Punta Europa
Madrid, marzo 1956
número 3
páginas 20-24

Manuel María Salcedo

Crónica española
 

Jóvenes y viejos

Raramente se usó con tanta intención una conjunción copulativa: la disyuntiva «o», habría tenido una tonalidad exclusivista, o lo que es peor, demasiado utópica. Jóvenes y viejos: está mejor así, es más real, más vital y, por lo tanto, más natural. Hay cosas y realidades que en la vida natural, biológica y hasta intelectual nos parecen de lo más real y, a fuerza de verlo, hasta lo mejor. Cuando trasladamos las escalas al plano de la «Respública» o de la «Política», queremos que las cosas cambien de sentido y eso no es justo. En la Naturaleza o en la Biología no se [21] procede por saltos: lo viejo y lo nuevo conviven en unidad de armonía teleológica. Tampoco nos extraña que yuxtapuesto a un movimiento literario o filosófico perviva otro de signo contrario. ¿Porqué, pues, este dilema al tratar de política: jóvenes o viejos? La política, el negocio público, es la cuna y la forja de la Historia. Y en el negocio público hemos de «convivir» jóvenes y viejos –como en la vida de un hombre células viejas y células jóvenes– haciéndonos unos y otros ecos de las propias y mutuas obligaciones y derechos, como de las mutuas y propias ventajas. Ya hubo quien partidística o especulativamente exaltó las ventajas de la vejez o de la juventud. ¡Demasiado parcial o demasiado intelectual para que pueda ser verdad! Seamos un poco relativistas o un poco más «virtuosos»: «in medio consistit virtus». Reflexionen viejos y jóvenes: los primeros son los más obligados a hacerlo ya que no tienen la excusa, como los jóvenes de no poder decir «aún no somos viejos», ni la de no poder decir «nunca fuimos jóvenes». Pecarían doblemente: contra sí mismos y contra la misma experiencia de su vejez. Pecado que ciertamente no se borra con decir: excusemos, son jóvenes. Cristo «el no saben lo que hacen» no lo pronunció sino tras todos los medios de acercamiento, aproximación y hasta convivencia. Si no saben, los jóvenes, lo que hacen que les enseñen y que se les oiga. Muchas veces lo que no da la experiencia y las canas lo puede prestar la intuición o el fuego vivificante de la audacia juvenil. El condenar a un joven a continuo aprendizaje –el enseñemos, de los viejos– es acaso no conocerlos demasiado ni tener una visión exacta de su psicología. Hay también que oírlos. Hasta, diría, que darles posibilidades de intervenir y proclamar lo que piensan; tomarlos en serio con conciencia de humildad por los que por el mero hecho de ser viejos no son ni perfectamente sabios ni totalmente excluidos de nuevos aprendizajes, vengan de donde vinieren.

Que el joven haya querido intervenir en la política no es nuevo. El general Vigón dice aún más: «que la juventud se halla bien dispuesta para intervenir en la política activamente. Si la mayor parte de los nombres familiares a los que han frecuentado la Historia de los últimos cien años, aparecen ligados en nuestros recuerdos a estampas de hombres bien barbados y de muy severo continente, culpa es de las modas de otros tiempos, y también de que muchos de ellos tuvieron ocasión de seguir sirviendo –mejor o peor– después de haber dejado muy atrás la juventud, aspiración que en el fondo no creo repugne tampoco a los jóvenes de hoy.» [22]

Don Jorge Vigón da un paso mas en la ruta de lo real: admite no sólo el problema de la convivencia –lo está presuponiendo– sino hasta añade la posibilidad de que la juventud se halle bien dispuesta para intervenir activamente.

Negar al joven intervención en la política, es tanto como condenarle a la esterilizante inacción, que buscará canales sustitutivos de desfogue en asuntos más baldíos o, más innobles aún que rellenar quinielas o empapelar paredes de alcoba con retratos de «estrellas». Es crearles la conciencia de la incapacidad, de que no se cuenta con ellos y –teniéndoles las cabezas vacías– es muy fácil engreírlos de mitos sobre su propio valer y juventud. Maeztu, ante la excesivamente lógica posición de un profesor sueco en torno a este problema, ya dio su veredicto. El joven tiene que formarse, sí, pero tampoco hay que dejarlo aislado en su formación. Un joven puede prestar mucho, muchísimo más de lo que todos pensamos, a lo común. No es tan nueva la intervención de los jóvenes en política, como creen algunos glosadores contemporáneos. Francisco Silvela fue diputado a los veinticuatro años y subsecretario a los treinta y uno; Sagasta intervenía activamente en la vida política, aunque en la oposición, a los veintiocho; Cánovas era diputado a los veintiséis; Moret a los veinticinco; Canalejas era subsecretario a los veintinueve. Lo de Calvo Sotelo o Aunós es demasiado reciente para tener que recordar. Hubo hasta a quienes tuvieron que dispensar de la edad para poder presentar sus credenciales de diputado. El quehacer político fue, pues, en parte tarea de jóvenes y de viejos. Tal vez se nos acuse de que hemos hecho una demasiada extensa cita de jóvenes: sírvanos de excusa el decir que los viejos son de sobra conocidos, o que los jóvenes que hemos citado nos eran más notorios como «hombres bien barbados y de severo continente».

Es más: a los que están «marchando» les conviene por muchos motivos, el estar en estrecha unión con los jóvenes. Primero, para no caer en un necesario egoísmo narcisista, un hablar siempre en pretéritos, un encastillarse; cosas que aumentan el casi natural aislamiento a que los somete la edad. Segundo, por algo que yo llamaría conciencia teleológica o de misión social. El que una generación tenga que entregar a otra el estandarte, es ley histórica con carácter de necesariedad. Si los jóvenes han de llevar adelante una tradición con sentido vivificante, es preciso que se les entregue a tiempo, para que no les coja desprevenidos en el momento de su intervención.

Todos nos necesitamos: jóvenes y viejos. Copulación mejor que disyunción: como en la vida, como en la naturaleza. Así las [23] cosas irán mejor. Sólo en un gabinete de ultraespeculación, disecador de la realidad, se puede dar la disyunción. Dejemos a los revolucionarios o a los conservaduristas trasnochados o a los egoístas enamorados de su vejez o de su juventud, el poder de las abstracciones. Comprendamos: es decir, seamos reales y tratemos de entendernos todos, que eso, es a la par, entender la «convivencia» que hemos de compartir.

La responsabilidad de los universitarios

El Obispo de Túy, Fray José López Ortiz, acaba de publicar un libro. «La responsabilidad de los Universitarios». Es como un alto en su camino pastoral, o si se quiere, un salto atrás respuesta a las inquietudes del antiguo catedrático universitario. A la par es «un libro que pensé debía escribirse con prisa», con la urgencia de las circunstancias que atravesamos. Un libro en el que «se dialoga con caridad serena y si reconocen en mis palabras el viejo tono en que departíamos antaño, y esto nos acerca, será una bondad divina el no haberme dejado olvidado del todo». Un libro en el que con objetividad se subraya la importancia de una misión –la rectora de la Universidad– en el ámbito del País. Un libro en torno al cual quizá se trame la «conspiración del silencio» pues son muchos los peligros específicos del intelectual los que se ponen de relieve y es potente la voz de quienes le exigen, precisamente a los universitarios, que cumplan con su misión. «En nombre de mis pobres campesinos y pescadores. Por mí, esa palabra que ellos no saben cómo pronunciar, pero que es absolutamente preciso que se oiga, podrá sonar en estos momentos, propicios a la confusión: responsabilidad».

El libro todo está impregnado de un sabor sincero y tendente a lo sincero. La sinceridad empapada de un dinamismo sosegado, conformada de esperanza; cimentada en la fe y sosegándose en la urgencia.

Los problemas todos aparecen enmarcados en el libro. Desde los más intrínsecos al intelectual como intelectual –los de su tono y actitud– hasta los de la Ciudad de Dios, el clericalismo o anticlericalismo: la Universidad Católica, los de la promoción y competencia o los de la investigación científica.

Fray José López Ortiz sitúa los planos en su objetividad. Hay una estructuración de derecho y otra de hecho. Nadie con el Derecho Natural en la mano o con la Historia, puede negar a la Iglesia la misión de propagar la verdad científica. Pero, ahí está el otro plano: el de los hechos. [24]

Es evidente que una conciencia católica no se creará en España sin un intercambio del sacerdote y el laico. Es preciso entablar un diálogo y lo esencial para el diálogo es, al menos, usar un mismo «lenguaje» que «no se logra fructíferamente en los centros de estudios puramente eclesiásticos». Del aislacionismo de la Iglesia –esa inhibición de los problemas de la actualidad– quizá se encuentre su explicación, no tanto en ella misma, como en las causas extrínsecas que la obligaron a encastillarse. Si algo hay esencial al eclesiástico –aunque no fuera sino por espíritu de captación apostólica– es la adaptabilidad a las circunstancias. La Iglesia sabe perfectamente discernir entre nuevo, viejo y novedoso. Sabe encontrar la rima entre lo que hay que buscarla. Tal vez lo nuevo y lo viejo puedan convergir en lo eterno: la Iglesia es maestra de eternidades, no lo olvidemos. Los laicos tenemos que acercarnos, «con probidad y buena voluntad» y los eclesiásticos tienen que venir a nosotros con el corazón y los horizontes abiertos. Es la caridad y el tono que postula en todos los problemas el señor Obispo de Tuy. Tal vez muchos, «de esos que no son enemigos ni les falta buena voluntad» sean con los que con mayor facilidad pueda entablarse el diálogo vitalizador y unificante tan preciso en nuestros días. Un poco de «caridad serena». Es un Obispo, un Pastor, un Sacerdote entregado al Pueblo, el que habla. Y, casualmente, es un Obispo que escaló los peldaños de una Cátedra universitaria en los años más difíciles. Un hombre que escribe con urgencia, fe y esperanza, cristalizando sus meditaciones en una suprema lección de sencillez. Paz, lucha, docencia académica y gobierno pastoral. Simultaneación del dinamismo de la acción con el sosiego del espíritu.

 


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