El Noroeste. Diario democrático independiente
Gijón, martes 7 de julio de 1925
 
año XXIX, número 10.271
página 1

Augusto Barcia

México como esperanza

Dedicado a Vasconcelos,
gran pensador, pedagogo
y político mejicano.

En los principales centros políticos europeos y en muchos cenáculos de la gente intelectual más calificada del Viejo Continente hemos recogido la personal impresión de que Méjico (sus problemas y sus hombres, su vida y sus designios) despierta un interés extraordinario, excepcional. Nuestras aficiones y nuestras amistades nos llevan todos los años a visitar Francia, en Bélgica y en Suiza hombres e instituciones que siguen con despierto y creciente afán la marcha de los sucesos y el desenvolvimiento de las fuerzas que pueden influir de un modo más eficaz y directo en los destinos de los pueblos, en los nuevos rumbos que se advierten en la comunidad internacional. Méjico atrae las miradas de los hombres más calificados y perspicuos de la política, del periodismo, de la cátedra en los países de Europa.

Esta especial predilección que no tardará, tengo de ello la certidumbre, en concretarse en acaecimientos y actitudes de simpatía y apoyo al gran pueblo hermano, se manifiesta hoy, en esa efusiva y grata acogida que merecen las informaciones, los datos, las noticias de los actos iniciales de los primeros pasos que en su marcha está dando el nuevo presidente Calles y los que con él colaboran en las difíciles, delicadas y graves tareas de gobierno. Entre nosotros la presencia de Vasconcelos, el gran pensador, suscita admiraciones fervorosas y entusiasmos crecientes.

Lo que de Europa decimos cuando nos situamos en España adquiere caracteres de un relieve sin igual. En estas horas tan propicias para el afianzamiento del hispano-americanismo, que invade todas las zonas del pensamiento español, no hay pueblo de América que produzca una tan intensa sugestión sobre los espíritus selectos de nuestro terruño como la que, fortificándose de hora en hora, Méjico despierta.

No me refiero, claro es, al gran público. Aludo especialmente a los hombres de altura, a la generación de profesores y periodistas que hoy tienen sobre sí la responsabilidad de empeño tan grave como el de formar la conciencia moral e intelectual de la España futura. Hombres todos ellos de una honestidad y de un saber que les asegura la estimación y el respeto del país entero, aún siendo en su mayoría gentes de espíritu muy radical y de ideas profundas, lealmente liberales y democráticas.

No creo producirme con error si afirmo que a los hombres más calificados de Méjico les produciría gratísima sorpresa escuchar una conversación de estos españoles en torno de la vida contemporánea de Méjico. En ella advertirían hasta qué punto son conocidas las grandes figuras de la política mejicana, su representación y la labor por ellas realizada. La obra de Ives Limantour o los trabajos de Vasconcelos; el significado de la «Unión Liberal» y de los «Científicos»; la personalidad de Madero, sus ansias, sus ilusiones románticas; las rebeliones militares y las huellas siniestras del paso de Huerta por el poder; la Conferencia de Niágara Falls; Carranza y los «Constitucionalistas»; el movimiento revolucionario y el agrarismo; Obregón y su período de mando, coronado por el magnífico acto de cívico acatamiento a las leyes, renunciando a una reelección que podía imponer por la fuerza de «su ejército»; los episodios preelectorales provocados por Huerta; Calles, su historia y su programa, etcétera, son temas familiares en los diálogos de estos pensadores y de estos maestros que forman la espuma de nuestras Universidades.

¿Por qué los problemas mejicanos, la vida de Méjico suscitan este interés, esta devoción cordial? ¿Será un puro capricho? ¿Acaso la imposición de una «moda internacional»? ¿Por ventura, nacerá de la legítima preocupación que deben inspirarnos los intereses de nuestros conciudadanos en la gran República mejicana? ¿Hay en ello algún motivo de orden secundario y subalterno? No; quien busque la explicación, de este creciente proceso de simpatía, de atracción progresiva que Méjico suscita, en los motivos que en forma de interrogación hemos enumerado, no acertará con la causa cierta de tal movimiento.

Tal vez no está escrito nada que pueda en forma sistemática y completa explicarnos esa creciente devoción espiritual hacía Méjico, que con acelerado incremento va ganando las mejores almas y las más fuertes personalidades de España. Es posible que hasta el día deba decirse que la floración de estos sentimientos se nutre de jugos y savias que brotan en las zonas de la intuición, de la sensibilidad adivinadora, dionisiaca, profética, que precede siempre a las grandes doctrinas, a las ideas fecundas, a los principios prolíficos que llegan a imprimir fisonomía y caracteres peculiares a una época o a un período histórico. Expliquémonos:

En la gran crisis que sufre la civilización occidental, llevándola a trances de esterilidad y acabamiento, América aparece como una insustituible reserva, mejor aún, como la continuadora, renovándola y transformándola, para evitar su agotamiento, de la obra moral y humana del Continente europeo.

Cuando decimos América, decimos pueblos de origen ibérico; conjunto de países de habla española y portuguesa. Los yankis, al emplear este mismo nombre, se refieren siempre a la Confederación, a los Estados Unidas de origen anglo-sajón, comprendiendo en el término genérico de «americanos» a los habitantes del Canadá.

Nuestra América, la de origen y verbo ibérico tiene en su incipiente formación, caracteres tan típicos, nota s tan propias, rasgos tan suyos que no pueden confundirse con los que dan fisonomía al coloso norteño.

La civilización europea en el orden moral y jurídico, a medida que sus esplendores se hacían más extensos y deslumbradores caía fatalmente en el imperialismo. Los asombrosos progresos de las ciencias aplicadas, las maravillas y milagros de las artes físico-químicas, matemáticas, la llevaron a las mayores opulencias materiales, a expensas de las grandes virtudes morales, de las energías espirituales, de las fuerzas éticas. Y elevadas a grados superlativos, sin que a estas magnas expansiones de dominación material, de imperio sobre la naturaleza, correspondan aquellas necesarias perfecciones de orden ideal, mostrándose en la obra asombrosa de los «yankis» todas las terribles contradicciones de la vieja civilización occidental.

La fuerza y el poder coactivo de Norteamérica, que, por leyes de su desarrollo económico y financiero, se truecan en indomables anhelos de dominio sobre todo el nuevo Continente, hacen que en ese inmenso teatro se esté entablando un duelo entre dos almas, entre dos espíritus, entre dos modos de sentir e interpretar la vida.

Méjico es la primera gran trinchera en que los ideales de América han de chocar, si no están ya en lucha, con los ideales yankis. En esta grandiosa pugna como si una ley de dinámica biológica presidiese los destinos de este Continente, vemos colocado en la extrema vanguardia de las huestes ibero-americanas al pueblo de Méjico. Turbulento, indómito, fuerte, heroico, cuyos hijos en sus internas querellas, saben jugarse la vida y sacrificarla con un tal desdeñoso desinterés, que acusa la existencia de unas energías tan vitales, que el día que estén educadas y organizadas constituirán el escudo más recio y mejor templado para sufrir el contraste con el coloso norteño.

En la historia de Méjico, a poco que se camine en ella, de cumbre en cumbre, despreciando lo episódico y secundario de su desarrollo, se ve una luminosa estela de deslumbrantes fulgores que tras sí deja el recio sentimiento de la dignidad nacional, cuya forma más hermosa es el ideal de independencia, de soberanía, de libertad en trazarse sus destinos. Estas dos indomables virtudes del pueblo mejicano, son las más poderosas fuerzas defensivas que en primera línea tiene emplazado el mundo ibero-americano contra el titán vecino.

Desde Washington y Nueva York, con una multiplicidad y opulencia de medios que infunde asombro, se está tejiendo una red casi invisible de intereses que se tiende y extiende sobre el resto del Continente para mediatizar económicamente la idea de todas las demás naciones. Esta forma taimada y sutil de penetración, que Europa supo llevar a cabo en toda la centuria decimonona, encierra peligros considerabilísimos.

Los representantes del pensamiento español, acaso con más claridad que los grandes caudillos de los otros pueblos de Europa, descubren o presienten aquellos riesgos como una realidad amenazadora para América. Pero al propio tiempo ven en Méjico una tan admirable resistencia a estas infiltraciones yankis, que en aquel pueblo ponen las esperanzas de que no se frustraron para el gran patrimonio moral de la humanidad, todas las riquezas espirituales que América encierra.

¿Se interpretarán estas afirmaciones como explosiones retóricas, como cascabeleo más o menos sonoro de una palabrería sin contenido? Es posible. En todo caso, con la fe de un cristiano en el Circo, que pensando en su Dios moría con la tranquilidad heroica de quien ha soñado una vida más perfecta, sigamos los prosélitos de esta religión nuestra ruta, sin temor a los zarpazos de esa espantosa fiera espiritual que se llama el desdén, con la certidumbre de que ascendemos a una cumbre histórica, desde la cual el mundo podrá descubrir nuevos y más claros horizontes que los viejos tenebrosos en que nos encerró una educación materialista, repudiadora de los tesoros ideales, suprema riqueza del hombre digno de reinar sobre la tierra.

Augusto Barcia

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José Vasconcelos
Vasconcelos en Gijón
1920-1929
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