Punta Europa
Madrid, enero 1956
número 1
páginas 101-121

P. Antonio Pacios, M. S. C.

El talante intelectual de Aranguren
 

Nadie más indicado para ocuparse de temas como los que aquí se comentan (* El presente comentario deja fuera al último libro del Sr. Aranguren, Catolicismo día tras día. Sobre éste véase la extensa crítica del jesuita Padre E. Guerrero aparecida en Razón y Fe, diciembre 1955, con el título, de «Crítica e hipercrítica del catolicismo español»), que un teólogo. Con la firma de uno de ellos, de auténtica raigambre, solidez y mística contextura, se honra hoy Punta Europa, que aprovecha esta ocasión para brindar sus páginas a los que versados en esta ciencia, la reina de todas, deseen ocuparse de temas teológicos actuales, cuyo alcance llegue al gran público. Naturalmente, en el caso presente, hacemos extensivo el ofrecimiento al Sr. Aranguren. Con lo que también queda dicho que las manifestaciones aquí emitidas son de la especial incumbencia y responsabilidad de quien las suscribe. El de hoy, precisamente, no es uno de los teólogos que don Marcelino llamaba mansos, porque cuando más empeñada arde la lid, en vez de ponerse al lado del vexillum regis se colocan con pretensiones imposibles, en medio, en la tierra de nadie.

Antes de leer el libro Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, leímos en «Ateneo» una crítica del P. Roig Gironella, acompañada de la réplica de Aranguren.

Como contestación para la galería, reconocemos que es excelente. Hasta hemos oído que contribuyó a agotar la edición, cosa no de admirar por lo vidrioso del tema y la justa curiosidad que despierta. Pero queremos suponer que el propio Aranguren se dio cuenta del sofisma que encerraba su respuesta. [102]

La réplica de Aranguren se reduce a decir que su libro lleva censura eclesiástica, recibió alabanzas de varios eminentes Padres jesuitas que no cita, y que no fue reprendido en las críticas de varias revistas católicas. De ahí deduce Aranguren que su libro no contiene los errores que el Padre Roig le puntualiza y por consiguiente que su lectura no puede ser peligrosa. Con ello, se juzga dispensado de responder a las acusaciones concretas, limitándose a decir que las citas están desglosadas del contexto, con sentido distinto del que allí tienen. Añade que el P. Roig Gironella no le ha entendido, ni es capaz de entenderle, debido a su especial idiosincrasia, quizá incluso a su mala fe y a su ojeriza apriorística.

Para quien no esté familiarizado con la Teología o ignore por completo la Historia eclesiástica, tal respuesta puede parecer contundente. Sin embargo, para quien lo esté, esa respuesta, como veremos, es sofística.

La mayoría de las herejías y errores teológicos condenados por la Iglesia han aparecido por vez primera en libros que llevaban censura eclesiástica. Citaremos sólo dos ejemplos, por no alargarnos: la Guía espiritual de Molinos y el Modernismo.

Nunca se han abstenido los teólogos de impugnar doctrinas ajenas, bajo pretexto de que, llevando censura eclesiástica, no podían contener nada erróneo, contrario a la fe o perjudicial a las almas.

Por lo tanto, ni la censura eclesiástica ni las alabanzas de una docena de jesuitas, ni la crítica favorable de algunas revistas católicas –críticas que todas las revistas hacen las más de las veces con una rápida lectura– sirven para garantizar que en el libro de Aranguren no hay errores, y por lo mismo su autor no debiera considerarse excusado de responder particularmente a quien se los impute.

Y si alega que las citas del P. Gironella están falseadas por desglosadas del contexto, convenía que él lo demostrara poniéndolas en su verdadero contexto de modo que apareciera que no tienen allí el sentido que el P. Gironella les da.

¿Para qué sirve entonces la censura? En primer lugar, para probar la buena fe del autor, que quiere someterse a la enseñanza de la Iglesia, y muestra con ella que, si yerra, es por ignorancia y no por pertinacia. Por eso tal censura libra a Aranguren de toda acusación de mala fe, de error voluntario y consciente en el orden moral o dogmático, de ser mal católico, acatólico o anticatólico. Pero, que sepamos, ninguna de esas acusaciones le hizo el P. Gironella.

En segundo lugar, sirve de garantía para el lector. Mientras [103] no conste lo contrario éste debe presumir que en tal libro no hay errores, y que lo puede leer sin recibir daño. Pero esto es sólo una presunción válida mientras no se demuestre lo contrario, pues hemos visto que tal censura en ningún modo garantiza de modo absoluto que tales errores y peligros no se encuentren en él. Esos errores los ha acusado el P. Gironella: a ellos no ha dado respuesta alguna Aranguren, ni buena ni mala. Lo menos que puede decirse ante tal evasiva es que su libro queda gravemente comprometido, mucho más que si no hubiera respondido a la crítica, ya que entonces cabría pensar que había respuesta buena, pero que no se molestaba en darla. Mas ahora la ha dado, y la respuesta no tiene nada de buena, lo cual hace sospechar que tal respuesta no es posible.

Para juzgar por nosotros mismos, leímos el libro. Podríamos añadir a las citas del P. Roig Gironella otras por nuestra cuenta. Lo que no juzgamos oportuno, primero, porque todavía no ha refutado las objeciones que le fueron hechas. Aunque eso sí, nos limitaremos a hacer unas cuantas observaciones generales, ateniéndonos simplemente a la tónica general y al sentido de su obra.

Catolicismo y protestantismo como forma de existencia

Mas antes de entrar en liza, le diremos sinceramente que en su libro hallamos muchas cosas que nos gustaron, y por las que le felicitamos, cosa que no nos ha acontecido con otros escritores y profesores con los que anda del brazo. Estos logros del libro explican la diferencia entre las críticas, e incluso el que Aranguren no se haya dado cuenta de los peligros de su obra y posición. Explica también la simpatía especial que por él sentimos.

Las principales observaciones surgidas en una primera lectura son las siguientes:

1ª Tratando del protestantismo, se ocupa en realidad de los fundadores del protestantismo, hasta el punto de que, hablando del luteranismo, se nos dice que sólo dos lo vivieron: Su fundador y éste aun sólo en la primera etapa de su vida, y, siglos más tarde, Kierkegaard y, hasta un cierto punto, Unamuno. Ninguna objeción dogmática oponemos a esto. Pero nos importa mucho consignarlo, porque si Aranguren mostrare comprensión y mano tendida a los protestantes de buena fe –la inmensa mayoría de ellos–, que materialmente son herejes, pero formalmente católicos, como pertenecientes al alma de la Iglesia, nada tendríamos que objetar. Pero al extender esa comprensión y [104] mano tendida a los herejes formales es cuando se aparta del verdadero sentir católico. Téngase pues en cuenta que Aranguren trata de los herejes formales, y principalmente de los que se apartaron voluntariamente de la fe de sus primeros años, con la única excepción de Kierkegaard.

2ª Para explicar la génesis de esas herejías, se insiste en demasía en el talante y en las circunstancias. Tanto, que parece que la conjunción de esos dos elementos –talante y circunstancias– es suficiente para explicar el hecho de la herejía. En el caso de Lutero, se insinúa también la corrupción de costumbres, aunque para afirmar, creemos que sin el debido fundamento, que fue consecuencia de su herejía, y no precedente a ella. Con tal explicación, el hereje formal aparece más como una pobre víctima que como un culpable. Víctima de unas circunstancias que él no creó, y de una naturaleza que de Dios recibió, más o menos tarada por sus ascendientes. Nadie dejará de ver que tal concepto de la herejía formal, que se deduce limpiamente de lo expuesto por Aranguren, aunque él expresamente no lo afirme, no se concilia en modo alguno con el concepto que de la culpabilidad de la herejía formal tiene la Iglesia.

Tal explicación es además falsa, no por lo que dice, sino por lo que calla. Lo que calla Aranguren, lo que explica que con unas mismas circunstancias y con un talante muy semejante –tal el caso que él mismo señala respecto a Calvino y San Ignacio, y en cuya discusión no nos interesa entrar aquí– uno llegue a santo y otro a hereje, es la disposición libre de humildad o de orgullo en la voluntad, que libremente se sirve del talante y de las circunstancias para el bien o para el mal. La Escritura demuestra cómo ese orgullo es la causa radical de todo pecado y de toda herejía. De ello se habló en Cristo y los intelectuales (1. Antonio Pacios, M. S. C.: Cristo y los intelectuales. B. P. A. núm. 36, Ediciones Rialp), y de ello pensamos hablar todavía más en el próximo libro Teología del orgullo.

3ª Por olvidar esa causa fundamental de la herejía, incurre Aranguren en otro equívoco sumamente pernicioso, al que ya nos tiene muy acostumbrados Laín, en quien, sin embargo, no nos extraña tanto. Confesamos, no obstante, que no esperábamos encontrarlo en Aranguren. Este equívoco consiste en dar por asentado el que esos herejes formales fueron hombres eminentemente religiosos, como expresamente se afirma de Lutero, Kierkegaard y Unamuno. Religión es sumisión a Dios. El orgullo es la rebeldía contra Dios. Siendo la herejía fruto del orgullo, el [105] hereje, en cuanto tal, no puede ser religioso. Afirmar lo contrario, es ganas de confundirse y confundir a los demás, haciéndoles admirar como religión lo que precisamente es antireligión. Con esto, incurre Aranguren en el mismo lamentable confusionismo que tanto nos ha dolido en Laín. La religión no está en tener ansias de Dios, ni en sentir irremediablemente nuestra dependencia de El, ni en sentirse pecador y culpable: si así fuera, sería el demonio el ser más religioso, pues ansía a Dios –si no lo ansiara no padecería la pena de daño, que es la mayor que tiene–, siente su irremediable dependencia de Dios, y por eso le odia y querría que no existiera, y se siente culpable e infame, y por eso se odia a sí mismo. Pero le falta una cosa para ser religioso: el amar esa dependencia de Dios, el querer recibir de El su dicha y bien, el querer admitir de su mano su justificación. Todo eso le falta, porque su orgullo le impide el querer recibir nada de nadie. Por eso tiene elementos secundarios religiosos, que son los que le hacen padecer; pero le falta la verdadera esencia de la religión, que es la sumisión libre, voluntaria y humilde a Dios, y el deseo de ser cuanto naturalmente desea ser por Dios, y por sí mismo. Esos elementos religiosos le hacen sufrir, pero no le salvan.

En estas disposiciones del demonio y de los réprobos, no queremos extendernos aquí, porque lo tratamos en otro libro. Sólo diremos que cuando oímos ponderar el sentimiento religioso de un Lutero, de un Kierkegaard, de un Unamuno, poniendo como prueba su angustia, su agonía, su sentimiento de impotencia, de culpabilidad, de corrupción, nos parece asistir a la descripción del demonio, con su esperanza desesperada, su ansia de un bien irrealizable, por buscarlo en sí mismo y no en Dios. Así agradeceríamos a Aranguren y a quienes como él se expresan, que, para no engañar con el equívoco a los Cristianos, que llaman al pan pan y al vino vino, y a la religión religión, se cuidaran de añadir esta comparación: que los herejes de que hablan tienen ante la religión una actitud creyente de tal tipo que parecen igualar al mismísimo demonio y a todos los condenados en su sentir religioso, o lo que es lo mismo, que parecen ya condenados, aunque todavía no lo estén. Si así lo hicieran, describirían la religiosidad de esos creyentes luteranos tal como es, y no inducirían a los demás a admirarlos, sino con la misma admiración repulsiva con que se admira la aterradora desgracia del condenado.

Por la misma vía, llega Aranguren a otro equívoco confusionista, igualmente peligroso, cuando atribuye al luteranismo una mayor penetración del verdadero sentido del pecado. [106] Sentido falso, porque supone a la misma naturaleza humana pecado, y con ella todas sus obras, lo en que en definitiva hace pecador a Dios y no al hombre, marcando la cumbre del orgullo. Sentido además desviado. Porque insiste en el pecado como mal humano, como limitación y miseria del hombre más que como ofensa de Dios y rebeldía contra El, que es en lo que radica la esencia del pecado y lo constituye como mal moral, pues sin esa rebeldía libre no pasaría de mal físico o simple limitación metafísica: y al dolerle al hombre ese mal propio y como propio, no sale de su egoísmo, de su yo, de su orgullo, no puede echarse en brazos de Dios, hallando en El, el remedio de su perdón. Es el concepto orgulloso del pecado, en que éste duele en cuanto nos humilla con su desorden material, pero no en cuanto es afirmación libre de nuestra independencia de Dios. Es el modo como el condenado siente el pecado y se duele de él con la amargura de no poder ser Dios. Sentido finalmente injurioso a la eficacia de la Redención de Cristo, a la que no se cree capaz de borrar y debidamente reparar el pecado, y que lleva al hombre a la condenación, por apartarle del único camino por donde puede obtener su perdón y remisión.

4ª Por esa vía, induce Aranguren a sus lectores –indudablemente sin proponérselo– a la comprensión, admiración y estima de los herejes formales; a creer que en su misma herejía hay inapreciables elementos positivos, a considerar la herejía como cosa de poca monta compatible con una buena dosis de excelente buena voluntad. De donde se deduce que el leerlos no puede menos de ser provechosísimo. Si él aún no llega a decir esto, ya se encargan de decirlo otros, que corrompen la fe de nuestras juventudes con la desaforada propaganda de lecturas heréticas de Unamuno lamentablemente emparejado con San Agustín, junto con Machado y San Juan de la Cruz. El mismo Aranguren no parece estar en la práctica exento de esta inculpación a juzgar por la carta (2. Vid «Arbor», números 91-92, julio-agosto 1953) que encabezada por Laín fue dirigida a «Arbor» en defensa de Ortega, y que él firmó, y a Juzgar por la veneración con que en este libro cita a Ortega como testimonio que nos haga debidamente entender la esencia del protestantismo y del catolicismo. Pero, ¿cree Aranguren que Ortega lo entendió? Aranguren, como católico, cree que el catolicismo es verdadero, y el protestantismo error. Si para Aranguren es Ortega maestro para hacernos penetrar en la esencia de ambos, habrá de reconocer que Ortega sabía de sobra que el catolicismo es verdadero. Y si sabiendo que el catolicismo es verdadero, no [107] lo profesó, antes no ha desperdiciado ocasión para atacarlo, habrá que reconocer que Ortega no es ejemplar, y es una pena que se tome tanta molestia para defenderlo y difundir en los demás la admiración que por él siente: Más le valdría reconocer que Ortega procedió de buena fe, ya que tanto le admira, y, por tanto, suponer que su maestro no entendió nada de lo que es catolicismo ni protestantismo, y por eso se mantuvo sin profesar ninguno de los dos. Cítele en hora buena, por ejemplo cuando escriba de estilos literarios, pero no le siga en problemas hondos, que quiérase o no, terminan en la eternidad.

5ª Aranguren quiere hablarnos del protestantismo y del catolicismo como formas de existencia. Por eso, al mencionar los mutuos influjos, afirma reiteradamente que para nada quiere meterse en cuestiones de influjos en el dogma o creencias. Está en su perfecto derecho y, por nuestra parte, le agradecemos esas salvedades y limitaciones a su tema, con lo que indudablemente se libró y nos libró de otros peligros mayores. Pero, aun ceñido así su argumento, hallamos un gravísimo defecto: defecto en el sentido de carencia de algo que debiera haber tratado y no trató, pues ya es sabido que, si el silencio total nunca incluye falsedad, el silencio parcial puede incluirla, o al menos inducirla.

Este defecto es el siguiente: Si se considera al catolicismo y protestantismo como formas de existencia específicamente diversas, diferirán en cuanto emanan formalmente de la creencia católica o de la protestante; a esas formas de existencia se podrán unir muchos otros elementos, buenos o malos, tanto en el católico como en el protestante; pero no es de esos elementos de los que se trata sino de la forma de existencia específicamente católica en cuanto tal, y de la protestante específicamente protestante en cuanto tal. Limitándonos a esto habremos de decir lo que Aranguren se ha olvidado: la forma de existencia católica en cuanto tal –prescindiendo de todos los elementos no católicos con que en cada individuo se involucre de hecho–, como formalmente procedente de principios verdaderos, es la única recta y legítima. La forma de existencia protestante, en cuanto tal y con las mismas precisiones, como procedente formalmente de principios erróneos, es ilegítima, perniciosa y falsa, y quien la vive no podrá obtener su fin. Que mutuamente tienden a influirse, es innegable: de ahí el cuidado que la Iglesia tiene en evitar para sus hijos la comunicación con los herejes, y sobre todo con sus doctrinas. Pero no es menos innegable que debe evitarse y combatirse como mal sumo todo influjo que de esa forma de vida protestante aceche a los [108] católicos, cosa que no aparece en Aranguren, a pesar de que el mal en España es patente, pues el espíritu de rebeldía teórica o práctica contra el magisterio doctrinal de la Iglesia se va cada vez extendiendo más. Muchos de nuestros estudiantes que se dicen y creen católicos, no tienen empacho alguno en tomar como maestros a Ortega y Unamuno, aun en cosas espirituales, pero les repugna el someterse al magisterio de una Iglesia que de buena fe juzgan ignorante y anticuada. Con ello inciden en una forma pura de existencia protestante que rechaza todo magisterio fuera del que uno libremente elija a su propio capricho. En esto debía insistir Aranguren, y ni siquiera lo menciona. Igualmente debía indicar en qué consiste la desviación de la forma de existencia protestante, y tampoco lo hace; no obstante, el título de su libro era lo menos que podía exigir, y así, al lector inteligente le defrauda, y al ordinario le escandaliza, pues pensando que el tema se ha tratado según el título promete, llega a la falsa conclusión de que tan buena es la forma de existencia protestante como pueda serlo la católica.

Finalmente, al hablar del influjo de la forma de la existencia protestante en la católica, debería precisar bien cuando se trata de influencias específicamente protestantes, y cuando de influencias de otros elementos propios de individuos o colectividades protestantes, pero no emanados formalmente de su creencia protestante en cuanto tal, sino procedentes de otros orígenes. Esta distinción no la hace. Sin embargo, era necesaria para que su trabajo fuera constructivo y no destructor. Puesto que la primera clase de influencias han de combatirse y condenarse; las segundas, en cambio, deben estudiarse con todo cuidado, para ver si nos conviene recibirlas y asimilarlas. Y si así se juzgare beneficiosa su incorporación a nuestra forma de existencia, incorporarlas; pero con la conciencia clara y la advertencia expresa de que nada incorporamos del protestantismo, sino sólo elementos buenos que, sin ser protestantismo, se hallan de hecho en individuos y colectividades protestantes, al margen de su forma de existencia protestante y aun con frecuencia en oposición a ella.

6ª Hubiéramos agradecido a Aranguren que insistiera algo en un punto esencial del protestantismo cómo éste rompió la armonía entre naturaleza y gracia, al dar como esencialmente mala la naturaleza humana. De ahí su desprecio dogmático por todo lo visible –la humanidad de Cristo, los Sacramentos, la Iglesia–; que condenan con la naturaleza humana. Si nuestros estudiantes vieran el origen de la rebeldía protestante, no la apreciarían como lo hacen, creyéndola el símbolo de la [109] glorificación de una libertad humana que el protestantismo en realidad negó, y verían que la verdadera libertad aun intelectual, sólo se salva sometiendo nuestra inteligencia al magisterio de la Iglesia. Y comprenderían también cómo todo el progreso humano de los países protestantes no deriva del protestantismo, sino de una reacción espontánea, natural e inconsciente contra él. Cuando se niega la naturaleza humana, ésta sale más que nunca por sus intereses. Por eso todas las herejías moralmente extremistas cayeron en la mayor corrupción de costumbres. Si esto se viera así no atribuirían al protestantismo méritos que no tiene. La reacción que provocó fue excesiva, por no moderarse por la verdad de la conversión a la forma católica de vida. Por eso el mundo contemporáneo se ve ahora forzado a esperar su salvación de un mesianismo iluso y ha vuelto a desconfiar, ahora excesivamente, de la razón y de la naturaleza que endiosó. Si esto se hiciera comprender, se entendería que la única solución armónica, como forma de existencia, es la católica, la única que Cristo, Verdad infinita, nos mostró.

* * *

Por ahora, la posición de Aranguren que acabamos de analizar, se ha visto confirmada y ratificada en algunos artículos posteriores. La tónica confusionista y de mano tendida es la misma, sólo que aquí mezclada con elementos políticos y patrióticos, en los que, por principio, no queremos meternos. El resultado: un olvido del espíritu de la Cruzada, que se querría relegar a la categoría de mero hecho histórico y pasado, no sólo en sí mismo, sino también en sus efectos, al menos por lo que al orden ideológico se refiere, y en el deseo de difundir las obras que en más o menos atacan a la fe, junto con una velada minusvaloración de los intelectuales netamente católicos que con tanta validez, por otra parte existen hoy por fortuna en España.

La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración

A su artículo «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración», publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 38, febrero de 1953, haremos las siguientes observaciones.

a) En la página 124 se lee: «De una manera más viva y directa oímos, en ocasiones, sus voces, a través de la benemérita Ínsula sobre todo». [110]

En dicha publicación hay con significativa frecuencia artículos editoriales (3. Sirva de ejemplo el del número 88, de 15 de abril de 1953, pág. 2), que se caracterizan por su verdadero desprecio para todos los valores católicos, que son conculcados por la revista con el olvido más injusto y la más descarada irrisión. Llamarla, sin más, benemérita es algo inexplicable en un católico. Con ello, no menos que con su defensa de Ortega, se coloca Aranguren, esperamos que sin darse cuenta, entre los sembradores del error: su semilla personal será buena; pero ¿qué importa, si siembra a voleo la mala semilla ajena?

b) En la página 126 leemos: «Nunca, desde la Independencia, ha influido como ahora la inteligencia española en América. Se me objetará, en primer lugar, que tal influencia es, políticamente, nociva. Pero aquí no hablamos de política».

Aranguren nos felicita de esta influencia en el orden intelectual. Prescinde de su dirección política. Nosotros también. Pero, como católicos, no podemos prescindir de su dirección religiosa. Y esa influencia es también, desde el punto de vista religioso, altamente nociva. Y de una influencia así no puede un católico alegrarse, antes debe lamentarla profundamente y hacer cuanto esté en su mano por neutralizarla, cosa que no se logrará precisamente haciéndoles todavía más propaganda. El influjo de la ideología y talante de Unamuno en esos intelectuales exilados, de que se nos habla en las páginas 138-139, no hace más que acentuar el peligro de esa influencia nociva en la fe de Hispanoamérica, ya harto debilitada por la escasez de clero y la propaganda protestante.

Si a todo eso añadimos la constatación que hace el mismo Aranguren, de que las minorías americanas intelectualmente rectoras son izquierdistas, el resultado de esa influencia de la intelectualidad española en exilio, también izquierdista –léase anticatólica–, no hará sino facilitar la descristianización de Ibero-América, y con ello destruirán la obra verdaderamente gloriosa de España, para suplirla por una obra de destrucción. Y en verdad que por una tal influencia no debe hacer fiesta un católico como Aranguren, sino antes, luto y lamento.

Lo que necesita España, es emprender una nueva obra cristianizadora con un esfuerzo sobrehumano de recristianización, enviando allí misioneros e intelectuales católicos, y no ofreciéndoles, como expresión del pensamiento español, la palabra de Ortega y Unamuno, cual hizo allí Laín Entralgo en discurso reciente. Y si esas Embajadas católicas de misioneros e [111] intelectuales encuentran muchas puertas cerradas, tener paciencia y esperar hasta que se nos abran, sembrando en tanto la verdad en las innumerables almas de buena voluntad que también allí ansían recibirla, sin encontrar quien se la dé. Y no alegrarse de que esas puertas cerradas a los católicos, se abran a los no católicos, por muy españoles que sean, porque son puertas abiertas a los enemigos de la fe, que facilitarán la ruina de la fe, por mucho que encumbren el nombre de España.

Lo mismo se diga de su intento ulterior: hacer efectiva la presencia de España en el mundo futuro. Aunque Aranguren avalora ese ideal con la autoridad de Unamuno (p. 156), como católicos no podemos menos de decir: Si esa presencia de España ha de llevar el signo anticatólico que le quiso imprimir Unamuno, y le están imprimiendo esos intelectuales exilados, preferimos que España esté ausente de ese mundo futuro, el cual si de algo necesita, es del fermento católico que España, en conformidad con su historia, debería aportarle, y no de fermentos anticristianos, de que ya es rico en demasía.

La condición de la vida intelectual en la España de hoy

El artículo publicado en «La Torre», (Revista general de la Universidad de Puerto Rico, octubre, 1953, páginas 85-97), bajo el título de La condición de la vida intelectual en la España de hoy (4. Del primero de los dos artículos citados de Aranguren se hace eco en la misma revista otro de Guillermo de Torre, Hacia una reconquista de la libertad intelectual, julio 1953, pág. 107-126), es incomparablemente más nocivo y erróneo que el anterior. Los dislates desde el punto de vista católico que aquí prodiga Aranguren son tales y tan perniciosos, que nos vemos obligados a detenernos, aun contra nuestra voluntad. Sobre todo las cuatro páginas que van desde la 85 a la 89, casi no contienen línea que no entrañe un error.

«Comparto con Francisco de Ayala la convicción de que la guerra civil fue un tajo que había sido dado ya en la carne viva de España antes de que ella estallase: lo cual significa que, vista desde las minúsculas posibilidades de la existencia individual de la mayor parte de los españoles, consistió en un acontecimiento estrictamente ineluctable. No señoreamos la historia, como tampoco, mas que dentro de ciertos límites, la vida personal. Con el paso de los años van decayendo, una a una, nuestras posibilidades, y al final ya no nos queda más que la de la [112] muerte. Al comenzar el verano de 1936, la guerra se presentaba en el horizonte bajo la forma, como diría Ferrater Mora, de un fenómeno geológico, que sería totalmente vano pretender detener: era el efecto físico y tremendamente sangriento determinado unívocamente por los errores de todos. A este carácter necesitante, responde bien la comprobación de que fuimos relativamente pocos aquellos a quienes el destino permitió elegir como no fuese la muerte. Numerosos españoles siguieron contra sus convicciones, la suerte del lugar donde se encontraban y por razones absolutamente extrínsecas fueron nacionales o republicanos. Para lo único que todos tuvimos plena libertad, fue para luchar personalmente, cada cual dentro del campo en que había caído, por una España mejor» (pág. 85).

Este párrafo de Aranguren, que en resumidas cuentas quita toda su justificación moral a la Cruzada, para acabar insinuando que tanta razón tenían los unos como los otros y que por lo mismo, en el orden espiritual, la Cruzada no resolvió nada, según afirmará claramente en el párrafo siguiente, merece, por sus insidias maliciosas, un comentario detallado.

Concedemos que el «tajo» de la guerra interior había sido ya dado en la carne de España, antes de que la guerra estallase. Esto no es ninguna novedad, y no se necesita ser Ayala ni Aranguren para ver que una guerra civil es imposible sin que le preceda una escisión en los espíritus de los ciudadanos: precisamente la guerra viene para imponer como vencedor y exclusivo uno de los dos o más modos de concebir la vida, en que se ha dividido la opinión nacional.

Puesta la escisión de hecho en los espíritus, y dado el grado a que llegó en España, la guerra interior era inevitable, ineluctable, no porque no señoreemos la historia, al menos en gran parte, sino porque no quisimos señorearla a tiempo. Si se hubiera evitado la ruptura precedente, se hubiera igualmente impedido la guerra española. El no evitar esa escisión –predominantemente espiritual, como lo ha reconocido el mismo Menéndez Pidal, al decir que en la Cruzada la España católica se levantó contra la España republicana, que había dado por muerta a la católica– fue culpa de todos, pero no culpa unívoca: en unos fue el error que sembraron contra la fe y la recta razón, fue el desenfreno en la supresión de todas las instituciones más sagradas, la conculcación de todos los derechos humanos mas inalienables; en otros, fue simplemente la contemporización con todos estos elementos, cuando aun sin guerra pudieron haberlos eliminado como ruinosos a la vida nacional y opuestos a la más fundamental dignidad humana. [113]

Llegó un momento de nivelación de fuerzas en que, con la contemporización, ya no podía lograrse nada: el dilema era ya para los contemporizadores, o renunciar a su dignidad cristiana y humana en aras de una paz vergonzosa y de una digestión tranquila, o exponerlo todo, hasta sus mismas vidas, antes que renunciar a esa dignidad. Escogieron lo último, y sobrevino la guerra en España, y esa guerra es Cruzada, por razón de los valores espirituales que se defendían en ella, y a los cuales todo se sacrificó. Y cada uno eligió libremente, en su corazón, el bando que quiso: Y cada uno ayudó con todas sus fuerzas y medios al triunfo de la España que él creía mejor: la zona nacional fue menor en territorio, menor en población, menor en toda clase de medios. ¿Por qué, no obstante venció? Porque la parte sana del pueblo español –no de los intelectuales corrompidos–, la apoyó en la propia zona y en la ajena. Numerosos españoles, contra sus convicciones fueron nominalmente y en la apariencia nacionales o republicanos: pero cada uno ayudó según pudo la causa de sus convicciones. Sé de muchos que militaban en la zona roja, y jamás dispararon un tiro contra los nacionales, sino al aire: preferían dejarse matar, antes que matar a uno de los defensores de su causa. Como también hubo boicoteadores en la zona nacional –pocos entre el pueblo, que en su inmensa mayoría sentía en ambas zonas la causa nacional, si se exceptúan las masas obreras de las grandes urbes industriales, anárquicas o comunistas–, pero algunos entre los intelectuales, hicieron lo posible para desviar el verdadero espíritu y motivación de la Cruzada. A este peligro, cierto y grave, dedicó una de sus Pastorales el Cardenal Gomá, Arzobispo de Toledo, Primado de España.

Esa Cruzada se hizo así en un supremo esfuerzo desesperado para dominar una historia cuyo gobernalle, por indolencia, se había dejado escapar de las manos. Y la historia, dócil al esfuerzo heroico, se dejó una vez más dominar.

El fin que en esa guerra perseguían los dos bandos, era implantar como vencedores absolutos, su propio espíritu, su modo de concebir la vida. Si hubieran vencido los rojos, a estas horas sería España comunista, y el mismo Aranguren no tendría libertad ninguna para escribir nada de lo que escribe, y mucho menos para profesarse católico: podría seguir católico, pero habría de ocultarlo bien, o expatriarse de España para poder escribir lo que escribe y aun esto no le hubiera sido fácil.

Tiene razón Aranguren: por el camino que algunos indican, no quedará más posibilidad que la de la muerte o la de la apostasía: y una y otra son mera posibilidad de muerte o temporal o [114] eterna: es entre esas dos muertes como tendríamos que elegir los católicos, si no nos apresurásemos a agotar las posibilidades contrarias que nos quedan. Pero no tiene razón para decir sin más que todos lucharon, o tuvieron libertad para luchar, en cualquiera de los campos, por una España mejor. En todo caso, por una España que creían mejor. Porque objetivamente, entre una España católica y una España comunista, o incluso republicana al estilo de la que feneció con la Cruzada, la España católica es la mejor. Para implantar esa España católica se hizo la guerra. El boicotearla, es traicionar a los que murieron por ella, es hacer baldío el sacrificio de cuantos en ella tomaron parte, rojos y nacionales, pues el sufrimiento es siempre colectivamente purificador, y lo que es peor, es traicionar al catolicismo, colaborando desde el campo católico a que el modo de vida católico no acabe de restaurarse profundamente en la actual España, minándolo y socavándolo con la incorporación a él de todas aquellas ideologías heréticas por cuya desaparición combatieron los católicos en la guerra.

Más adelante escribe Aranguren:

«Ahora bien, del lado nacional, y en virtud de reacciones típicamente conservadoras, prosperó la creencia de que, con la guerra, casi de la misma manera que el territorio, podían ganarse, físicamente por decirlo así, la religión, la vida intelectual y todos los bienes espirituales, amén, claro está, de los materiales, que no son objeto de nuestra actual reflexión. Estos hombres, no podían –o no querían– comprender que la guerra en cuanto tal no es nunca resolutoria de ningún problema, salvo el bélico, y mucho menos de los problemas espirituales, y que pretender conquistar la religiosidad manu militari es, pese a las místicas de la guerra a lo De Maistre, absurdo. Pero, claro, desde un punto de vista más que conservador, tradicionalista en el sentido filosófico de esta palabra, según el cual no ya la República, sino todos los pensamientos y los afanes del hombre moderno, son a radice malos, el problema se simplifica notablemente: basta con detener el pensamiento o, mejor dicho, retrotraerlo a épocas de mayor seguridad religiosa e intelectual» (pág. 85-86).

Aranguren, podrá comprender que si la guerra en cuanto tal no es nunca resolutoria de ningún problema, salvo el bélico, toda guerra es necesariamente injusta por entrambas partes, porque hacer una guerra sólo para ganarla, es una monstruosidad. Con esa premisa, nuestra Cruzada resulta la más monstruosa de las injusticias; sacrificar más de un millón de muertos, sólo para ganarla y nada más, es algo que clama al cielo. Así se [115] explica que les duela a algunos tanto hasta la simple mención de la Cruzada.

La guerra no se hace simplemente para ganarla, sino para, mediante la victoria, producir el ambiente necesario para lograr aquellos fines por los que se hizo la guerra. La guerra en cuanto tal, se hace para la victoria. Es la victoria fecunda, si se sabe aprovechar, si se tiene claro lo que con la guerra se buscaba, y se aprovecha la victoria para lograrlo. La victoria es fecunda, cuando al hacer la guerra se sabía con precisión lo que se buscaba y ganada la victoria militar no se olvida el objetivo fundamental y primordial. Si hay de hecho muchas guerras victoriosas infecundas, es porque se hicieron sin el debido conocimiento de los fines, sin el debido ideal, y ello suele demostrar que la guerra fue injusta.

Si fuese verdad que no se ha logrado todo lo que debía lograrse, sería en gran parte gracias a un boicoteo tenaz de la victoria, y al olvido consciente y calculado de los fines de ella, y a la tolerancia para sembrar las ideas de sus enemigos. La victoria no puede hacer interiormente religioso al que no quiera serlo. Si es victoria católica, ni siquiera se puede presionar o violentar a nadie para que sea católico, ya que la fe la quiere Dios como obsequio libre. Pero la victoria católica puede y debe crear un ambiente favorable al catolicismo. No puede impedir que un intelectual piense como no católico, pero puede impedirle que en España siembre ideas contra el catolicismo. Todo eso se ha procurado con bastante eficacia en la enseñanza media y primaria, y los frutos han sido espléndidos. Quizás no se haya logrado en igual medida en la Universidad.

Aranguren ha de cuidarse de no figurar en ese grupo de difusores del error. La crisis religiosa por la que pasan nuestros jóvenes universitarios, la conocemos tan bien como Aranguren. Pero no se debe, como piensa él, a las limitaciones que se les imponen en orden a los autores heterodoxos, sino al contrario.

Una advertencia más al final del párrafo. Los afanes y pensamientos del hombre moderno no son a radice malos, como dicen los protestantes; pero en virtud del pecado original, los pensamientos y afanes del hombre moderno y del antiguo son inclinados al mal, según enseña la Iglesia Católica y corrobora a diario la experiencia. Por lo mismo, es necesario proteger al hombre contra sí mismo, no quitando su libertad, pero sí limitándola y guiándola. Y eso hace la Iglesia al prohibir la lectura de ciertos libros.

En cuanto a la seguridad religiosa, el pensamiento católico, en cuanto católico, es decir, en cuanto se refiere a las verdades [116] religiosas que como católico profesa, siempre es seguro: si pierde su seguridad, pierde su catolicismo. El tratar «de un catolicismo problemático, desasosegado y audaz, es decir inseguro» (pág. 87), es tratar de un catolicismo que no es catolicismo. El pensamiento no debe detenerse ni retrotraerse en lo que respecta a lo que la fe deja libre a la discusión de los hombres; mas en lo que respecta a las verdades que por la misma fe se profesan, debe retrotraerse y apoyarse, no en las circunstancias ni talante de ninguna época, sino en la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, que son los que comunican seguridad absoluta a nuestra fe. Y si en Cristo y en la Iglesia no halla seguridad el católico, tampoco hallará la fe y dejará por lo mismo de ser católico.

Seguimos transcribiendo. Se refiere ahora Aranguren a la actitud de los católicos españoles de los que él y los suyos discrepan:

«En general, creo que no se hace justicia a esta actitud que estoy tratando de describir –y que somos muchos en España los que no compartimos, incluso, por supuesto, entre los hombres que participan hoy de la responsabilidad política– si no se reconoce su inspiración religiosa (ponga el lector junto a ella, si quiere, el clericalismo y todo lo demás; repito que no estoy tratando de los abusos, sino de los usos). El interés religioso y el materialista-burgués (la manera cómo se conjugan el uno con el otro es un problema que habría de ser estudiado psicológicamente en cada caso) son los motores de este encauzamiento político-intelectual. Lo esencial es mantener incontaminados a los españoles de los errores modernos. Aislarles, si es posible –desde esta perspectiva es como cobra pleno sentido la censura– del exterior, sofocar en el silencio los problemas espirituales del hombre contemporáneo, tener callados a los disconformes de dentro, negar la obra y casi la existencia de los inquietos emigrados, conjugar los peligros de toda índole y lograr, en fin, una estable, una permanente seguridad... Pero lo curioso de nuestro caso es la extrapolación de esta legítima aspiración, del plano, siempre pragmático, de la política, a todos los demás órdenes y en primer término, desde luego, al religioso. No se trata de que todos los españoles sean católicos, sino que lo sean de una manera muy determinada. En efecto, el mundo vive hoy un auge del catolicismo... Pero –como creo haber demostrado en libro dedicado especialmente a estos temas–, se trata de un catolicismo problemático, desasosegado y audaz, es decir, inseguro. De la misma manera que los españoles de otros tiempos debían ser por ley constitucional justos y benéficos, los de hoy tienen que ser por política religiosa, católicos bien mandados. [117] Hay pues que evitarlo. Hay que tutelar lo mismo a los ignaros que a los ilustrados, y conducirlos como a menores, cogidos de la mano, a la salvación. No se advierte el tremendo autoengaño en que así se cae y cómo especialmente los jóvenes –los jóvenes mejores– se sublevan contra una religiosidad al dictado. Diríase que más que una auténtica labor apostólica importa una defensa abstracta de la religión. Los sacerdotes tienen que conocer mejor que nadie, la crisis de la fe religiosa por la que está pasando el mundo actual, también –porque España está en Europa, querámoslo o no– el hombre español... El español católico, como todo católico, reconoce, claro está, un dogma religioso» (p. 86-87).

Pasemos por alto la maliciosa insidia que encierra su alusión al clericalismo –si en algo ha faltado el clero, es por su inhibición con respecto al problema ideológico, no por su intromisión en él– y a la conjunción del interés religioso y el materialismo burgués, tanto más nociva cuanto de más reticencia la rodea. Pasando a lo sustancial, a Aranguren le molesta que se busque la seguridad en el orden religioso, librando en lo posible a la fe de todo peligro y contaminación con el error. Con ello se opone claramente a la doctrina y práctica de la Iglesia según probamos en nuestro Cristo y los intelectuales. Le molesta que los católicos españoles hayan de ser católicos de una manera muy determinada. Esa manera muy determinada, que en concreto le molesta, es la religiosidad segura y tranquila, la religiosidad bien mandada. Él, por su parte, simpatiza con el catolicismo problemático, desasosegado y audaz, inseguro. El español católico reconoce un dogma religioso: ¿lo reconoce con seguridad o sin ella?, ¿lo admite al dictado de Cristo y de la Iglesia, o sólo porque él lo ve verdadero, y en cuanto lo ve personalmente verdadero?

Esta doctrina de Aranguren es simplemente herética, a no ser que la rodee de precisiones, cosa que aquí no hace.

Para el católico, no puede haber más religiosidad que la religiosidad al dictado, pues al dictado es la fe, al dictado de Dios y al dictado de la Iglesia. No hay otra vía para salvarse más que dejarse llevar de la mano por esa autoridad: «El que no creyere será condenado» (Mt. 16, 16), y dejarse llevar como menores, por intelectual que uno sea: «si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt. 18, 3). Si los jóvenes se sublevan contra ese dictado, no es por ser mejores, sino por ser más orgullosos; y al sublevarse, pierden la fe y dejan de ser católicos. El católico puede permitirse todos los problemas, audacias, desasosiegos e inseguridades que quiera, pero nunca por lo que respecta a su fe, a su catolicismo; si en eso consiente [118] inseguridad, ya pierde la fe. Eso que llama Aranguren catolicismo inseguro, que tanto le agrada, no es más que protestantismo en camino para catolicismo, pero que nunca llegará a serlo mientras no se despoje de su inseguridad, adhiriéndose con toda firmeza a la doctrina de la Iglesia. Ese peligro de protestantismo, larvado con el nombre de catolicismo es el que acecha a nuestras juventudes: peligro que desaparecerá, al menos para los jóvenes que sinceramente aman su fe –para los jóvenes mejores– si se llama a cada cosa por su nombre, y no se les confundiera como hace Aranguren, prodigando falsos nombres para hacerles creer que pueden, seguir católicos cuando en realidad piensan como protestantes.

Respecto al autoengaño de alejar de lecturas peligrosas los jóvenes en período de formación –por muy universitarios que sean– y aun a los no jóvenes, por intelectuales que se crean, no hay tal: no querrá saber más sobre esto Aranguren que la Iglesia, que en todo tiempo ha seguido esa práctica. El engaño está en facilitar esas lecturas a los jóvenes, que por sumergirse en ellas pasan las crisis religiosas que algunos están pasando, de las cuales son los primeros responsables quienes les incitan a ello.

Con lo dicho basta. No haremos más citas. Sólo algunas referencias: en la página 88, de que la historia se está haciendo, deduce que puede remodelarse de mil maneras distintas. Para un católico, en el aspecto intelectual y religioso, la historia se está haciendo, pero ya está en parte hecha, y sólo puede modelarse sobre las bases adquiridas. Mire Aranguren la Encíclica Humani Generis, y verá que hay un depósito de verdades, aun filosóficas, pacientemente adquiridas y aprobadas por la Iglesia, de las cuales no debe prescindirse en ninguna estructuración.

En la misma página nos habla de la integración en un mismo movimiento espiritual, hecha por Laín, de Menéndez Pelayo y de los hombres del 98. En otro lugar me ocuparé de esta famosa integración.

Injuria como a simples glosadores a los españoles que siguen y citan a Menéndez Pelayo, cuando son los de su tendencia quienes no hacen más que glosar y difundir los errores ajenos, porque hasta para inventar errores propios les falta ingenio.

En la misma página echa a espaldas del tradicionalismo español, el sambenito del tradicionalismo filosófico condenado por la Iglesia, y todo porque, conformándose a la doctrina de esta misma Iglesia, no tienen los católicos tradicionales españoles excesiva fe en la razón abandonada a sí misma y ven peligros en el uso de una inteligencia libre de toda traba y norma externa. [119]

En la página 89, muestra su añoranza por la regulación filosófica universitaria anterior a la guerra, «con aquellas estructuras sumamente flexibles, movedizas, fluidamente y, por tanto, inseguras, y la abertura, de par en par, al pensamiento moderno» (p. 89). Pero ¿no se da cuenta Aranguren que esa regulación filosófica había prescindido por completo del depósito de verdades que la Encíclica Humani Generis, exige a todo filósofo católico? ¿Puede añorar un católico una filosofía así? ¿No se da cuenta de que una filosofía que de todo hace problema y en todo profesa la inseguridad, no puede resolver nada ni abocar nada? Lo primero que se necesita para resolver un problema, es tener datos fijos y seguros, que no sean problemas sino que permitan resolverlos. Un problema se plantea para resolverlo, o al menos con la esperanza de lograrlo; plantearlo con la certeza previa de que no se le puede hallar solución, es la mayor sinrazón y la más estúpida pérdida de tiempo.

En la página 90, concede la existencia de un depositum fidei, pero niega la de un depositum philosophiae, que atribuye a una extrapolación debida al hábito del teólogo. Con eso se opone Aranguren a la doctrina de la Iglesia. Según la Encíclica Humani Generis, hay un depositum philosophiae, obra de muchos siglos y autores preclaros, aprobado por la Iglesia, y que todo filósofo católico debe aceptar, y edificar sobre él.

No llamo a este edificar sobre, estancarse y detener el pensamiento, como no es detener el crecimiento del edificio el asentar los ladrillos nuevos sobre los cimientos ya establecidos, o sobre lo anterior ya firmemente edificado. Lo que sería detener el edificio sería el querer convertir a cada ladrillo en cimiento de sí mismo. En esa misma Encíclica advertirá que su confianza en la razón es desmedida, y que dedicarse a pensar por su cuenta sin haberse antes debidamente formado en la filosofía tradicional de la Iglesia, no sólo es arriesgado –eso lo es siempre– sino que inevitablemente conduce a la desviación del error.

Cuando dice que la seguridad absoluta no se encuentra en ninguna parte (p. 90), si se refiere a la seguridad respecto de todo, tiene razón, y nadie ha afirmado nunca lo contrario. Mas si quiere decir que nunca hay seguridad absoluta en nada, se equivoca: todo católico, y aun todo hombre dotado de sentido común, está seguro de no pocas cosas. ¿Cómo concilia Aranguren su fe en la razón humana –desmedida porque no le pone las limitaciones que la Iglesia exige– y su doctrina de la inseguridad radical?

En la página 95, elogia el movimiento católico español –el único con sentido actual– representado por la revista «Cruz y [120] Cruz» haciendo contra él una reserva, a saber: Que no es posible vivir católicamente de espaldas a la Jerarquía eclesiástica. ¿Por qué ese confusionismo de llamar católico a un movimiento que se coloca de espaldas a la Jerarquía, si el mismo Aranguren nos dice que no es posible vivir así católicamente?

Y en la misma parte añade: «Someterse (a la Iglesia) cuando la conciencia –o lo que tomamos por tal– nos está gritando que tenemos razón es muy duro. Pero en homenaje a la Verdad que nos envuelve, hemos de tener paciencia y esperar que la verdad se abra lentamente su camino. ¿Se renuncia con ello a la libertad? No, sino sólo, como ha visto bien Bernanos, al protestantismo» (p. 95).

Ahora bien; la sumisión a la Iglesia en el orden doctrinal no sólo obliga en lo externo, sino en lo interno, a reconocer que nos hemos equivocado nosotros y no la Iglesia, a creer, como dice San Ignacio que lo que ella dice blanco, es blanco aunque yo lo vea negro. Si a Aranguren o a alguien le falta esa sumisión interna, si cree en su interior que quien se equivoca es la Iglesia y no él, evitará el parecer protestante, y podrá engañarnos a todos, pero no evitará el serlo ya en su corazón, y no podrá engañar a Dios.

Por lo demás, hacemos nuestras las palabras con que Aranguren termina su artículo.

«El problema de España», en su faz actual, ha de ser enjuiciado en última instancia y para bien o para mal –pureza religiosa de intención o «utilización» religiosa, propósito utópico, fanático, puramente aparencial o sincero de lograr una España católica, &c.– desde este punto de vista (p. 97).

Pero, por lo expuesto en este artículo, aparece claro que Aranguren lo enjuicia mal: Utiliza lo religioso para sembrar la irreligión, muestra un fanatismo total excluyendo todo valor netamente católico y glorificando a cuantos al catolicismo combaten, no hay sinceridad alguna en su programa católico, sino más bien un larvado protestantismo.

* * *

Si Aranguren, quiere la verdad y la ama, debe procurar hallar el camino mientras aún le queda algo de luz, pues ya tiene cerca las tinieblas en que le será imposible todo acierto, en que ya no le quedará más posibilidad que el error (loan, 12, 35-36), y medite mucho las palabras del Señor: «¿Cómo podéis creer vosotros que recibís gloria y alabanzas los unos de los otros, y la gloria que de Dios sólo proviene no la buscáis?» (Ioan, 5, 44) [121] Y aquellas otras del Apóstol San Juan «Amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Io. 12, 43). Sólo quien las tiene en cuenta hallará firmemente el camino de la luz y de la fe.

Cuentan de un sabio alemán que hace unos años injertó en la cola de una lagartija la parte de un óvulo fecundado que debía formar una cabeza. El injerto prendió, la parte de óvulo se desarrolló, apareció una nueva cabeza en la cola, el sabio cortó la primitiva y la lagartija siguió viviendo con su nueva cabeza.

En la España católica, también injertaron semillas anticatólicas, que habían de dar la pauta de la vida española. Antes de que cobraran bastante fuerza, intentaron aplastar la cabeza católica, y como ésta era todavía la más fuerte, fue la herética y comunista la aplastada. Si ahora los enemigos de la fe de los españoles nos enviaran profesionales del catolicismo para hacer su injerto herético: y esos mismos profesionales, se cuidan de proteger el injerto contra todo ataque y reacción, disfrazándolo bien con nombres falsos, para que nadie advierta lo que es, ni en nada recele. Cuando la cabeza herética se hubiera desarrollado, nada más sencillo que cortar la católica, y nos hallaríamos casi sin darnos cuenta en una España que se durmió católica y se despertó sumergido en la herejía. La obra de los pseudos Cristos y pseudo-profetas habría sonado ya.

No es hora de dormir sino de orar y vigilar para no caer en tentación.

 


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Punta Europa
José Luis López Aranguren
1950-1959
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