Filosofía en español 
Filosofía en español


José Vasconcelos

Recuerdos de Lima
La casa en que viví


Ensayo nocturno

Los géneros literarios necesitan renovarse,
adaptándose al estilo de la música,
estéticamente el más avanzado de todos los estilos.

Escribía sentado frente a la mesa y de repente se apagó la luz; en seguida advertí exclamaciones por toda la casa: la interrupción había sido general; unos tras otros fuimos saliendo de las habitaciones…

El patio estaba lleno de luna; la señorita Sofía paseaba con su novio, entre las plantas, que a esa hora daban sombras fantásticas. Los demás nos reunimos en el salón, semialumbrado por la luna que entraba de los balcones. Apenas tomamos asiento, la señorita Sofía se asoma, conversa brevemente, y nos deleita con su figura esbelta, blanca, luminosa; tanto la ama su prometido, que nunca la mira delante de nosotros.

Adentro estamos: la señora doña Sofía, severa y bondadosa, Rosita la festiva, y María la soñadora. La conversación languidece, la luna nos pone a pensar; por fin, se habla de mi próximo viaje… Usted se irá pronto, dice una amable voz, y, como es natural, se olvidará de nosotros; sin embargo, le hemos tenido cariño… Sí, agrega doña Sofía, lo sentiremos como a persona de la familia…

Yo pensaba en lo mismo, les digo. No debe negarse; las olvidaré un tanto, como ustedes a mí; unas cuantas cartas irán y vendrán durante los primeros años, después no sabremos más unos de otros; sin embargo, nunca las olvidaré.

Y en silencio pensé para mí: cada vez que sueñe en personas queridas, se me aparecerán ustedes; siempre que vea la luna, [627] entre el recuerdo de noches sentimentales, de amores violentos, o de congojas hondas, pasará también la suave imagen de ustedes: Sofía con sus bellos ojos, que adivinan la pena y la alivian; Rosita con sus cabellos rubios y sus alegres risas; la dulce María con sus romanticismos amables, y doña Sofía, modelo de mujeres fuertes, que a través de viudez y pobreza educó a sus hijos en el decoro y la virtud rigurosa…

Nunca más las veré… las recuerdo con la emoción con que se piensa en los muertos; pero además con una inquietud que no nos dejan los muertos: la inquietud de pensar en su suerte. También me apena la idea de que me juzguen ingrato, y quisiera escribirles una gran carta vehementemente; pero no sé que me detiene: quizás temo que las cartas disminuirán el afecto, lo irían entibiando poco a poco; mientras que así, separados bruscamente, parece que esperamos volvernos a ver muy pronto, sin cambio, tal y como nos dejamos, en el mismo ambiente de cariño puro.

 
Las fiestas

Nunca olvidaré el salón de las noches de fiesta; la curiosidad con que aguardaba las visitas, –parientes de la familia–; la distinción nativa de aquellas jóvenes; la buena cepa castiza que se revelaba en su andar armonioso y sus ademanes perfectos, en el brío de la conversación y el brillo de los ojos, en la dulzura familiar de aquel: «Pase no más…» que al principio no comprendía bien, y quiere decir, según entiendo, «Haga su albedrío».

Con todas bailaba, como si quisiera hartarme de Lima, y aunque sabían imponer respeto, yo me figuraba que cada una era mi novia. Los deliciosos coloquios me disipaban por breves instantes la ponzoña de la hermosa serpiente que me acechaba. ¡Ciudad voluptuosa, para mí sólo tuviste almas de sonrisa, acaso porque no penetré tus misterios; herido llegué a tus albergues y todo me fue bálsamo; te rememoro como un blando sueño!…

Yo siempre insistía en que se bailara La Marinera: la pareja danza con paso como de jota, gira y levanta los miembros, el hombre eleva un pañuelo que ondea, hay un instante de vértigo, y se concluye con un grito hondo y seco que pone radiantes los rostros… Después seguían los valses y danzas y todo lo que es universal; pero era única la gracia suave de las damas, el encanto amable, la alegría pura de aquellas reuniones. [628]

Una de esas noches fue aquel encuentro inolvidable y al mismo tiempo inocente. Ella era hermosa del tipo mío: brillantes y negros los ojos, abundante cabello, muy finas las facciones, y el resto de la figura flexible y opulenta. Nos miramos riendo; la contemplé divina. Me dijo:

—Señor…

Le contesté:

—Señorita…

Y en seguida nos separamos; pero adivinando el fondo de su intención me pareció que decía: ¿Por qué no eres de aquí?… Y hubiera deseado hacerme para siempre de allí, como quien reencarna en un mundo nuevo y amable.

El Quince de Setiembre celebramos la independencia mexicana. Luis, el hijo mayor y jefe de la familia, empleado en la Intendencia de Marina, se trajo del puerto dos enormes y hermosas banderas: la peruana con su noble escudo, y la tricolor con el águila que retoza en mi corazón. Asistieron los amigos de otras veces; se bailó y se cantó, hubo vino para los hombres, refrescos para las señoras, y para todos honesta alegría. Nunca olvidaré el himno peruano, entonado melodiosamente, con maternales acentos profundos, por aquella dama, bella aún, a pesar de que sus hijas ya se distinguían en el baile…

Aquella noche, ya tarde, cuando todos se retiraban, me llamaron aparte Luis y el oficial de marina, novio de Sofía; los tres, abrazados, brindamos indefinidamente, con aquel excelente pisco, por Guaymas y Mazatlán, por Manzanillo y Acapulco, y después por todos los puertos peruanos: Paita, Eten, Salaverri y Callao. Luego dormimos, como se duerme en Lima, profundamente y en paz.

 
Cantemos la alegría

Una noche nos desvelaron los vecinos con bailes, canciones y música. Un aire se me quedó para siempre, un cantar serrano del género que llaman Yaraví.

Lo repetían sin descanso; lamento mucho no poder trascribirlo. La literatura universal es todavía pobre e incompleta como medio de expresión, a causa de que, desde el principio, se descuidó el arte de escribir los sonidos. ¿Cómo es posible dar idea cabal de una situación, de un estado de ánimo, sin reproducir lo que tiene de más profundo, el canto que lo acompaña? Así que se nos eduque mejor todos aprenderemos a copiar melodías como [629] se escriben vocablos; sólo entonces llegará a perfección el estilo…

La canción se desarrollaba monótona y desalentada, acompañada de rasgueo de guitarras, lento y casi lúgubre, pero cada estrofa concluía con un retornelo alborozado que dice: Cantemos la alegría. El resultado era un extraño contraste, como de la imposibilidad de alcanzar la alegría. Toda la noche la pasé oprimido de angustia, y, a pesar de eso, consolado y engreído con la extraña canción. Hoy que recuerdo toda mi época de Lima, tan mezclada de acerba pena y de intensísimas alegrías, me parece que aquella canción era un símbolo: «Cantemos la alegría», cantémosla aún con las voces del dolor, pues al fin ella triunfa siempre en el espíritu; si no aquí, sí en el reino del espíritu.

 
El tormento

Cinco años estuvo el monstruo, mitad pulpo, mitad serpiente, enroscado en mi corazón. Poco a poco se fue desatando y lo que antes fuera opresión volvíase llaga sangrienta; por fin lo miré alejarse, agitando ruidosamente el cascabel. Parecióme enigmático aquel parlar de sonaja, mezcla de reproche y burla, de amenaza y queja… En aquellas noches solitarias, la visión rezaba conmigo, los anillos del reptil se ensanchaban simulando caderas y cabeza de mujer; su contacto me causaba escalofrío ¡pavor, no! ¿Por qué pavor, si un solo puñetazo habría bastado para aplastar la cabeza impía? No era terror, sino conmiseración, delirio de duda, y también ansia vehemente de exprimir una vez más la boca maldita, donde está el narcótico, el narcótico que alivia el ardor de las mordeduras.

 
Liberación

No era muy tarde, pero ya todos se habían retirado. La casa estaba en silencio; yo escribía algo baladí. En la pieza contigua, que estaba a oscuras, sonaron pasos; al levantar la cabeza escucho mi nombre familiar, pronunciado dos veces, con acento de angustia. Presto me levanto, abro la puerta, que tenía doble vuelta de llave… Afuera todo estaba desierto, las plantas en su sitio; a lo lejos la escalera ancha y obscura, pero sin una sombra… Vuelvo a mi mesa, y, con meticulosidad de neófito en el espiritismo, apunto la hora y la fecha; pero en seguida borro el apunte. No era voz de mi hogar limpio y tranquilo; de sobra la [630] conocí… Pasó un viento frío, como el de los crudos inviernos, y en él, un alma que se me apartó para siempre.

 
El alba

Son tan espesas las brumas de invierno, que apenas se advierte el amanecer; la llovizna menuda que llaman garúa humedece agradablemente el aire, y es voluptuoso dormir. En primavera, que allá es por diciembre, comienzan las mañanas claras; nos despierta la luz y el toque de las campanas llamando a misa, lo mismo que en las poéticas ciudades de mi país, mi México ingrato donde no me dejan vivir: Durango quimérico, Guadalajara muelle; Oajaca, donde mi madre oía sus misas de joven ¡tanta ciudad luminosa de donde estoy desterrado! ¡Qué lejos y qué distintas de las urbes sajonas, de casas de madera y rascacielos absurdos, donde el ruido de los pitos junta al humano rebaño para las tareas envilecedoras del mercado y del taller! La campana que me despertaba en Lima era la campana del convento de Santa Rosa. Allí están los restos de la santa. No pocas veces, con la imaginación me llegué al altar, pensando en su cara bonita y pura, que, de haberme conocido, no me habría negado la merced de una oración.

 
Las cenas

La comida se servía a las ocho; generalmente había invitados, –alguna bella y candida joven de alma que parecía perfume, y el novio de Sofía, quien, como en los cuentos, solía hablarnos de sus viajes: una tempestad por el Estrecho de Magallanes; un huracán en el Caribe, paseos amenos en Londres. Los huéspedes estudiantes bromeaban y hablaban de sus novias con esa delicada galantería que imponen las mujeres virtuosas. Una a una aparecían las jóvenes, fatigadas por la tarea diaria, una en el bordado, otra en los quehaceres de la casa; rara vez salían a la calle, habíanse habituado a conformarse con sus sueños. La señorita Rosa, encargada de servir, se burlaba de mi apetito, siempre firme, y yo me deshacía en elogios del arroz y los pallares y el cau cau, especie de pancita con arroz y aceite; disputaba porque a los frijoles se empeñan en llamarlos fréjoles con e, y por último, mi júbilo estallaba si aparecía el platón de Conchitas, –un marisco sonrosado que positivamente no tiene rival. Conversábamos alegres, y tú, Luis, hermano mío, cuando me observabas [631] triste ¡cuántas veces al repetir el vino doblaste mi ración, brindando conmigo sin preguntarme nada, y nunca ningún vino me supo mejor!…

Después de la mesa, algunos iban al salón, otros se retiraban; algunas noches se cantaba; por entonces estaba de moda el Pierrot, y aquí otra vez lamento no poder trascribir esta canción, y tantas otras escuchadas por la calle, saliendo de los balcones abiertos.

 
Las noches

Los limeños son trasnochadores por hábito; aunque no vayan al teatro o a la reunión, se están en los balcones o pasean por las aceras hasta pasadas las doce. Y son la delicia de esas calles los grupos de jóvenes parlanchinas y risueñas yendo y viniendo bajo la luz de los focos eléctricos. Algunas noches cuando las jóvenes terminaban su visita o su paseo, nos volvíamos a reunir, y nos entraba antojo de comer. ¿Os acordáis, amigos míos, de aquel gran queso que obsequió el entonces futuro Ingeniero C., y el chocolate del Cuzco que trajo el joven T., y el pan de huevo que ustedes llaman, extrañamente, Chancay? Y los dulces, los inimitables dulces limeños: las nueces en conserva, los limones rellenos, las pastas monjiles, los vinos generosos, la gracia de todas ustedes… Y a pesar de tanto recuerdo tierno, ni una carta les he escrito, amigos míos, y habrán pensado que mi afecto era sólo cortesía.

Pero no podrán creerlo… ¿Por qué no he escrito?… Algunas veces he soñado volver, pero eso no es un sueño imposible… Acaso no he hallado reposo para recordarlos debidamente, o es que temo que me interroguen, sobre alguna obscura congoja; ni yo mismo sé. Pero algún día he de escribirles; será una carta muy larga –¡ojalá para entonces el tiempo no los haya dispersado!– Me imagino lo que entonces sucederá: Luis se presentará con mis pliegos, se negará a mostrarlos antes de que todos estén reunidos, y después de la cena, juntos todos en el salón, los leerá despacio; ya al final le temblarán las palabras y acaso en los ojos de ustedes habrá algo de llanto como en los míos al escribirla.

José Vasconcelos.