esas materias primas, sino, también, seres humanos que siguen la tradición de aquellas cumbres de la humana inteligencia; cuando los periódicos de Nueva York y de Londres no sólo hablen de la cotización del cobre o del algodón, sino, también, de nuestra producción espiritual, entonces, únicamente entonces, podrá afirmarse que se inicia una época de fraternal y hermosa compenetración de dos culturas que ahora mutuamente se ignoran, y podrá empezar a hablarse de la posible realización del ideal pan-americano, hoy tan llevado y traído para bien de las marcas de fábrica que protege el Tío Sam y menoscabo de nuestro libre e independiente desarrollo, como miembros de colectividades soberanas y autónomas.

Ya se han traducido en Nueva York el Ariel de Rodó, La Busca de Baroja, el teatro de Martínez Sierra, los Quintero y Benavente, para no referirnos al triunfo, no tan merecido como [593] rotundo, de Blasco Ibáñez. Ahora necesitamos que se conozca bien en Inglaterra y, sobre todo, en Estados Unidos, a hombres como Zorrilla de San Martín, Lugones, Ingenieros, Rojas, Vasconcelos, Varona, García Calderón, Enríquez Ureña, Alfonso Reyes, Ernesto Quesada y esa pléyade ya innumerable de escritores, críticos, filósofos y publicistas, que, mediante un esfuerzo honrosísimo de auto-educación, han logrado sintetizar en su personalidad intelectual y en su sensibilidad de hombres actuales, las cualidades tradicionales de la espiritualidad francesa, a la rica urdimbre de las virtudes celtibéricas. Hombres, éstos, ya apercibidos a la gran batalla de ideas y sentimientos humanos, que fraguará la civilización del porvenir, hombres que han puesto en la más viril de sus universidades un letrero que afirma:

«Por nuestra raza
triunfará el espíritu.»

Si en Lima, Buenos Aires, la Habana y México leemos a Kipling, Chesterton y Bernard Shaw, a James, Dewey y Santayana, bien podemos aspirar a que no sea necesario que surja un imperialismo mercantil y militar de Hispano-América, para que los portavoces de su espíritu sean escuchados. Tal vez baste el interés de conquistar nuestros mercados. Pero para esto es necesario –es necesario señores diplomáticos del Perú y del Brasil, llamados ya a razón por El Sol desde Madrid– no servir de inconscientes instrumentos a los «politicians» del dollar y del «bigstick», y seguir la tradición honrosísima de los grandes patriotas argentinos que se llamaron Alberdi, Estrada, Drago, Mitre, Sáenz Pena…

Edwin Elmore.

Lima, Abril 15 de 1923.

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{1} La desesperanzada búsqueda de leyes universales de la vida de la época «victoriana», es decir del tiempo de la reina Victoria, o sea de los Carlyle y los Ruskin.

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