Filosofía en español 
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Opinión

El quintacolumnismo cultural del cine

por Luis Calderón Vega

Es el Cine la nueva expresión artística de los pueblos de hoy. “Séptimo Arte”, que interna domeñar juvenilmente artes maduras en viejos pueblos próceres, su esencia está en el equilibrio de sus complejísimos elementos plasmados en la dinámica microscópica de la lente mágica.

En su limitada proyección, la cámara da a los públicos una íntima versión del mundo, que responde siempre al concepto que de aquél tienen esas minúsculas repúblicas de trabajadores, que saltan desde el “guión” y el “libreto”, a la tramoya, al “slack” o la bocina del Director, con incursiones por los Laboratorios Disney o la familia Soler.

“Ciudad del Celuloide” llamase ya la Meca del Cine Norteamericano. Y los “Hollywood” van desplazando los viejos coliseos teatrales, como en la diplomacia van adquiriendo cartel de embajadores las “estrellas” de más alto cheque semanal.

No es el acaso el que ha extendido cartas de ciudadanía a aquellas antonomasias, y el que ha convertido a los Fairbanks, a las Shearer y a los Rooney en paradigmas artísticos. Es que, en nuestro mundo, la nueva expresión del Arte que es el Cine ha tenido su primera y más amplia condensación en el pueblo norteamericano. Fueron las empresas del dólar las pioners del nuevo arte; y fueron los pioners en las rutas de un nuevo industrialismo, en la validez financiera de este sistema continentalmente dominante.

Como iniciadores de la nueva expresión, ellos han dado pautas de vigencia casi inapelable. Y no cabe duda que, en ciertos matices técnicos, como en ciertos manejos de grandes conjuntos (recuérdese las direcciones de Cecil B. de Mille), han establecido magisterio. Y han hecho una creación: “Fantasía”, que inicia una escuela de mayor envergadura, sin duda insuperada ni aun por las producciones grandes del propio Disney.

La influencia adquiere curiosas, aunque lógicas expresiones concretas, de las que ciertamente no son mínimas, sino elocuencias máximas, la silla plegadiza y la cachucha del Director, la boina española y la camisa afeminada del “cameramen” y los ayudantes.

Por desgracia, no queda en esos elementos el dominio “hollywoodense” –cuya presencia pudiera excusarse, “extralógicamente”, por su relación con la técnica tan propia de los de los “stand” y de las cámaras. No. El ojo mágico de los aparatos, va calando el espíritu de los públicos nuestros y de los productores.

Especialmente desde el triunfo del “cine hablado”, la transformación de las “salas” es extraordinaria.

Antes, la presencia de la orquesta, amenizando las auténticas “vistas” de la incipiente pantalla, ponían soluciones de continuidad entre el espectador y el espectáculo, pues la armonía del ambiente se quebraba entre el choque de una carrera de caballos y la música del danzón de moda, o bien, entre el tiroteo de los tejanos y el vals “Río Rosa” de nuestros padres. Sin embargo, ya entonces se podían advertir en nuestras calles, copias extravagantes de Pina Menichelli o Pola Negri, y de Eddie Polo o William Duncan.

No cabe hoy discontinuidad ninguna entre público y película. Una corriente honda, íntima, sensual, (en su estricto sentido), y aun, en las pocas grandes obras, espiritual y de altura, hace ciclo vertiginoso entre objetos y sujetos, que giran en torno del mismo tema, de la misma emoción.

Y lo más interesante es que eso es un mundo distinto que va transformando paulatina, inadvertidamente, nuestro propio, peculiarísimo mundo cultural.

Precisamente porque el mundo del Cine dominante es distinto a nuestro mundo “de casa”, por eso ésta se transforma y pierde su fisonomía y su estilo.

En la medida que la perfección técnica y la unidad artística del Cine aumentan en la producción norteamericana, la corriente de las “salas” va saliendo a las calles de nuestras ciudades y, lo que es más serio, va penetrando el dintel de los hogares.

Realización de belleza dicen que es el Arte. El que lo sea, puerta franca y hospitalaria debe tener en el hogar y en el espíritu. Pero no cabe duda que, con toda la fastuosa maquinaria de las grandes “cintas”, el cine norteamericano apenas si ha logrado atisbos de verdadera belleza. Y la razón está en la íntima y sociológica naturaleza del Cine. Aquí, allá, siempre fruto del ambiente cultural, expresión y estilo de pueblos. Y no puede expresar belleza quien carece de contenidos espirituales y arte propio.

Pero, sea cual fuere la calificación estética del arte de nuestros vecinos, una cosa está fuera de polémica: que su Cine es expresión de su Cultura y que su Cultura es un mundo totalmente diverso del mundo cultural, espiritual del resto de los pueblos de América. Y, sea cual fuere también la calidad de las Culturas, lo cierto es que chocan entre sí los tres tipos que de ellas viven en nuestro Continente y que, si el plano de las interinfluencias, no se asimilan mutuamente sino como en el Cine, por vías extralógicas, dominada y dominante sufrirán lesiones vitales e irremediables.

¿Qué puede presentar, como ejemplaridad para México, el Cine norteamericano?... Divorcias y adulterio, “raketerismoo” y fraudes es el “leitmotiv” de sus dramas. Y la “alta comedia” apenas si nos demuestra las extravagantes costumbres de los multimillonarios, los inverosímiles sistemas periodísticos (sin que encontremos expresión de sus méritos auténticos), o la carencia de sentido universitario de sus Universidades deportivas que crean al “hombre confortable”. Tras eso, la multitudinaria comparsa de las películas de vaqueros que, quizá es la más sincera y limpia producción, en medio de sus matanzas de opereta y de sus héroes ingenuos... Fuera de eso, quizá lo menos malo: los muñecos animados, hechos para la psicología americana, pero con los que no pueden soñar dulcemente nuestros niños.

Este mundo se mete en nuestro mundo. Y, como una tutela incontrastable, va marcando pauta a nuestros productores.

En México, donde hay formas artísticas de singular significación y de personalísima fisonomía, tenemos un “Cine Mexicano” que no ha podido dar una vaga versión del México que es íntegramente, porque no ha querido o no ha sabido explotar la riqueza abundante e inédita de su arte y de las más íntimas formas culturales, sino que se ha conformado con la sujeción a códigos extraterritoriales.

Porque, aun en lo que pudiera ser –y lo es en algún sentido y con algún mérito– el cine más “nuestro”; el de los charros, allí es, en cierto modo, el cine más norteamericanizado. El “folklorismo” de estas películas no ha logrado ser sino la mala traducción del “vaquerismo” tejano al dialecto... citadino de México. Las grandes empresas de propaganda y de turismo de los “buenos vecinos” copiaron, con muy buena voluntad, nuestros “mexican curious” y los tradujeron, a su modo, en calendarios y en prospectos. Y, para llegar a lo nuestro, los productores mexicanos, en el mayor porcentaje de los casos, dan la impresión de haber recurrido a los calendarios y a los prospectos de turismo. Si tenemos derecho a exigir que no se adulteren, en las películas yanquis, nuestros tipos, nuestras costumbres, ni menos nuestra historia, con abundancia de razones los directores del “cine mexicano” carecen del derecho para hacer del héroe tapatío (?) de “¡Ay, Jalisco, No te Rajes!” (película que, por otras razones, alcanza a superar vicios que ya parecían irremediables), un raketero de Chicago, disfrazado de charro mexicano. ¡Cuánta riqueza psicológica, costumbrista, histórica, documental, de nuestros campos, sacrifican nuestras gente de Cine!

¡Y cómo sacrifican también posibilidades personales! Siendo la familia mexicana, tan rica, tan entrañable, tan característica, la imaginería norteamericana sólo pudo concebir “La Familia Dresell” o, cuando mucho, una “Gallina Clueca” que no acierta a representar el tipo auténtico del hogar de México, ni el de la figura venerable de la madre a pesar de las dotes extraordinarias de Sara García, tan nuestra y que merece más capaces directores. Un ejemplo más: siendo la vida estudiantil de México (la capitalina y la provinciana) tan abundante en realidades de todo género, inexploradas, tuvimos que soportar la inverosímil e inútil realización de “Mil Estudiantes y una Muchacha”, que no se salva a pesar de Pardavé, de Julián Soler y de Enrique Herrera.

Es verdad que hemos aventajado mucho. Entre los tiempos heroicos en que Contreras Torres intrépidamente ensayaba su Cine en los campos de la Visitación, de Morelia, y su “Bolívar”, hay un paso muy serio de las aspiraciones de nuestro Cine. Pero “Bolívar” aún no es, no puede ser realización definitiva, condensación meritoria de nuestras posibilidades.

Posibilidades amplísimas se abren para el futuro. Radican, sobre todo, en un quitarse los anteojos de turista, y ver nuestras realidades con alma propia, con mirada limpia. Pues lo necesario es entender que un no fraudulento “cine mexicano” debe responder a un concepto “mexicano” (o universalista, si es gallarda la aspiración) de la vida y del Arte.

Herederos de la gran tradición artística española, tenemos en nuestro ambiente legados inapreciables, de sentido hondo, real, humano, como es la tradición teatral, alejada del desequilibrio de “la ópera italiana que oscila entre la música y la escena”; alelada también de los refinamiento del realismo psicológico francés; pero, sin parentesco alguno, con un inexistente teatro norteamericano. ¿No podría esta veta, ser fuente que enriquezca el contenido de nuestro Cine?...