Filosofía en español 
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La Guadalupana en España

por Alfonso Alamán

Alfonso Alamán, joven y culto, descendiente directo del gran patriota don Lucas del mismo apellido, colabora en “La Nación” desde tres números atrás. En breve inaugurará una sección hispanoamericana del más grande interés.

Retablo de la Basílica de Guadalupe

Escribir sobre nuestra Virgen en España implica producir varios libros. No cabe el tema en los límites de un artículo. Reduzcámonos a Guipúzcoa, la provincia española, con mi santa Navarra, que más conozco. Probablemente sea una de las más mexicanistas de España, no sólo por tradición sino porque aún hoy en día la mayoría de los mexicanos que viven en la península, radican allí y como, por lo general, son gente buena, han acrecentado el cariño hacia México.

Si el mexicano se siente en España como en su propia tierra, en Guipúzcoa se encuentra rodeado de una completa simpatía y existe un afecto a México en todas las clases sociales que hace encantador el convivir con esos vascos honrados, sanos y hospitalarios. Tienen de nuestro país un concepto dorado, consecuencia de los éxitos económicos de los parientes que aquí confundimos en el término global y despectivo de “gachupines”. Hasta su hablar con “c” y “z” duras como las nuestras los acerca a nosotros.

Además, el vasco es de tradición marinera y aventurera. Siempre sueña con “las Américas”, pero son sueños llanotes y sencillos. Tiene ambición económica pero con intenciones altruistas: América para él no es un campo que explotar, sino un terreno fértil que puede abonar con su trabajo.

Realmente, el sentimiento hondo de mis amigos vascuences no tiene relación alguna con las egoístas y pretenciosas miras de los “señoritos” bilbaínos, imitadores cursis de las modas inglesas, vestimentarias y políticas, ni mucho menos, con las bilis de los enclenques y desorientados intelectualoides madrileños que hoy, en nuestro México de auténtica y sólida cultura hispana, pretenden presumir de una superioridad que quizás tengan sobre sus más o menos analfabetos admiradores de origen lideril, pero que resulta insoportable para nosotros que sabemos perfectamente la calaña de donde proceden, cacua vanidosa, con expedientes artificiosos de Ateneos sectarios y con encumbramientos de publicaciones confidenciales que pagaron los presupuestos de aquella merienda de negros cobardemente feroces que fue el enlodado y rateril régimen rojo español.

No, el mexicanismo vascuence tiene un sabor casero, sincero como el de sus pantagruélicos comelitones que, sin refinamientos franceses, ofrecen las viandas, los frutos del mar y de la tierra sin disfraces que alteren sus sabrosos aromas peculiares. Cuán distinto de las aduladoras palabrerías de los rojillos con tila y puñal pero sin vergüenza que aquí se pegan alitas de cartón para tratar de salir de su fango. Que se vayan al diablo, de donde vienen.

Una de las pruebas de ese mexicanismo es la devoción a la Guadalupana Divina y las innumerables representaciones Suyas. Fueron muchos los hombres guipuzcoanos que se empeñaron en esfuerzos y en empresas mexicanas. Muchos, desde el inmortal Sebastián de Elcano, los que partieron sobre el “mar tenebroso” que cantó Camoens y encontraron, tras las neblinas atlánticas, el verdor de la fuente de juvencio. Es inútil reseñar a tantos varones fuertes de Guipúzcoa. Baste con decir que más de un treinta por ciento de nuestros apellidos son oriundos de aquellas tierras. Por eso en iglesias y casas, aparece con extraordinaria abundancia nuestra virgen morena. En el señorial Palacio de Lazcano y en la humilde casa marinera de mi amigo Joshe-Mari, está el mismo cuadro de la Guadalupana, con su manto azul y las escenas ingenuas del milagro florido de Juan Diego.

En la misma Guetaria de Juan Sebastián de Elcano y en la viejísima Iglesia de San Salvador existe un retablo del siglo XVII, con pueblerinas trazas renacentistas, dedicado a la Virgen mexicana. La Guadalupana ocupa el lugar principal entre otros seis lienzos, cuatro de los cuales reproducen las tradicionales apariciones.

En San Esteban de Oyarzun está un precioso altar rococó, ofrenda del oyarzuarra don Manuel Sien, prebendado en México, y también dedicado a la Virgen de Guadalupe. Lleva unas tallas policromadas de San Nicolás, San Ramón Nonato, San Antonio de Padua y San Francisco de Asís y la de un Santo Rey, con cetro y armadura del XVI, que debe ser San Fernando. El cuadro es copia del ayate que se Venera en la Basílica. Por cierto que ese magnífico San Esteban de Oyarzun rebosa de recuerdos mexicanos: hay ahí también un enorme cuadro de la misma Guadalupana y la sacristía encierra ornamentos y riquísimos objetos del culto siempre decorados con la efigie de la Patrona de América.

Recordaremos de paso otro altar guadalupano, muy reciente éste, en la Iglesia de Amurrio. Pero son tantos en Iglesias y altares con nosotros esos lazos de religión en Guipúzcoa que me atrevería a decir que la Virgen mexicana es más popular ahí que la vecina de Lourdes. Aunque no esté en Guipúzcoa, hay que señalar el soberbio cuadro de la Iglesia de Durango, patria de nuestro primer Arzobispo, Fray Juan de Zumárraga. El marco es una primorosa obra colonial en madera tallada.

No sé quién dijo que la única relación entre América y España era el giro. Esto no fue cierto. Hubo un tiempo en que el inmenso continente y la península formaban un conglomerado de católica paz. Ninguna estirpe puede como la nuestra ostentar Vírgenes como esa de Guadalupe que un día, desde Extremadura, llegó a las playas mexicanas. ¿A qué país le ha devuelto su proyección racial, adaptada y transformada, una Virgen de su solar? Creo que ya no estamos para Ver a una Notre-Dame de Fourvieres o du Roncier que venga del África ecuatorial francesa. Y es que, por la estrechez de los lazos y por el sentido apostólico que fundamentó el mundo hispánico, la virgen de Guadalupe regresó a España, tostada por el sol mexicano. Aquellos guipuzcoanos que la imploraron en nuestros entonces opulentos valles, le levantaran, bajo las verdes brumas lluviosas de sus tierras nativas, altares relucientes del oro exótico que los galeones trajeron un día, henchidos de perfumes criollos.