J. Izcaray
Nuestro programa y las artes
El capítulo VIII de nuestro programa detállense las disposiciones fundamentales y urgentes que a nuestro juicio el Estado democrático deberá tomar en lo que concierne a los más agudos problemas culturales presentes. El punto quinto del capítulo citado precisa:
«Protección a las artes, a la literatura y al teatro, garantizando la libertad de creación intelectual. Fomento y protección del cine nacional. Ayuda del Estado para la edición y difusión de autores clásicos y de escritores modernos destacados y estímulo a los autores jóvenes capaces».
Así se dará satisfacción –toda la satisfacción posible en los ámbitos de la revolución democrática– a esas dos aspiraciones básicas, a esas dos necesidades vitales de los escritores y artistas de nuestro país: libertad y protección. Ambas se complementan. Sin protección, la libertad tan ansiada perdería mucha de su virtualidad. Y la protección sin libertad… Todos los dictadores que en el mundo han sido –Franco también– han hablado de ella y la han prometido. Pero esa protección sin libertad –en los casos en que se recibe, que no suele llegar sino a los fámulos de Universidad y Prensa– es en realidad vasallaje. O dicho de otro modo: anulación.
Libertad de creación y asistencia al trabajo, de creación: he ahí las dos condiciones primarias de| florecimiento de la literatura y dé las artes que la democracia española tiene el deber de propiciar.
Sombra y luz de un panorama
Hay en los escritores actuales una decidida inclinación por la novela. Y es que la novela no sólo fue la forma literaria por excelencia del siglo XIX. Sigue siendo la más idónea para contener lo que tenemos que contar del nuestro.
Pero ¿en qué circunstancias apunta esta nueva floración de la novela española? En las adversas que son inherentes a la existencia de un régimen fascista. Pese a él, de espaldas a él y, en sus manifestaciones más prometedoras, contra él. Lo cual denuncia el divorcio espiritual existente entre la inmensa mayoría de los escritores y el régimen e indica la vitalidad de la sociedad española de la cual esa germinación novelística es, en la esencia de las cosas, un reflejo. Un reflejo balbuciente, contradictorio en sus luces y contraluces y lleno de complejidad.
El fascismo agrava hasta el límite máximo las coacciones que en la sociedad capitalista hacen del escritor que no quiere o no acierta a rebelarse contra ella un prisionero de las clases dominantes. Hoy no es posible encontrar en España una sola editorial que no esté en manos de esas clases. Como el teatro y el cine, la novela se asfixia y se deforma en el potro de Ias dos censuras: la gubernamental y la eclesiástica, dos rótulos distintos y una sola inquisición verdadera. Los escritores de aliento progresivo, o simplemente disconformes con la realidad que contemplan, han de crear no sólo contando con esas dos cribas que les esperan, sino autocensurándose, automutilándose ante las cuartillas, sujetos a esa íntima coacción que es acaso la más grave para el escritor por lo que le violenta y falsea. Los aires nuevos de la novela progresiva –soviética, francesa, &c., &c.– no pueden penetrar en España sino es por los angostos resquicios de la clandestinidad. Mientras tanto, los escritores españoles están sometidos al bombardeo incesante de influencias literarias antisociales, antihumanas: las que emanan de esas tendencias –hijas más o menos directas del imperialismo– que niegan al hombre, pues a eso equivale negar su capacidad para transformar el mundo transformándose con él. Todo ello está extraviando el renovado impulso novelístico actual por vericuetos que pueden malograrlo, que lo malogran ya en proporción inquietante.
Y, naturalmente, muchas de las cosas dichas con referencia a la novela pueden aplicarse a la poesía donde el forcejeo de las concepciones nuevas ha granado ya en algunos frutos sabrosos y promete cosechas más firmes y abundosas.
Huelga recordar que las empresas teatrales y cinematográficas son empresas capitalistas. De otro lado, en tratándose de comedias y de películas el doble Argos censorial siente acrecidos su intransigencia y su pavor.
Ahí están las dos causas raíces del lastimoso estado en que se hallan el teatro y el cine españoles que de tales sólo tienen el nombre, salvo la excepción de muy contadas obras.
Los teatros de verso, como se decía antes, están casi monopolizados por lo que en lenguaje de mercería se ha dado en llamar comedia fina. Comedia intranscendente, sin ningún problema social ni humano actual. Comedia de evasión, de declarada y vergonzosa evasión.
Las clases y castas que integran el franquismo carecen de vitalidad ideológica y de autores –afortunadamente los mastuerzos del tipo dé Giménez Arnau no abundan– para llevar a la escena su propia concepción de la vida. Por otra parte esa concepción es inconfesable. Su transposición a la escena tampoco placería demasiado a los empresarios, pues acabaría de ahuyentar de sus salas al poco público que les queda. A lo más que en teatro ha podido aspirar el franquismo es a que en aquel no aparezcan las trágicas realidades de la actual sociedad española ni las ideas y sentimientos de los españoles de hoy. Yo creo que esto explica, en lo esencial, esa proliferación de comedia «fina», comedia hecha para facilitar la digestión de una burguesía inquieta y atormentada. A la burguesía alta y media pertenece su público, con un complemento pequeño burgués cada vez más escaso. Algunos de los autores que «cultivan el género» lo hacen siguiendo así sus propias inclinaciones reaccionarias. Otros se refugian en él porque en las circunstancias actuales no podrían estrenar obras que dijeran algo. Entre comedia y comedia ese es su drama.
El poder de comunicación que el cine posee es extraordinario. ¿Podríamos decir que en nuestra época el cine es el arfe social por excelencia? En muchos aspectos, sí. Desdé luego es un medio poderoso, casi mágico, para llevar ideas buenas o malas, verdades o mentiras, a las multitudes, y bien que lo está aprovechando en el peor sentido –envileciéndolo sin escrúpulos– el Ku-Klux-Klan imperialista de Hollywood.
Desde el primer día la reacción española temió al cine extranjero y embridó al indígena modelándolo a su imagen y semejanza. Esto, añadido a la incapacidad inicial para comprender que el cine no era un mero instrumento para fotografiar novela o teatro, no era solamente fotografía en movimiento, sino algo cualitativamente nuevo, un arte inédito, diferente, con leyes estéticas propias, nos da, creo yo, por lo menos algunas de las razones originarias de aquel cine tomavistas de tarjeta postal –¡qué se vean bien los monumentos nacionales!– y de aquella predilección de primera hora por Pérez Lugín, uno de los novelistas más convencionales y chatos de la España de los partidos turnantes.
Y en cine, como en todo, la dictadura franquista ha venido a agravar las cosas. Ha apretado en torno a los estudios la garra del gran capital y les ha puesto las rejas de la doble censura. Únicamente alguna película, y en ocasiones, esta o aquella secuencia de una película, saben a España y a cine. Pues, en general, la triple rienda del dinero, el sable y el hisopo da el resultado siguiente: supuesto folklore que, las más de las veces, no es sino caricatura vil de uno de los pueblos más graves, complejos y desgraciados de la Tierra; versiones de Historia que ni en aleluyas serian válidas; merengue de sacristía y prédicas de púlpito; comedias fotografiadas, de evasión también, claro.
Y las fuerzas nuevas del cine –directores, guionistas, críticos de signo social y estético muy diverso– bracean contra la asfixia y piden sitio y posibilidades para hacer un cine verdaderamente nacional, con aire de la calle, con substancia de vida y con problemas actuales.
El camino de los remedios
¿Dónde encontrar hoy, dadas las presentes realidades españolas, la vía de los remedios y de las soluciones a esta situación de estrangulamiento por un lado, de ansia de creación por otro? Lo más importante, lo más urgente: restaurar las libertades democráticas de las que es parte integrante la libertad intelectual. Eso es lo único que romperá las más pesadas cadenas que aprisionan la literatura, el teatro y el cine, y debilitará todas las otras.
Así es como novelistas y poetas, autores dramáticos y cineastas, podrán abordar los problemas reales de la sociedad en que viven y reflejar las ideas y los sentimientos de los hombres que les rodean; sus propias ideas y sus sentimientos propios que hoy, en tantos casos, han de guardar ocultos bajo siete llaves. Así es como muchos de los que, por inercia o comodidad siquen rigiéndose por meridianos que en el fondo de su alma han dejado de considerar válidos, podrán poner sus relojes en hora.
Cierto, que dado el carácter de la revolución democrática, los capitalistas continuarán en posesión de sus vastos negocios editoriales. Mas, por un lado, la burguesía liberal no se verá obligada cómo hoy, a someterse a los dictados fascistas y clericales. Por otro, desaparecerá el actual monopolio dé la reacción sobre todos los medios dé edición. Las fuerzas obreras y democráticas contarán con editoriales propias como ocurre en Francia, en Italia y en otros países capitalistas.
Además, ¿es qué un Estado democrático no tiene en este importante frente cultural deberes que cumplir? Los tiene y muy serios. Uno es el de estimular y apoyar, a través de procedimientos que pueden ser muy diversos, a las empresas editoras que por la dignidad de sus publicaciones cumplan una función social. Otro, el de poseer medios de edición propios que contribuyan a llevar al pueblo las obras literarias que, con un acento u otro, estén animadas de ese amplio espíritu democrático que animará al Estado.
Cierto también que un régimen de esa naturaleza subsistirán las empresas teatrales y cinematográficas capitalistas. Mas todo lo dicho en él párrafo anterior es válido al tratar dé escenarios y estudios. Un Estado democrático dispuesto a hacer honor a ese calificativo debe fomentar la creación de un cine nacional y protegerle. Debe poner al alcance del pueblo el tesoro de nuestro teatro clásico y el mejor teatro en épocas posteriores. Debe fomentar la creación de un audaz teatro nuevo, de un cine y un teatro para el pueblo, que sean espejo de este en su sentido más lato y que le ayuden a perfeccionarse y a andar.
El Estado democrático habrá de respetar los intereses de las compañías cinematográficas y de los empresarios teatrales, burgueses medios estos últimos en su mayoría. Es más, una de las formas de protección qué el teatro necesita consiste en ésto: en que se reduzcan sustancialmente los exorbitantes impuestos que pesan sobre él, contra los cuales ya se clamaba en tiempos de Moratín y que el franquismo ha acrecido descomunalmente. Yo estoy persuadido de que el Estado democrático, que no necesitará miles y miles de millones para represión y guerra, emprenderá resueltamente esa poda de justicia.
Pero si todo eso es evidente, el nuevo Estado no deberá olvidar, como lo olvidaron los gobernantes de la República, que el cine y el teatro, por su índole y resonancia sociales, son cosas demasiado serias para dejarlas exclusiva y totalmente al arbitrio de las empresas privadas.
Incluso escritores que ideológicamente son nuestros antípodas reconocen que la libertad intelectual que hoy necesitamos –ellos y nosotros, todos– debe ser más efectiva que la que teníamos antes. Es verdad. Y a darle toda la efectividad posible en una sociedad capitalista, pero democrática y en curso hacia un más alto desarrollo histórico, está enfilado ese punto de nuestro programa.
Queremos que los escritores, los poetas y los artistas de nuestro país no se vean obligados a la más triste de todas las renuncias artísticas: a la de crear obras ambiciosas, avanzadas, revolucionarias, si revolucionarias son las convicciones ideológicas y las tendencias estéticas de sus autores, por estar seguros de antemano, como hoy sucede, de que si tal hacen deberían esconder sus obras como un delito en un cajón de su mesa o en un rincón de su estudio.
Queremos comenzar a poner remedio a ese tradicional desamparo en que el ingenio y el genio han vivido siempre en nuestro país y que tantos talentos malogra.
Nosotros, que por la grandeza de nuestra misión y lo arduo de nuestra lucha, a tantos heroísmos estamos, obligados, queremos hacer innecesario ese triste heroísmo de que hablaba Larra: el que en España «se necesita para dedicarse a tas improductivas letras». O a las artes, muchísimas veces improductivas también. Y ahí están innumerables músicos, pintores y escultores para dar fe.
Queremos que editar, estrenar o exponer no sea. para tos jóvenes una odisea desesperante y que su término no lleve implícita una rendición de armas, más o menos disimulada, al pie de los hoy omnipotentes estrados de la opresión y del dinero.
Queremos que en un clima de libertad y civilidad puedan contrastarse públicamente las diferentes tendencias literarias y artísticas que hoy se agitan en España y que son, en él plano estético, un reflejo de la batalla ideológica y política que se está librando en el seno de la sociedad española.
Las medidas concretas que con la ambición de fomentar la literatura y las artes proponemos en nuestro programa, son importantes en sí. Empero, su largo alcance sólo puede ser presumido certeramente si las situamos en el ambiente general que creará en España la restauración de la democracia, si nos las imaginamos, vigentes y activas, en medio de las anchas rutas de progreso por las cuales la realización de la revolución democrática impulsará toda la vida española.
Esa revolución dará a escritores y artistas no sólo libertad y protección. A medida que se desarrolle les dará un público. El que hoy les falta. Un gran público: el pueblo. El pueblo que hoy, con un aterrador porcentaje de analfabetos y sometido en muchas de sus zonas a un nivel de vida infrahumano, sólo en sectores mínimos tiene acceso a librerías y salas de espectáculo.
Ese público rodeará a escritores y artistas del calor cordial que hoy no tienen, mas indudablemente les presentará exigencias nuevas. Les pedirá una literatura y un arte en los cuales se reconozca, una literatura y un arte que le instruyan y le alienten en su camino.
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Los intelectuales comunistas daremos un gran paso adelante llevando a escritores y artistas noticia exacta de nuestros propósitos para el mañana cercano en los hoy ingratos dominios de la literatura y el arte. Démosles a conocer nuestro programa. Conociéndole nos conocerán. Pues pocas cosas tan eficaces como esta clara enunciación programática para aclarar conceptos y disipar temores hijos del desconocimiento y la mentira.
Para que lo que proponemos se convierta en realidad no basta con nuestra lucha. Habremos de luchar por ello, juntos y desde ahora y día tras día, cuantos queremos que en nuestro país reine la libertad intelectual y las artes y las letras tengan la audiencia y la consideración que merecen.
Yo creo que España está en vísperas de un vigoroso renacimiento literario y artístico. Muchos signos lo anuncian ya en la noche. Hay un fuerte rumor de corriente subterránea que acabará por romper y formar río…
Ese renacimiento tendrá por marco la democracia y por impulsor principal a la clase ¡ ascendente de nuestra época: la clase obrera.