Anoche llegó a Gijón el exrector de la Universidad Central y exministro de Instrucción Pública de México don José Vasconcelos. De este eminente pedagogo, fervoroso demócrata, ya ha hablado antes de ahora El Noroeste. El señor Vasconcelos recoge el espíritu de la revolución mexicana que empieza con Madero y continúa en los días actuales su proceso de desarrollo. Para apreciar la labor honda y transcendental de este ilustre hijo de México, preciso es remontarse a los tiempos del porfirismo. Entonces la nación azteca vivía la paz del páramo. Una minoría, la de los llamados «científicos», detentaba el Poder y lo ejercía despóticamente. Los aventureros del tráfico inmoral y de la rapiña, acudían a México como a tierra de promisión, y en México se entronizaban, consiguiendo crear un nuevo feudo del capitalismo que tenía por sustentáculos el apoyo de la tiranía y la miseria física y moral del pueblo.
La revolución de Madero descubrió cómo México no era siquiera un país medianamente organizado. Ni cultura ni fuerza. El despotismo había realizado el milagro de hacer que la ignorancia general lo aceptase como un instrumento de Gobierno insustituible y de naturaleza misteriosa. La tormenta revolucionaria necesitó poco esfuerzo para barrer la tiranía porfirista, que desapareció hundiéndose en su propia debilidad. México se convirtió en una hoguera. La tiranía había convertido el terror en fetichismo y en el fetichismo descansaba su fuerza. En treinta años de dominio no había sentido una inquietud generosa. Existía México geográficamente, pero faltaba el pueblo. Era un continente político sin contenido de ciudadanos; una extensión enorme y rica de territorio explotada por unas docenas de modernos negreros, en la que no imperaba otra razón moral que la del freno.
Al desencadenarse la revolución fue imposible contener las mesnadas de antiguos siervos que conocieron de pronto la vida libre. El porfirismo expiaba sus culpas y era lo más grave que arrastraba en su expiación la suerte de la nación infeliz que había envilecido con la tiranía.
Hacer un pueblo es menos fácil, aunque más noble, que sojuzgar un pueblo. No es lo mismo desatar una revolución que darla cauces. Y la obra patriótica de Vasconcelos, la obra ardua, difícil y compleja de dar un contenido de ciudadanía a la nación mexicana empieza después que las espadas, los machetes y la tea borraron los últimos vestigios de la situación política que aherrojaba a su país.
Desde la Universidad Central de México, Vasconcelos comienza su acción espiritual reconstructora del pueblo mexicano. Allí se dan las primeras batallas al oscurantismo dogmático que había matado en las conciencias toda vibración espiritual. La Universidad abrió sus puertas a las corrientes modernas, y el espíritu ancestral de rutinarismo e intolerancia se desvaneció en raudales de luz. Posteriormente desde el Ministerio de Instrucción Pública, este gran educador, forjador de conciencias, se enfrenta valientemente con el brazo armado de la Revolución y le hace conocer que su misión está cumplida.
En adelante es la escuela la que debe reemplazarle.
Y México se puebla de Centros docentes, de escuelas primarias, de Ateneos, donde la niñez y la juventud de hoy se preparan y capacitan para afianzar la epopeya revolucionaria y consolidar la patria nueva. Fue un gesto hermoso el de Vasconcelos cuando en los últimos días de su paso por el Ministerio de Instrucción Pública pidió cincuenta millones de duros para aumento de escuelas. Su visión de los problemas nacionales es la de un estadista de mentalidad extraordinaria. Si la Revolución acabó con la tiranía, la cultura redimirá al pueblo mexicano de la ignorancia en que lo habían sumido los atavismos religiosos y la falta de instrucción.
Para este insigne pensador la única garantía de la ciudadanía está en la plena libertad de conciencia. Espíritu selecto, avizor, el señor Vasconcelos figura entre los campeones más entusiastas del hispanoamericanismo. Hombre de su raza y de su tiempo, columbra con admirable precisión el porvenir político de la América española, especialmente el de su país, sino se opone un valladar formidable a la absorción anglo sajona que avanza por el norte.
Convendría que al hablar de hispanoamericanismo no se incurriese en lamentables confusiones. El movimiento hispanista que tiene por cabezas principales en la Argentina a Ugarte, León Suárez Saez, Alfredo L. Palacios y otros, y en México a Vasconcelos, le separan términos muy diferenciales de ese hispano americanismo ñoño, retórico y petulante, pero vacío de ideas, con que en España nos suelen entretener frecuentemente. Los hombres eminentes que en América luchan por el afianzamiento de la raza, se sienten inspirados por una suerte de ideales cuya finalidad es el entroncamiento de la realidad histórica con nuevos horizontes del pensamiento americano. España, como madre de naciones, arranque y base de una tradición que debe continuar fortaleciendo el espíritu progresivo de los países que fueron suyos y hablan su lengua. La América española, como heredera de una raza que ha cumplido una misión gloriosa en los fastos de la humanidad, continuación y perpetuación de sus caracteres étnicos. Este hispanoamericanismo es tan joven allí como aquí. Quizás aquí más joven y menos comprendido.
Si nos fuera dable escuchar la palabra maestra del señor Vasconcelos él nos lo definiría en términos que habían de causar singular impresión. Un hispanoamericanismo espiritual, de recobramiento y afianzamiento del sentido histórico de la raza y que relega los intereses materiales a un lugar secundario, encierra un ideal superior sólo conocido hasta ahora de muy pocos. Pero han de ser hombres nuevos, hombres redimidos espiritualmente, hombres de nuestro tiempo los propugnadores de este ideal.
No nos equivoquemos. El propio señor Vasconcelos lo ha dicho recientemente: en América y en España luchamos con un enemigo común. Preciso es vencer al enemigo común dando a los pueblos una conciencia libre e instituciones ciudadanas. Enseñando a los pueblos a tener conciencia de sus destinos.
El Noroeste saluda cordialmente a don José Vasconcelos, Maestro insigne, y le desea una estancia muy grata en nuestra Asturias.
Hablando con el Sr. Vasconcelos
En las últimas horas de la tarde de anteayer se recibieron en Gijón noticias de que en el día de ayer llegaría a ésta el ilustre exministro mexicano don José Vasconcelos, de cuya personalidad nos ocupábamos recientemente en estas mismas columnas.
Una confusión en los telegramas, con tal motivo cruzados, hizo que un grupo de amigos, entre los que se encuentra don José María Rodríguez, dueño del café «Lion D‘Or», marchase a su encuentro a Oviedo, en la creencia de que allí se detendría, mientras el señor Vasconcelos llegaba a Gijón en el mixto de la noche.
Esta confusión nos deparó la agradabilísima ocasión de charlar unos minutos con el señor Vasconcelos, en el «hall» del Hotel Malet.
El señor Vasconcelos, con una amabilidad que agradecemos sinceramente, por el honor que para nosotros supone, nos habló de su viaje a España.
—Deseaba conocer mejor aún a este admirable pueblo español, de quien soy ferviente admirador. Las circunstancias no son las más propicias para ello, pues atraviesa un período anormal, tan reñido con mi modo de pensar.
Una ola de reaccionarismo invade el mundo entero. A qué detallar. Bastante triste es reconocerlo.
Pensaba dar algunas conferencias, poniendo mi grano de arena en lo que entiendo debe ser la verdadera labor de aproximación hispano-americana. He desistido de ello. Pudiera, sin querer, causar un perjuicio a mis amigos y me remordería la conciencia el saber que por mi culpa sufriesen persecuciones o molestias. En ciertos momentos, la mejor protesta es el silencio.
Vine a España una vez más, y no quise dejar de visitar Asturias. Los asturianos constituyen la verdadera afirmación de España en México, y tanto allí como acá tengo amigos del alma.
Quería abrazar a los que aquí tengo y llevarles un saludo de su tierra a los que allí quedaron. Por eso vine a Asturias.
En Gijón pasaré unos días, y desde aquí haré excursiones a diferentes puntos de la provincia: Avilés, Covadonga y otros. Pero mi mayor deseo, y lo haré realidad, es ir a una aldea. Allí recogeré una verdadera impresión de Asturias. Aquí en Gijón no es posible. Esto es una urbe moderna, donde lo típico se pierde. Es una población más.
Yo quiero pasar una noche en una casa de aldea, en la verdadera montaña. Observar la vida del labriego asturiano, sus costumbres y hábitos.
De la aldea salen los emigrantes que pueblan mi país de hombres laboriosos y comprensivos, que allí encuentran otros horizontes materiales y espirituales que los transforman por completo.
Por lo que he podido observar, España entera atraviesa una gran crisis. Pasaron los años de la abundancia y nadie la supo utilizar para mejorar la industria e intensificar la instrucción. Lo hecho no guarda ni la más mínima relación con lo que se pudo hacer. Por otra parte, ese Marruecos...
De Gijón marcharé a Bilbao, que ya conozco, y desde allí iré a Barcelona, para regresar a mi país...
En este momento llegaban al Hotel algunos amigos del señor Vasconcelos, a quienes acompañaba el culto López Rendueles, y nos despedimos del ilustre exministro, que estrechó nuestra mano con cordial efusión.