España en México
La tradicional romería de Covadonga… fiesta con que España celebra la Reconquista
por Arz.
Charro y cordobés, la Covadonga en México
«Consueliyo, ¿quié usté mira ayí?… Grasia, mi arma, po alumbrá er letreriyo…» En la Romería de Covadonga vuelan los decires preñados de ingenio, saltan los piropos llenos de penetrante sutileza marchosa. Las muchachas –gracia y orgullo– pasean su donaire, seguras de su imperio. Y la guapísima Consueliyo Pérez Herrero [1921-1991] se deja tomar esta sonrisa iluminante, en que ojos y boca juegan una fiesta de la raza. «Porque si es para La Nación, sí»…
Arrancando del tronco jocundo de las festividades religiosas, señalándose como la fiesta más importante del pueblo español y abrazando en su trascendencia el desarrollo histórico de todos los pueblos que ingresaron a la cultura cristiana llevados de la mano por la generosa madre española, es la celebración de Santa María de Covadonga, inmensa en sus perfiles, honda en su significado, múltiple en su júbilo.
Cuando se festeja a la Virgen de Covadonga se canta también la tradición heroica de España. Se juntan en el recuerdo el milagro y el héroe combinados en la victoria con que se inició la Reconquista de España. Así ha pasado al campo de lo social el día glorioso de Nuestra Señora de Covadonga.
La leyenda atribuye significación divina a la victoria de don Pelayo: un pueblo que vive prendido a Dios, por él lucha y por él vence porque para él triunfa.
La batalla de Don Pelayo
Su origen visigodo hizo una escala grandiosa en el rey don Rodrigo para desembocar en él cuando la dominación musulmana se hacía más rotunda e inclemente. Don Pelayo fue buscado como capitán por los cristianos perseguidos que habían encontrado escondido refugio en los montes abruptos que cercan la cuenca del río Deva, próxima a Covadonga. A la cueva histórica que taladra el monte Auseba llevó don Pelayo la imagen de la Virgen; ella quedó celosamente guardada y los hombres repartidos en las crestas y los matorrales.
Hasta allí fueron tras ellos en su ánimo implacable de exterminio las huestes sarracenas. Pero la naturaleza les tendió una trampa: por la estrecha garganta del valle del río caminaban en espesor reducido los musulmanes, haciéndose fáciles víctimas de los asturianos encaramados, que con peñas y troncos de árboles diezmaron sus contingentes.
El resto de la destrucción completa de los infieles lo juzga milagroso la leyenda. En aquellos momentos se desató furiosa una tempestad que convirtió en fuerza implacable el caudal impetuoso del Deva: el agua mansa se tornó bravía, socavó la tierra que pisaban los enemigos de Dios, cuando por un rápido sendero que dominaba el río caminaban esquivando la furia del río. Así fue como los primeros musulmanes cayeron confundidos en el torrente para nunca más combatir contra Cristo.
Allí fue también donde y cuando emprendió España la secular tarea de la Reconquista. Entonces fue cuando empezaron los ochocientos años que deberían terminar hasta el advenimiento de los Reyes Católicos. Era el año de 718.
La romería de Covadonga
Tal fecha es el remoto origen de una de las devociones más persistentes y profundas que conoce la historia.
La fe imponderable de los siglos subsecuentes dio motivo a que la veneración por Santa María de Covadonga fuera creciendo cada vez más, a que se manifestara en testimonios materiales de la victoria cristiana y en monumentos renovados a la Virgen, que culminan con el actual Santuario.
También los testimonios humanos de fe y veneración han sido constantes desde entonces. Los días de la víspera y el de la festividad ven reunirse en el valle plantado de castañares, dominado por enormes peñascos y cerrado al fondo por el gigantesco monte Auseba, a la multitud de peregrinos que año por año acuden de todos los rincones españoles.
La virgen de Covadonga vino a América
Y es que le fiesta de Covadonga implica para el español el vínculo más fuerte de unión nacional que le ofrece la tradición. Para España entera es el 8 de septiembre la fecha en que celebra la iniciación de su hazaña histórica más trascendente, es el día en que al salvarse a sí propia de los agresores de la religión, hizo posibles para más tarde las tareas positivas de la redención de los pueblos hispano-americanos.
Es por esto que los límites de la Covadonga no se cierran en la península ibérica, sino que montando el mar sobre tres carabelas, se trasladan a la América española para ensancharse aquí en un mundo nuevo que mediante su abrazo, anhelado durante ocho siglos, ingresó al seno glorioso de la catolicidad.
Si por medio de un dilatado proceso secular fue posible que Nuestra Señora de Covadonga extendiera su gracia a los pueblos americanos, mediante el transcurso de otro lapso semejante, ocupado por los misioneros en los afanes divinos, se hizo viable la consolidación religiosa de un mundo nuevo. Terminado ya el segundo proceso, firmemente prendida la fe, los pueblos americanos podían empezar su vida independiente: la Virgen de Covadonga quiso que las gestas de independencia coincidieran con los claros días septembrinos de su advocación.
Nuestra Señora de Covadonga ya podía descansar tranquila por sus pueblos jóvenes, ya tenía quien la sucediera en el amparo, había conferido una alternativa: la Virgen de Guadalupe cobijaba ya, con su manto amoroso, a veinte y una patrias que nacían.
Alcances y trasuntos de la romería
La veneración a la Virgen de Covadonga es símbolo de hispanidad. Y hablamos de hispanidad en el sentido de considerarla como un estilo de ser que alcanza tanto a iberos como a ibero-americanos. Es por ello que en cualquier lugar y en cualquier momento de las gentes que viven de acuerdo con ese estilo, la festividad de Covadonga se advierte jubilosamente.
Cuando los mundos están distantes, la romería al Santuario encuentra equivalencia. Aquí como allá la fiesta halla medios de expresión.
Si dentro del carácter religioso la celebración no se materializa de igual modo por no estar presentes aquí los venerados lugares de la tradición, el espíritu devoto de miles de fieles se conjunta en una sola invocación que parte en un mismo día desde México y Cuba y Argentina, como desde España misma.
Y las fiestas profanas guardan un fiel reflejo de lo que en Oviedo acontece. No hace sino copiar el estilo peculiar de las peregrinaciones españolas. ¿Pero cuál es ese estilo tan rico, tan complejo, tan incomprensible aunque tan estimado por quienes no saben asomarse a la vida desde nuestra ventana? Consiste simplemente en trasplantar la vida misma del transcurrir habitual a un lugar de fiesta. Llevar allí las charlas y las alegrías, situar en el camino los deseos y los anhelos, poner la esperanza en el viaje. Vestir de galas la vida diaria.
El paseo
Así es como España se confronta. El ser social se evidencia en el paseo. Más particularmente, el ser nacional español se manifiesta en lo típico del paseo.
El paseo español es garboso, jocundo, fuerte y gallardo. El varón pone su virilidad en la marcha, su intención en la mirada, su acoso en la ronda. La moza carga de donaire los andares, de promesa los ojos, de altiva dignidad la coquetería.
Y él regresa con la queja:
«Madre. unos ojuelos vi
verdes, alegros y bellos,
¡ay, que me muero por ellos!
y ellos se burlan de mí.»
Pero el lamento no es la derrota: sabe que la mujer española se pone el orgullo de su raza en la persona… y así la quiere él, estimada y difícil. Más tarde, cuando esposa, será buena, y amante.
Los decires
Si en el paseo ya se marca el duelo eterno entre el varón y la moza; si en el andar «marchoso» ya se preludia una lucha que habrá de terminarse con la posesión, pero mediante los seguros oficios del Sr. cura y los claros escritos del registro civil, en las palabras que se sueltan durante el encuentro se reafirma el mismo sentido.
El mozo deja ir una súplica intrascendente:
–«Consueliyo, ¿quiere usté mirá ayí?»
–«…»
–«Grasia, mi arma, po alumbra en letreriyo»
Y ahí se queda viviente el piropo, preñado de gracejo e ingenio sutil «chamuyado» con sabor o intención; se adentra en el alma femenina que lo acoge y lo agradece detrás del enojo aparente.
Las danzas
El gaitero lleva cuarenta años de saber tocar. A donde quiera que él va lo acompaña su gaita, inseparable como la mujer, compañera íntima de sus penas y gozos. Hace alto en un claro y el aire y las manos comienzan la música. Las chicas se agrupan en torno suyo. Cuatro de ellas inician la jota, hacen el reto a los hombres que no se atreven. Los mayores y los niños cierran el cerco de espectadores. El baile sigue siendo admirado, pero no ha perdido su intención retadora, nadie ha surgido entre los varones. Llega un mozo a la rueda, la husmea y se decide, apresta las castañuelas. Se cuela rompiendo el cerco, escabullido aunque categórico, salta a la danza y marca la jota. Lo hace con el mismo gesto de valor que se aprecia en el chaval torerillo la tarde en que subrepticiamente se lanzó de espontáneo.
Ante la situación se engalla y triunfa con los mismos elementos del torero: apostura en el alma, que se le traduce en agilidad graciosa del cuerpo.