Filosofía en español 
Filosofía en español


Gerardo Medina

Los intelectuales frente a la ofensiva inquisitorial de la Iglesia

La creciente intervención inquisitorial de la Iglesia en todos los aspectos de la vida intelectual española es uno de los rasgos más característicos de la situación actual en nuestro país. Y no es que esa intervención sea cosa nueva, claro, pero sí es cierto que cada día está adquiriendo formas más brutales. Desde la firma del Concordato, múltiples hechos muestran el desenfrenado esfuerzo de las más altas jerarquías eclesiásticas por moldear al antojo de su asfixiante oscurantismo todas las manifestaciones de la vida cultural española.

La pastoral del obispo de Canarias, por ejemplo, denunciando a Unamuno como «hereje máximo y maestro de herejías», y la del obispo de Astorga, que por sus ataques contra Baroja fue motivo directo de la prohibición del número extraordinario que la revista Índice le había dedicado, son, entre otros muchos testimonios claros de la acrecentada virulencia del las jerarquías vaticanistas. De nada le valieron al falangista Figueroa, director de la mencionada revista, sus gestiones cerca de las más alfas autoridades del régimen: con la Iglesia había topado. Y aquí se puso de manifiesto, una vez más, la refinada y cínica hipocresía del aparato burocrático del franquismo. En efecto, un cupo de dos mil ejemplares fue autorizado para su salida al extranjero: ¡que no se diga fuera que carecemos de libertad cultural!

Pero en este caso, como en otros anteriores, la medida inquisitorial provocó, pese a todos los esfuerzos oficiales por silenciarla, una protesta generalizada. Y es interesante hacer resaltar que dicha protesta, dentro de las limitaciones impuestas por el franquismo, se hizo patente esta vez en algunos círculos universitarios e intelectuales sumidos hasta ahora en el letargo conformista, incluso en grupos de intelectuales católicos. Así vemos a un Laín Entralgo, a un Ridruejo insinuar, presionados por el ambiente de indignación que les rodea, que ha llegado el momento de hacer algo contra el oscurantismo de la iglesia; así vemos a un escritor y ensayista como Aranguren mantener posiciones muy alejadas de las de las altas jerarquías, en lo que se refiere, por ejemplo, al problema del «catolicismo de Estado»; así vemos a Julián Marías defender en sus conferencias a Unamuno, contra viento y marea jesuíticos, obteniendo incluso para esa labor el apoyo, o la benevolente neutralidad, de ciertas autoridades eclesiásticas, más cautas quizá, o bien más sensibles a las aspiraciones de amplias capas sociales, en las cuales el sentimiento religioso no impide una actitud patriótica y antifranquista.

En este sentido, los hechos son rotundos. Si, por una parte, la ofensiva ideológica –y en fin de cuentas, política– de la Iglesia, se despliega con fuerza redoblada desde la firma del Concordato de agosto de 1953, por otra parte, la resistencia y oposición a dicha empresa se extiende a capas y grupos sociales cada vez más amplios, se hace visible incluso en círculos que hasta hoy mantuvieron frente al régimen una actitud de pasiva neutralidad, o bien de apoyo directo. No ha de extrañarnos. Debería ser claro para todos nosotros, para toda la intelectualidad antifranquista, que esta ofensiva de la iglesia se desarrolla en circunstancias nuevas, muy particulares, que le imprimen rasgos inéditos, peculiares. Circunstancias que son precisamente las de la descomposición acelerada del franquismo, de la venta de España al imperialismo yanqui agresor y de la maduración ineluctable de las condiciones previas a un cambio de régimen. Solo si se sitúa en esa perspectiva de desarrollo puede comprenderse plenamente, sin esquematismos ni prejuicios, la compleja situación actual en este sector de la vida social, con sus diversos matices, a menudo contradictorios.

Con el espectro del inevitable derrumbamiento del franquismo por delante, comienzan a actuar, por cuenta propia, toda una serie de fuerzas sociales hasta ahora agrupadas en la transitoria «unidad del movimiento», hecha añicos por las realidades y necesidades objetivas del desarrollo social y económico en nuestro país. Actúan grupos desgajados de Falange, principalmente universitarios e intelectuales, pero que cuentan con el apoyo de sectores importantes de la burguesía industrial española; actúan fuerzas «tradicionalistas» y monárquicas, fuerzas nacionalistas de Cataluña, Euzkadi y Galicia; se revigorizan o resurgen las tendencias liberales y progresivas de las capas medias de la ciudad y del campo. Y actúan también ¡cómo no! las jerarquías de la iglesia.

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Al franquismo, que no es sólo un aparato técnico-militar de represión, sino la dictadura terrorista abierta de las castas españolas más reaccionarias, la Iglesia le facilitó su principal base de masas. La indiscutible influencia que la ideología de la Iglesia ejerce en amplias masas campesinas y urbanas fue utilizada para neutralizarlas, o para movilizarlas en apoyo del franquismo, bajo la engañosa bandera de la «defensa de la fe», de la «cruzada religiosa». A mantener ese engaño, agitando el fantasma de la falsa disyuntiva «franquismo o comunismo», han tendido todos los esfuerzos de la política antinacional y antidemocrática de las alfas jerarquías de la iglesia y del Vaticano.

Desde la Declaración Colectiva del Episcopado español hasta la firma del Concordato y la concesión de condecoraciones y bendiciones pontificales a Franco, no cabe duda que a este respecto la Iglesia ha sido consecuente. Pero ni encíclicas ni concordatos impiden que la Tierra gire alrededor del sol. Y las leyes del desarrollo social ejercen también su acción de una manera objetiva, independientemente de la voluntad y de los deseos del Cardenal Primado.

Por ello, ahora que, en definitiva Ia cuestión que se ventila es la de un cambio de régimen, las jerarquías de la Iglesia vaticanista redoblan su actividad, pensando en el presente y también en el porvenir. Lo que se proponen, en resumidas cuentas, es impedir que las masas sobre las cuales todavía conservan cierta influencia se orienten hacia la justa solución democrática y patriótica de los problemas nacionales, impedir que se realice y refuerce en la lucha la unidad de todas las fuerzas antifranquistas, de todos los españoles patriotas, estableciendo entre nosotros falsas divisorias religiosas, cuando la única divisoria a establecer hoy solo puede ser la que separa a la inmensa mayoría de la nación, sin distinción de opiniones y creencias, de un puñado de agentes a sueldo del imperialismo yanqui.

Medios múltiples y muy diversos utiliza la Iglesia para el logro de esos fines, y ello en todos los sectores de la vida social e intelectual. Ateniéndonos a este último aspecto, no hay que creer que el mazazo de la prohibición inquisitorial sea el único método elegido por las altas jerarquías eclesiásticas para cegar o encenagar las fuentes de nuestra tradición cultural progresiva. ¡Qué bien saben en otros casos utilizar el halago, la corrupción, los más diversos espejuelos de la «comprensión cristiana» y de la «liberalidad caritativa» para con las «ovejas descarriadas»! Si en el caso de Unamuno, por ejemplo, la intervención del obispo de Canarias se hizo en forma tan brutal, tan directa, para que su Ilustrísima tomara esa actitud fue sin lugar a dudas más determinante el recuerdo de la lucha de don Miguel contra la Dictadura que las quince «negaciones del dogma» y los cuarenta y cinco «errores» que en la mencionada pastoral se enumeran, en tragicómico alarde de tufo medieval. Esa generosa actitud unamuniana, ¡unto al pueblo y con el pueblo, es lo que se pretende borrar para siempre de nuestra historia, no vaya a resultar que cunda aquel ejemplo entre las jóvenes generaciones hastiadas de tanto Donoso Cortés y tanto Zaragüeta. Bien claramente se desprende lo antedicho de un artículo del jesuíta Guerrero, en «Razón y Fe» de febrero de este año, donde se dice que «la Iglesia docente, con su estado mayor de Jefes y Teólogos, con el clero secular y todas las Instituciones religiosas… tienen por evidente que cierta clase de intelectuales son efectivamente los principales culpables de ayer; y ellos mismos o sus afines son el mayor peligro de mañana». Y entre esos intelectuales tan culpables se menciona expresamente a Unamuno y a Ortega. ¡Ortega y Gasset, «mayor peligro de mañana»: qué mal andamos, oh pobres descendientes de Ignacio de Loyola! Pero no, tened la seguridad de que encontraréis adversarios más consecuentes, mejor preparados que Ortega, en la lucha de ideas venidera.

Entre tanto, «los peligros de mañana», tan nítidamente perceptibles en la situación actual, quitan el sueño a los jerarcas vaticanistas. Para disponerse a afrontarlos despliegan su ofensiva, valiéndose de las cláusulas del Concordato, que estipulan no sólo que «en todos los centros docentes, de cualquier orden o grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica», sino que también codifican su «capacidad de adquirir, poseer y administrar toda ciase de bienes». En esta ofensiva, cuyos intereses materiales se encubren bajo el manto de los sentimientos religiosos, forzosamente arraigados en masas muy amplias condenadas a esperar una vida mejor allende la muerte, por la desesperación que la miseria engendra, es evidente que la iglesia choca con intereses creados. Así, por ejemplo, en lo que al sector universitario e intelectual se refiere, lucha por desplazar a Falange de toda una serie de posiciones, y lo va consiguiendo, aunque no sin protestas y enconados rencores. De lo que se trata es de crear y colocar en situaciones ventajosas a los equipos técnicos e intelectuales de un futuro partido social-cristiano, cuya base social popular se pretende asegurar por todas las actuales campañas demagógicas al estilo de la misión del Nervión.

Ahora bien, en el marco de la descomposición del régimen, esta nueva ofensiva inquisitorial y demagógica de la iglesia, con la consiguiente agudización de las contradicciones entre las diversas fuerzas que componían el Movimiento, viene a debilitar aún más al franquismo. Y no es que tal sea el propósito de las jerarquías eclesiásticas, más bien todo lo contrario, pero esa consecuencia escapa a su voluntad, se desprende de la situación objetiva. Así podemos ver a Fernández Cuesta clamando en Valladolid contra la democracia cristiana; y, por su parte, a «Ecclesia» protestando vigorosamente contra el monopolio de la censura de prensa todavía en manos de Falange, cuando ya en otros sectores es la censura eclesiástica la determinante. Esto es importante: comprender que la creciente intervención inquisitorial en la vida cultural, que el reforzamiento de prohibiciones y censuras, es un fenómeno reflejo no de un afianzamiento del régimen sino, al contrario, de su acelerada descomposición. Porque es ley del desarrollo histórico que lo viejo, lo que está condenado a desaparecer, se revuelve contra el veredicto de las realidades con fuerza acrecentada, desesperada, precisamente en el momento de iniciar su trance de agonía.

Así pues, si esa es la situación, ¿cómo organizar la lucha ideológica y práctica contra la intervención de la Iglesia en la vida intelectual?

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Lo primero: evitar los errores del anticlericalismo. A este respecto, nosotros comunistas, que nos basamos en la ideología materialista, atea, del marxismo-leninismo, tenemos que decir a todos los intelectuales demócratas que el anticlericalismo es un error grave, cartón y trampa más de una vez del tinglado de la antigua farsa que las clases dominantes contemplaban muy gustosas, ya que desviaba por cauces erróneos algunas de las aspiraciones legítimas de nuestro pueblo. Lo primero, pues, es comprender plenamente que la lucha ideológica, consecuente, decidida, sin concesiones de principio, contra la influencia de la Iglesia vaticanista sólo puede desarrollarse eficazmente sobre la base del respeto absoluto a la libertad de conciencia, a la libertad de cultos. En este sentido, la separación de la Iglesia y del Estado punto esencial en todo programa de lucha por la democratización de la vida intelectual constituye el fundamento indispensable de dichas libertades. Y aquí no adoptamos una actitud transitoria, de conciliación, con el propósito de «no asustar»; aquí nos atenemos a los principios de nuestra filosofía materialista dialéctica. Declarar la guerra a la religión, en abstracto, en bloque, solo es una frase anarquizante, contraria a los intereses generales de la lucha democrática. Semejante «declaración de guerra» sólo serviría a los intereses de las altas jerarquías eclesiásticas, permitiendo que mantuviesen, e incluso fortaleciesen, su influencia entre las masas.

Y es que las raíces sociales de la religión no se suprimen por decreto, o pronunciando campanudas declaraciones contra la religión. La influencia de la religión sobre determinadas masas populares se explica por el miedo y la desesperación que provoca en ellas la acción de fuerzas exteriores que les parecen sobrenaturales, porque no las comprenden. Esas fuerzas son en nuestro tiempo principalmente sociales; concretamente las encontramos en la explotación capitalista y terrateniente semifeudal que se ejerce sobre el pueblo español, con toda la cohorte de miseria y de ignorancia que ese estado de cosas lleva aparejado. Para desarraigar la religión de la cabeza de las masas esclavizadas, lo decisivo es que estas masas aprendan a luchar unidas y organizadas, sistemática y conscientemente, contra esa raíz social de la religión, contra la explotación que las aplasta. De ahí ¡a Importancia de organizar y llevar adelante la lucha común de las masas explotadas, sin distinción de creencias, por los objetivos generales inmediatos, que en la etapa actual son los de la transformación democrática de España y de la reconquista de la independencia nacional.

En la organización de esa lucha común, contra el régimen y contra la ofensiva inquisitorial de la Iglesia vaticanista, los intelectuales españoles antifranquistas pueden jugar desde ahora mismo un papel nada desdeñable. En efecto, las posibilidades prácticas de lucha contra la censura, por las libertades democráticas de expresión y de asociación, son particularmente grandes en este sector de la vida nacional en que la descomposición del régimen se hace tan agudamente sentir. Para utilizarlas justamente, para no errar el blanco, conviene no olvidar que no es el dogma de la encarnación del Verbo, ni el de la inmortalidad del alma, nuestro principal enemigo, sino el pacto militar yanquifranquista en que se ampara el régimen de opresión que impide el libre desarrollo de nuestra cultura. En función de su actitud hacia dicho pacto, hacia dicho régimen, y no en función de sus creencias debemos juzgar a los aliados que en el frente intelectual debemos y podemos agrupar para la lucha nacional por el porvenir de España y de su cultura.