Filosofía en español 
Filosofía en español


Miguel de Unamuno

Hispanofilia

Con referencia a las simpatías o antipatías que los españoles mostramos hacia unos u otros de los beligerantes, nos sale de vez en cuando algún compatriota diciendo que lo que hay que ser no es germanófilo, ni francófilo, ni anglófilo, sino hispanófilo. ¡Como si lo uno empeciese a lo otro! Hace pocos días atribuían ese mismo juicio los periódicos a un ex ministro de Estado.

Y no veo en qué la germanofilia, la francofilia o la anglofilia estén reñidas ni estorben a la hispanofilia. Hago la justicia, no ya honor, a los españoles que, como yo, se han pronunciado en uno u otro sentido, sin guardar la torpe e inmoral neutralidad del sentimiento, de creer que les guía ante todo y sobre todo su amor a España.

Lo que hay es que no es posible que los españoles todos tengamos la misma idea de nuestra patria y de su bien, y de lo que a ella le conviene. Eso no es, gracias a Dios, posible. Una unanimidad de pareceres en eso, sería la muerte. Hay unanimidades que sólo se logran por exclusión, y escamoteando los verdaderos problemas. Y esa que algunos llaman la unidad moral de España paréceme una unidad inmoral.

Los españoles que muestran simpatías por la causa de Alemania en esta guerra, lo hacen mirando a España, por hispanofilia. ¡No que todos ellos,  y desde luego no que los más avisados e inteligentes esperen ventajas materiales para nuestra patria en el caso de una victoria germánica, no! Lo que esperan es una repercusión en nuestra política, un ejemplo, y una acción sobre nuestra cultura. Ahora que nosotros creemos que esa repercusión y ese ejemplo han de sernos fatales, volviéndonos a procedimientos que estimamos deplorables. Alemania pretende hacer hoy, al tratar de imponer su Kultur –que de eso y no de otra cosa se trata en el fondo– lo que trató de hacer España en el siglo XVI al pretender imponer, con Felipe II, a Europa la Contra-Reforma. Y por algo Treitsckke elogia aquella actitud de España. «Fue un grandioso idealismo político, que no se puede contemplar sin conmovida admiración», dice. Sólo que aquel grandioso idealismo político español del siglo XVI tropezó con el idealismo de la Reforma, el de la libre personalidad humana, el del libre examen, el de la heterodoxia, el que rechazaba la fe implícita y el dogmatismo y el autoritarismo absorbente.

Y hoy hay quienes de buena fe desean el triunfo de la Kultur, autoritaria, dogmática, ordenancista, anti-herética, la que quiere imponernos una rígida disciplina, con su verboten por donde quiera, y ahogar nuestras opiniones a nombre de un dogma cualquiera. Y si es el científico, peor que peor. Porque de todas las tiranías, la que más aborrecemos algunos es la de la ciencia, reclamando el derecho a brezar el sueño de la vida de los mortales con alentadoras ilusiones, por absurdas que sean. Y nos revolvemos contra una civilización tecnicista y en la que el progreso material –industrial, mercantil, higiénico, &c.– es lo dominante.

Y desean ese triunfo porque creen y dicen que aquí, en España, lo que necesitamos es eso, que nos regimenten y nos ordenen a la alemana y se acabe con nuestro individualismo anárquico. ¡Individualismo! ¡Cuánto habría que hablar de esto! Porque aquí, si algo está deprimido y ahogado bajo una casposa atmósfera oleaginosa es la personalidad. Hay el odio a la personalidad en este que creemos el pueblo de los personalismos.

Y así como por amor a España, mejor o peor entendido, que eso es otra cosa, se pronuncian no pocos españoles en favor de la causa germánica, por amor a aquélla también, por amor a España, por amor a la patria, nos pronunciamos otros en contra de esa causa. A nadie se le ocurrirá decir que nuestras guerras civiles –¡benditas sean!– no fueron provocadas por una y otra parte por amor a España. Lo mismo carlistas que liberales buscaban el bien de ella. ¿Que alguno se equivocaba? ¡Y qué duda cabe! ¿Mas por no equivocarse va uno a estarse quieto, y a no opinar, y a no obrar conforme a su opinión y sin esperar que ésta se eleve a ciencia? Sería hasta criminal.

No; hay que ponerse en lo cierto. Los que nos predican neutralidad en este caso de la guerra europea son los que quieren que seamos neutrales en nuestras discordias y disensiones interiores de principios, son los que quieren que no luchen las dos Españas –o acaso más de dos–. Y eso no puede ser ni debe ser. Eso es condenarnos a una verdadera muerte. Eso es pretender ahogar el verdadero progreso, el progreso íntimo moral, el progreso cultural, que sin esa lucha no se cumple.

La guerra europea ha despertado la siempre latente guerra civil española, y ha sido por ello una bendición para nosotros. Porque esa guerra civil, en una u otra forma, no puede ni debe cesar. Y ]os que más la anatematizan es porque en el fondo desean el triunfo de uno de los principios en lucha, y con ese triunfo la definitiva momificación pacífica de la patria, la paz del sepulcro moral.

Y todo eso de que Inglaterra y Francia se han opuesto siempre a todo engrandecimiento de España, no es sino una tontería más. Quien se ha opuesto y se opone al engrandecimiento de España somos los españoles, y, sobre todo, los neutrales, los del no hacer, los haraganes, los cobardes y los pordioseros. Y de esa archi-ridícula fantasmagoría del irredentismo español más vale no hablar. El enemigo le tenemos dentro, en casa, es un enemigo indígena.

Se ha dicho que los Gobiernos neutrales o de gusto medio, de balancín o de compromiso que hemos sufrido en España, ni avanzaban hacia lo que se llama la izquierda, por miedo a la guerra civil, ni hacia la derecha, por miedo a la revolución. El miedo a los partidos extremos ha hecho que no se haya gobernado, porque eso no es gobernar. Y acabará la guerra, y la victoria de uno o de otro de los dos principios que en ella combaten será un ejemplo y una sugestión. Y surgirán en donde quiera movimientos políticos debidos a la acción inductiva de quien triunfe, sea el imperialismo germánico, sea la democracia anglo-francesa. Y aquí, en España, sentiremos el contragolpe, como se sintió el de la Revolución francesa.

No es, pues, cosa de que nos vengan diciendo que hay que ser ante todo y sobre todo hispanófilo. Decirle a un español que sea hispanófilo es una cosa ociosa. Lo que hay es que ni sentimos ni podemos sentir todos del mismo modo el amor a la patria, porque no todos creemos en un mismo bien para ella, y lo que unos estiman que ha de salvarla, moral y culturalmente se entiende, estimamos otros que la ha de perder.

Digo moral y culturalmente. Porque eso de que los unos o los otros nos den esto o lo otro, tal ventaja económica o territorial, no pasa de ser un ocioso ensueño. Eso no se le da al que no sabe cogerlo. Y el modo de cogerlo o que se lo den, es ponerse resuelta y eficazmente del lado del uno o del otro. Y no me parece que sea el mejor modo de satisfacer los ensueños de los irredentistas (!!!) hacer coro al conjunto de inepcias y de calumnias históricas que cuajan en torno a la ridícula frase de la pérfida Albión. ¡Gracias a su perfidia se ha mantenido la libertad, la verdadera, la liberal, en España! Conste, pues, que es por amor a España por lo que nos declaramos ahora, y en este caso, anglófilos o francófilos unos españoles, y otros se declaran germanófilos.

Miguel de Unamuno