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Revista de revistas

Una apología del canibalismo

La Revue, 15 Febrero.

De un interés tan picante y de una amenidad tan acre es el trabajo que publica nuestro colega M. B. Beau, que no resistimos a la tentación de traducirlo íntegro. Dice así:

En los papeles de un misionero del siglo XVIII tuvimos en cierta ocasión la suerte de descubrir las páginas que siguen. Trátase del discurso que un piaí o brujo caribe dirigía a sus compatriotas para protestar contra la propaganda anticanibalista que hacía entre ellos el cristianismo. Se encontrará sin duda que para un salvaje este piaí hablaba de una manera muy académica. Tal vez era pariente del Hurón de Voltaire. Puede creerse también que el misionero que nos trajo la arenga estaba versado en el estudio de las bellas letras y que transcribió en estilo académico el rudo lenguaje del brujo. En fin, la forma importa poco. Lo que merece llamar la atención es el valor de las razones presentadas en favor de la costumbre canibalista y la enérgica convicción con la que el caribe afirmaba que aquélla no podía desaparecer.

Hemos recordado este curioso documento al leer la obra que M. Faguet acaba de consagrar a la cuestión de la guerra y de la paz. Demuéstrase en ella, en muy buenos términos, que la guerra será eterna entre los hombres, y que el pacifismo es una doctrina esencialmente quimérica, cuando no una propaganda funesta. –¿Tuvo en su mano el ilustre académico los papeles del misionero protestante? Los argumentos que presenta para sostener la eternidad de la guerra se ajustan de tal modo a los que hacía valer el brujo caribe en favor del canibalismo, que se siente uno inclinado a creerlo.

Sea como fuere, llamamos la atención de M. Faguet sobre las páginas que siguen. Le agradeceríamos que nos diese del alegato del salvaje una refutación teórica. Debe ser posible, puesto que el canibalismo, a despecho de las profecías del brujo, casi ha desaparecido de la tierra. Tal vez después de haberlo intentado sería menos afirmativo sobre la vanidad de las ideas pacifistas y la necesidad de la guerra.

He aquí el alegato del piaí caribe, tal como fue pronunciado el año 1750 ante los guerreros de la tribu Oyampí, congregados en la plaza de su aldea:

* * *

«Un extranjero ha venido a nuestro pueblo para enseñarnos una nueva religión. Hay entre las máximas que predica muchas que pueden dejarnos indiferentes, pero las hay también muy peligrosas para la tribu. Proclamar, por ejemplo, que el canibalismo debe desaparecer de la tierra, que hay que renunciar a nuestra costumbre de comer la carne humana.

En todo tiempo ha habido individuos a cuyo estómago repugnaba este alimento. Pero tratábase de una complexión fisiológica excepcional. El mismo que experimentaba esto lo consideraba como una enfermedad. Es la primera vez que se trata de erigir en doctrina esta repugnancia enfermiza.

La propaganda del extranjero podría llegar a ser funesta. En el último festín público, en el que fueron inmolados diez prisioneros, negáronse a tocar su carne tres guerreros nuestros. –Por esto es por lo que he resuelto demostraros que esa doctrina es absurda y que los que se dejasen seducir por ella serían traidores a su tribu.

I

En todo tiempo, tan lejos como se pueda remontar la memoria de los ancianos, se ha comido a los enemigos muertos en las batallas y se ha cebado a los prisioneros para matarlos cuando estuviesen a punto. Cuando una costumbre es tan antigua, es señal de que no depende de la voluntad de los hombres. No es un accidente de su historia, sino una ley de su naturaleza, instituida por los mismos dioses. Los corazones demasiado sensibles pueden deplorarlo; pero contra las fatalidades naturales es vano y pueril querer luchar.

La necesidad de esta ley aparece además con claridad a todo espíritu no prevenido. Suponed, en efecto, que las tribus, renunciando a comerse entre sí, se comprometan a vivir en paz cada una en su territorio. ¿Qué sucedería? –Todos los que hicieron desaparecer nuestras luchas incesantes continuarían viviendo; el número de los que tendrían hijos sería incomparablemente mayor que hoy; el ocio, a consecuencia del abandono de los trabajos guerreros, inclinaría más el corazón de los hombres a los placeres del amor. Por todas estas razones, la población crecería en proporciones desconocidas hasta aquí. Por fecundo que sea nuestro suelo, por industriosas que sean nuestras mujeres, el país llegaría pronto a ser incapaz de sostener a todos sus habitantes.

¿Qué se debería hacer entonces?

¿Echar de la tribu a una parte de sus miembros? ¿Cómo designar a los condenados al destierro? ¿Aceptarían la decisión de la tribu? ¿No preferirían llegar a las últimas violencias antes que correr la aventura de una emigración por sierras desconocidas, en donde serían sin duda víctimas de los extranjeros y de las fieras? La guerra civil estallaría a la vez en todos los puntos del territorio; la guerra extranjera es cien veces preferible.

¿Se inmolaría, para consagrarlos al alimento de los adultos, a los viejos y a un cierto número de niños? Se cuenta que en otro tiempo existía esta costumbre en ciertas tribus.

¿Pero cómo designar a los que se había de inmolar? Es imposible hallar un principio justo para hacer tal elección. Vendrían las arbitrariedades de los jueces y de los jefes; multiplicaríanse las ocasiones de injusticias y con ellas los gérmenes de discordia civil.

Hay sin duda casos muy claros en los que es fácil juzgar que un niño enfermizo no será jamás para la tribu sino una boca inútil y un miembro indigno. Pero ¡cuántos casos dudosos se resolverían por la corrupción!, padres demasiado débiles podrían comprar a precio de oro la complacencia de los jueces para un niño enfermo, mientras que otros, por egoísmo y amor de sus comodidades, llamarían sobre el cuello de hijos robustos el cuchillo sacrificador.

¿Y en cuanto a los viejos? ¿Fijaríase una edad legal para la muerte? Esto sería injusto; hombres, viejos por la edad, pueden ser jóvenes desde el punto de vista del valor intelectual y físico. –¿Dejaríase a los jueces el cuidado de determinar en cada particular el momento en que la vejez ha llegado? Guardémonos de la arbitrariedad y de la corrupción, engendradoras de discordia. La mejor solución teórica sería la de dejar a los viejos mismos el cuidado de determinar la hora de su sacrificio. Esta solución hubiera podido ser posible en otros tiempos, cuando el amor de la tribu era más ardiente. Pero los tiempos heroicos han pasado; el egoísmo ha crecido en los corazones, y sería vano esperar que los hombres de hoy se ofreciesen por sí mismos en el altar de la tribu.

Añadid que si semejante solución prevaleciese la alegría desaparecería para siempre de nuestros festines. Son numerosos los estómagos que encuentran la carne de los viejos demasiado corácea y la de los niños demasiado insípida.

Por material que parezca esta última consideración, no será, ciertamente, indiferente a algunos de nosotros.

Así, pues, los que protestan contra la costumbre de comer a nuestros enemigos, están ciegos, si no ven que el triunfo de su doctrina desencadenaría la guerra civil y condenaría a los miembros de una misma tribu a comerse entre sí.

II

Creo haber demostrado que el canibalismo es una necesidad, pero no me limitaré a esto. Proclamo que es una necesidad imperiosa, que es preciso aceptar y bendecir, como instituida por los mismos dioses. Es, en efecto, la que remedia, de la manera más equitativa posible, todos los males que engendrarían la paz y el respeto supersticioso de la carne humana.

Porque queremos comer la carne de nuestros enemigos es por lo que todas las primaveras marchan a la guerra nuestros guerreros. Si renunciásemos a esta costumbre, las guerras se harían infinitamente más raras, y las virtudes viriles se perderían.

Ante la idea de la batalla próxima y cierta, cultivamos en nuestras almas el valor y la astucia, en nuestros cuerpos la fuerza y la agilidad.

De otra parte, los constantes combates realizan entre nosotros, cada año, esa eliminación de los débiles que la ley no sabría convenientemente practicar. En el campo de batalla no hay intrigas, ni tampoco tratos. Aquel a quien una dolencia o la edad hace inferior a su adversario, cae, herido por él; su muerte es la prueba de que no merecía vivir. Solamente vuelven del combate los más robustos y los más fuertes, es decir, los que son verdaderamente dignos de vivir y de perpetuarse.

¿Quién no ve todas las ventajas que resultan de esta selección beneficiosa? Esta eliminación implacable de los viejos y de los débiles mantiene a la población en los convenientes límites. Hay siempre para todos los miembros de la tribu, sin que los guerreros se vean condenados a trabajos serviles, un alimento abundante. Los que mueren gozan de la paz del gran sueño; los que viven gozan de la vida, en la vida, en la prosperidad.

III

Entre nuestros vecinos bastarían estas razones; son groseros e incultos. Nosotros, los oyampis, no somos solamente sensibles al bienestar material. La verdadera civilización se reconoce en cuidarse de la Belleza y del Bien. –Pero también desde este punto de vista es beneficioso el canibalismo.

¿De dónde procede la belleza de nuestros guerreros y de nuestros hijos? ¿Por qué en nuestras danzas guerreras se encantan todos los ojos ante la robustez, la flexibilidad y la gallardía de los cuerpos? Porque todos los años la guerra elimina a los débiles. Ella es la que hace y conserva la belleza de nuestra raza. Es como un cirujano celoso, continuamente consagrado a desembarazar al cuerpo de cuanto le deforma o le debilita.

Si perdiésemos el gusto de la carne humana, las guerras se harían raras; los enfermizos, los débiles, los viejos, seguirían viviendo. La raza se afearía prontamente, y llegaría el día en que serían contados entre nosotros los bellos ejemplares de humanidad.

Pensad, de otra parte, en la prodigiosa suma de dolores que desde entonces pesaría sobre los hombres. ¡Y se habla de la crueldad de la guerra incesante! Ella es la misericordiosa y buena.

No permite la vida sino a aquellos para quienes ella es una alegría; y cuando de ella los priva, no lo hace lentamente, con refinamientos de tortura, sino de un golpe, en la embriaguez de la batalla, ofreciéndoles el goce supremo de devolver el golpe de que mueren. ¿Se quiere destruir en nombre de la piedad nuestras costumbres caníbales? ¡Ay de los que experimentan una piedad de esta especie! Los hace ciegos. No ven que, muy lejos de disminuir los males de los hombres, su sensibilidad cobarde los multiplicaría basta el infinito.

En fin: ¿cuáles son las tribus dignas de vivir? Si en una tribu los guerreros se dejan llevar al olvido de las virtudes viriles, a la indolencia, a la cobardía; si la corrupción y la injusticia les sublevan contra sus jefes o les alzan unos contra otros, ¿no es justo que sirvan para hacer que viva otra tribu mejor, en la que se practiquen todas las virtudes que ellos olvidan? Así solamente crecen constantemente los hombres en fuerza, en belleza y en virtud.

IV

Ahora debo tratar de otro punto, aunque su absurdo sea evidente. Se ha dicho:

«La guerra es la que ejerce la saludable función de eliminación y de educación. No es necesario, para que esté bien desempeñada, que los vencedores se alimenten de la carne de los vencidos. ¿Por qué no dejar que se pudran los cadáveres, en vez de comerlos? Lo que debe causar horror, no es la guerra en sí misma, es la abominable costumbre de alimentarse con carne humana.»

Confieso que esto me es incomprensible de todo punto. Para creer que después de haberse impuesto las fatigas de la batalla, los guerreros vencedores renuncien a los beneficios inmediatos de la victoria, es preciso haber perdido por completo el sentido de la realidad y de la vida. Aquí es donde aparecen, sobre todo, la pobreza intelectual de los adversarios del canibalismo y la puerilidad de su doctrina.

¿Para qué había de hacerse la guerra si se perdiese el gusto de la matanza y de los festines humanos? ¿Para apoderarse de granos y rebaños? Pero esto no es más que un aumento de conquista, que no compromete nuestros festines. Creer que unos hombres que pueden tener lo más se contentarán con lo menos, es estar loco.

Además, es a menudo muy difícil, aun después de una victoria, el apoderarse de los rebaños y de las cosechas. El enemigo ha ocultado sus riquezas en retiros inaccesibles. –Los cuerpos de los muertos y de los heridos son, en cambio, una presa inmediata y cierta. ¿Qué hombre de buen sentido ha aconsejado nunca que se abandone la presa que se tiene, por un botín incierto y de inferior calidad?

Además, ¿qué razones pueden tener, si, como se admite, la guerra es buena para proscribir los festines de carne humana? Al rematar a los heridos, se les evita sufrimientos prolongados. ¿Experimentan los cuerpos de los muertos un nuevo sufrimiento al servir de festín al vencedor? ¿Es preferible pudrirse en la tierra o servir de pasto a los cuervos? Es, por el contrario, para el guerrero que cae, un consuelo supremo el pensar que su carne no conocerá la abominable suerte de los despojos animales, sino que servirá, sana y bella, palpitante aún del ardor del combate, para alimento de los hombres.

Más aún. ¿Cómo hacer la guerra, sí no se tiene con qué restaurar las fuerzas después de la batalla? ¿Se condenará a los guerreros a que lleven a cuestas las provisiones de sus familias? Es una vergüenza que no tolerarían. Todos los grandes jefes militares han dicho que la guerra debe vivir de la guerra; el guerrero debe vivir del enemigo; la aplicación más inmediata y más segura de esta máxima es el comerse a los vencidos. Así, la misma batalla prepara a los guerreros el festín que restaurará sus fuerzas. El hambre no es nunca de temer para los valientes. Reciben el mismo día, bajo forma de vituallas abundantes, la recompensa de los grandes golpes que han asestado.

Es, pues, absurdo el pretender conservar la guerra prohibiendo el canibalismo, cuando éste es la causa principal, la condición necesaria y la justificación de aquélla.

V

Debo añadir que los que propagan semejante doctrina no son solamente espíritus falsos, a los que conviene desengañar; son también –que lo sepan o no– traidores a su tribu y será preciso castigarlos.

La diferencia esencial que hay entre un compatriota y un enemigo es que se está en el derecho, y a veces en el deber, de comerse a este último. Suprimir esta diferencia es aflojar el lazo que nos une a la tribu. También es aflojarlo el hacer creer que llegará un día en que se podrá ir entre extranjeros sin correr el riesgo de ser comido por ellos. Si esta doctrina se extendiese sería a expensas del amor que se debe a la tribu.

También sería a costa de su fuerza; ¿quién no ve nuestra inferioridad en una guerra, respecto a nuestros adversarios, si mientras que éstos continuaban siendo caníbales hubiéramos renunciado nosotros a esta viril, antigua y beneficiosa costumbre? Extenuados por las victorias mismas, seríamos pronto la presa de nuestros enemigos.

Y he aquí la consecuencia última de una doctrina absurda; concluye siempre por ser funesta para quien la adopta. La ignorancia de la realidad es siempre castigada. Por haber querido renunciar, so pretexto de humanidad y de piedad, a la costumbre de los antepasados, pereceríamos. Nuestras mujeres, nuestros hijos, nosotros mismos, iríamos haciendo el gasto de los festines de las tribus vecinas.

Desconfiad, pues, oyampis, de esas nuevas ideas. El anticanibalismo es una doctrina esencialmente quimérica. Los hombres se han comido siempre entre sí; continuarán haciéndolo en lo futuro como lo han hecho en lo pasado. Y el medio mejor de no ser uno comido es el debilitar lo más a menudo posible a las tribus vecinas, haciéndoles amplias sangrías.»

* * *

Cuando el brujo hubo terminado, los guerreros le aprobaron con grandes gritos.

El misionero, ante el triunfo de las ideas que había combatido, temió hacer el gasto de un festín de reconciliación. Huyó. A su prudencia, sin duda, debemos la satisfacción de haber leído el alegato del caníbal.

Por lo demás, ¿qué cosa verdaderamente decisiva hubiera podido contestar?