Punta Europa
Madrid, mayo-junio 1956
números 5 y 6
páginas 171-181

Faustino G. Sánchez Marín

La figura intelectual del P. Oromí

I
Biografía

Miguel Oromí Inglés El R. P. Miguel Oromí Inglés, nació el 20 de junio de 1911 en Sudanell, pueblo de la huerta de Lérida. A los once años de edad ingresó en el Colegio Franciscano de Balaguer, donde cursó las Humanidades. Hizo su profesión religiosa en el Noviciado franciscano de La Bisbal (Gerona) a los 16 años de edad. Terminados los estudios de Humanidades, cursó tres años de filosofía escolástica en el Colegio de los PP. Franciscanos de Berga (Barcelona) e hizo los estudios teológicos de la carrera sacerdotal en Diano Castello (Italia). Terminada la carrera eclesiástica, los Superiores de la Orden le mandaron a cursar la especialidad filosófica en el Ateneo Antoniano de Roma, licenciándose primero con una tesis sobre la filosofía de las matemáticas; y después, en 1938, consiguió la Láurea mediante la presentación de la tesis escrita en latín y publicada en castellano con el título El pensamiento filosófico de Miguel de Unamuno, con la calificación summa cum laude.

Inmediatamente pasó al frente de Extremadura como Capellán de un Batallón de choque del Ejército nacional, y, terminada la guerra, continuó sus funciones de Capellán en el Hospital Militar del Generalísimo, de Barcelona.

Comenzó a enseñar filosofía en Balaguer (Lérida), el curso de 1939-40, pasando después a Orihuela (Alicante) donde continuó por cuatro años la enseñanza filosófica. En 1944 vino a Madrid formando parte de la Comisión para la edición bilingüe de las Obras de San Buenaventura editadas por la B. A. C. (seis tomos), y al año siguiente fue nombrado Director de la revista «Verdad y Vida». Actualmente continúa en San Francisco el Grande de Madrid en la Redacción de la misma Revista.

Su libro, en el que logró meter a Unamuno en la cintura incómoda y estrecha de un latín semiescolar y frío, es ya clásico en la bibliografía sobre el Rector salmantino. Y, en el fondo, hay algo que une a estos dos Migueles: bastante celtiberismo, bastante rebeldía –los dos están habitualmente en pie de guerra [172] intelectual–, si bien la rebeldía es en Unamuno «contra esto y aquello», mientras que en Oromí tiene razones y objetivos definidos.

Esta afinidad temperamental, entre el heterodoxo y el franciscano queda bien reflejada, por una parte, positivamente en la delicadeza con que el P. Oromí trató la figura y el pensamiento unamunianos; por otra, negativamente, en el despego y la fuerte ironía con que posteriormente trató la figura y pensamiento orteguianos, en su libro «Ortega y la filosofía», que está muy lejos de ser una de esas críticas, unas veces acerbas, otras; irónicas y casi siempre superficiales y desorientadas, que se han escrito contra el filósofo madrileño; no roza para nada la persona del filósofo que comenta y está tan lejos de los escritos ditirámbicos, que tan fácilmente se hacen en su honor, como del aplauso de una multitud, en su mayor parte inconsciente y nada preparada para los problemas filosóficos. Es una de las pocas veces que de un modo paciente, concienzudo, sereno y con una sólida formación filosófica, en el panorama intelectual español, se estudian los pensamientos básicos del célebre pensador madrileño.

Sus glosas no forman una serie conclusa, del mismo modo que la filosofía que comenta tampoco lo es. En nuestro país pueden contarse con los dedos de la mano los que podrían atreverse a una tarea semejante, y el P. Oromí es uno de esos pocos capacitados.

Considera el P. Oromí que la verdadera formación intelectual de veras existe cuando la estructuración y conformación, mental, imprime, si vale la expresión, carácter intelectual indeleble, como un sacramento natural del orden de la mente: cuando llega a constituir una sutil, pero real forma mentis. Las filosofías modernas, según él, no logran ese objetivo, en parte porque rechazan de suyo el rigor de toda forma, en parte porque no se proponen ser una profunda metafísica, sino solamente una más o menos aguda y brillante fenomenología; no afectan, por tanto, a la raíz y a los hábitos primeros de la inteligencia, ni dan firmeza y explicitación consciente a su instintiva arquitectura lógica. Por ello, esta filosofía, la escolástica, es, antes que nada, filosofía instrumental, formadora y jerarquizadora del espíritu. Naturalmente, es, además de una impronta formal o forma mentis y de un método, también un contenido que tiene, un sentido determinado que se ha elaborado al compás de la fe; pero nos referimos de momento sólo a su aspecto decisivamente instrumental, el cual imprime carácter y estructura a la inteligencia. [173]

En su batalla contra el desorden intelectual, el P. Oromí no se concede días de permiso, no baja nunca al alegre descanso de la retaguardia. Es un escolástico en la calle que, en proporción directa de su robustísima formación, ha asimilado la temática de los intelectuales seglares. Su filosofía no vive una vida letárgica, gélida, inoperante y remotísima del latido de vida de las preocupaciones o temas actuales. Sin embargo, su humanidad desbordante, su pluma incoercible e incisiva abusa del temperamento en la faena intelectual y a veces su ironía se hace gruesa y hiere la sensibilidad estética del lector. Es el reproche que uno, tan leal amigo suyo, le hace con frecuencia.

Actualmente tiene en prensa, para la Editora Nacional, un volumen cuyo título responde a la trayectoria general de toda su producción intelectual: «Polémicas de dos filosofías».

II
Escritos principales

1. El pensamiento filosófico de M. de Unamuno. Madrid, Espasa Calpe, 1943, págs. 220.

2. El Concilio de Trento y la teoría substancia-accidentes en la Eucaristía, en Verdad y Vida, Madrid, 1945, págs. 3-45.

3. Filosofía ejemplarista de S. Buenaventura, en Obras De S. Bon., t. III, Madrid, 1946, págs. 138.

4. Teoría de las distinciones en el sistema escotista, en Verdad y Vida, Madrid, 1947, págs. 257-282.

5. El concepto de ciencia en Balmes, en Revista de Filosofía, Madrid, 1948, págs. 911-938.

6. Balmes y la Metafísica, en Verdad y Vida, Madrid, 1948, págs. 513-554.

7. Acto y Potencia, en Verdad y Vida, Madrid, 1949, páginas 395-406.

8. Filosofía clásica y filosofía romántica, en Verdad y Vida, Madrid, 1950, págs. 447-469.

9. Los elementos primarios de la vida y su relación de dependencia, en Verdad y Vida, Madrid, 1951, págs. 297-320.

10. El filósofo católico según la «Humani Generis» en XI Semana Española de Teología, Madrid, 1952, págs. 24.

11. Ortega y la Filosofía. Madrid, 1953, Colección Esplandián, págs. 362.

12. La filosofía escolástica y el intelectual católico. (En colaboración con Faustino Sánchez-Marin), Madrid, 1955, Editora Nacional, págs. 174.

13. Principios básicos de la ética de Escoto, en Verdad y Vida, Madrid, 1955, págs. 393-434. [174]

14. El problema ético en la Escuela Franciscana, en Verdad y Vida, Madrid, 1956, págs. 25-48.

15. Una metafísica esencialista, en Verdad y Vida, Madrid, 1955, págs. 23-93, 177-228, 297-323; 1956, págs. 181-201.

En preparación

Polémica de dos filosofías. Madrid. Editora Nacional

III
Entrevista con el P. Miguel Oromí

San Francisco el Grande, templo del que quiso llamarse Mínimo. A espaldas del convento, el ancho horizonte carretera de Extremadura arriba, Casa de Campo, remotos y azulencos perfiles carpetovetónicos.

Celda del P. Oromí. Desde su ventana se divisan inmediatamente ruinas de una parte del propio edificio demolida; en seguida, algo a la derecha, un campo estrecho, terraza natural sobre la depresión del Manzanares, donde juegan a la pelota a pasean, una línea en avance otra en retroceso, grupos de seminaristas con su fajín saludando vientos. Abajo, juguete de niños, trenes y locomotoras que echan humo y silban de verdad. Colgado en una loma, escalonado y ascendente, escalera de la muerte al cielo, un camposanto. Y enfrentito, la Puerta del Ángel abriendo camino a Extremadura, a la española, imperial y americana Extremadura: acaba Europa, Yuste; empieza América, Guadalupe. Extremadura de la hazaña y del silencio, tierra fuerte, gentes auténticas, encina áspera, perenne y épica. Ustedes perdonen: uno es extremeño.

En esta celda, a la luz que entra por tal ventana, el catalán nada balmesiano P. Oromí trabaja: sobre su mesa, ahora, la edición crítica de las obras de Escoto. Pronto leeremos un libro sobre la filosofía del Doctor Sutil. Pero nadie tema un libro académico, erudito, de simple investigación histórica, un libro muerto. Como Midas en oro, Miguel Oromí convierte en actual y vivo cuanto toca, cuanto escribe.

—¿Hablamos un poco, P. Oromí, de su vocación filosófica?

—¡Mi vocación filosófica! No sé qué es esto. Sólo he tenido, una vocación: la de fraile franciscano, a los seis años, contra la voluntad de mi madre, que quería fuera cura. Lo de la filosofía ha sido una vocación a posteriori, como la que sienten los bueyes para arar. Yo no sé si los bueyes, una vez uncidos, ararán con gusto alguna vez; pero, para mí, la filosofía ha sido siempre un yugo bien pesado. [176]

—Lo que usted manifiesta no servirá, ni mucho menos, para incitar a los jóvenes al estudio de la filosofía: Eso es aparte. Lo curioso es que usted, según tengo entendido, tuvo muy buenas notas durante seis años en filosofía escolástica. ¡Y eso que no sentía vocación filosófica!

—Así fue. Pero esto me hace sospechar que mis bondadosos profesores tampoco sabían muy bien por dónde navegaban.

—¿Ejercieron sus profesores sobre usted influencia especial en la orientación de sus preferencias por este o aquel sistema filosófico?

—Reconozco que mis profesores prestaban particular atención a los filósofos de su paisanaje. Por ejemplo, tuve un profesor francés de metafísica que estaba enamorado de Descartes y de Bergson. Ignoro cómo se compagina este enamoramiento y lo ignoraba más en aquel entonces. Recuerdo que aquello del Cogito y de las ideas claras y distintas me daba la impresión de una broma como estas que ahora se gastan sobre lo de «sube el telón» y «baja el telón», «¿cómo se llama la obra?». Pero llegué a tomármelo en serio cuando vi que algunos neoescolásticos con eso del Cogito querían resolver el problema más terrible que se había planteado la filosofía por aquellos años, y que llamaban problema crítico fundamental. Decían, en efecto, que por dentro de las entrañas del Cogito se daba una intuición intelectual o una experiencia metafísica de la sustancialidad concreta del «yo»; sólo que esto acontecía raramente y en condiciones excepcionales. Entonces comencé una serie de experiencias sobre mí mismo pensando en Plotino, quien dijo que por dos o tres veces había tocado el Uno, y en los budistas que, en la contemplación fija del ombligo, veían discurrir el flujo de la vida, la vida misma. Una vez casi llegué a la convicción de que había llegado a tocar la sustancialidad de mi yo concreto; pero, después de unas vacaciones por los castillos romanos, me di cuenta de que no había tocado lo uno ni lo otro.

—Y lo de Bergson ¿fue así de anecdótico o fue más duradero y serio?

—Lo de Bergson me duró más tiempo, porque el profesor francés de metafísica insistía más sobre Bergson que sobre Descartes, y también porque me recordada aquellos tiempos felices en que, en los atardeceres, escribía poemas cortos en catalán.

—¿Ahí quedó todo? Supongo que la filosofía alemana tendría también su valedor en alguno de sus profesores, ¿no?

—Ya lo creo. Mi profesor de historia de la filosofía era alemán, y ya puede imaginarse cuánto Kant nos daría y ensalzaría. Durante un año, tres veces a la semana, nos dedicamos a reconstruir el gran artefacto de la Crítica de la razón pura. [177] Aquello parecían los talleres de las fábricas «Krupp und Company», sobre todo por la seriedad y el ardor con que se trabajaba. Al final, un chiste malo casi me costó la carrera, como podría haberle costado el empleo a un trabajador de la «Krupp und Company». Sólo advertí que el cañón no tenía agujero ni por arriba ni por abajo, y que las piezas carecían de movimiento. Más tarde, ya en el frente de Extremadura, recibí una carta del profesor francés preguntándome si me servía de algo la Crítica kantiana. Le contesté desde las trincheras que lo más terrible era la durée de Bergson, y que saludara de mi parte al profesor alemán. Me olvidaba contar que, después de la Crítica de la razón pura, pasamos otro año analizando la Crítica de la razón práctica. Con ello pretendíamos abrir un agujero en el artefacto de la razón pura y engrasar las piezas para darles movimiento; pero nos salió el tiro por la culata.

—¿Se hablaba de Husserl en sus años de carrera?

—Tuve otro profesor alemán que se cuidó mucho de adiestrarnos en la fenomenología de Husserl y en la ética de N. Hartmann. ¡Santo Dios!, aquello sí que estaba serio y no daba lugar a un chiste: todo era fenomenología. Los análisis fenomenológicos se alargaban, se prolongaban de una clase a otra. Siempre nuevas dimensiones, nuevos holzwege; siempre al borde de apresar la realidad, y, todavía no: la pieza se escurría por el bosque, a veces sin dejar rastro. Y otra vez, husmeando la realidad, con los músculos encogidos para dar el salto; y nada, nada más que fenomenología. ¡Qué terrible suerte la de los cazadores cuando, al finalizar el día, se reúnen en la cancha sin haber pegado un tiro! Me tranquilicé al saber que Husserl, poco antes de su muerte, decía: «Precisamente ahora, al final, cuando estoy preparado, sé que debo comenzar desde el principio». Todo buen cazador se promete buenas piezas para el día siguiente.

El P. Oromí habla largo rato, con humor y con cariño, de aquellos tres profesores.

—No hace mucho me encontré con ellos. Y me tomé la libertad, en uso de mi mayoría de adulto, de bromear un poco. El francés, que es un perfecto caballero, mutilado de la última guerra, con sus muletas y su guerrera de oficial Mayor con muchas medallas, conserva todo el «élan vital» del antiguo profesor de metafisíca. Con su «esprit de finesse», me repetía el ritornello de antaño al terminar la clase, comentando nuestra cruzada;: «Yo quiero mucho a los españoles, pero como soy francés...». Al alemán de la razón pura, le invité a una copita de coñac español, porque es joven todavía y por aquello de que in vino veritas (el filósofo no conocía el coñac). A media copa, me atreví a preguntar si creía aún en aquello de la Crítica de la razón pura. [178] Me miró entornando los ojos, como lo hacen las románticas vacas de la Renania, y después de lamerse los carnosos labios, me dijo con gran serenidad: «¿Crees que soy tan imbécil?». Respiré. El de la fenomenología tenía el aspecto cansino del cazador que ha salido por última vez en pos de una pieza a la que ya no pudo dar alcance, y arrinconando su arma se dispone a sentarse para siempre. Me dijo que se retiraba a su dulce Sajonia para meditar en la muerte y en la resurrección de la carne, sin fenomenología, pero con mucha fe. Le invité a que se diera una vuelta por España y viera una corrida de toros. Claro, no aceptó. Por eso, tampoco podrá saber nunca cómo se embiste la realidad.

—Quisiera saber cómo, en Roma y con su hábito de fraile y sus textos de filosofía escolástica, terminó topando con la dispersa, energuménica y heterodoxa producción de Unamuno, y por qué eligió esta figura para su tesis doctoral. ¿Tal vez afinidad temperamental con su agonal tocayo?

—Lo de mi tesis doctoral tiene mucha miga, me parece. Primero, el profesor francés de la «intuición radical» y de las ideas claras y distintas, se empeñó en que desarrollara el tema: «Cómo se conserva la personalidad en «l'élan vital» y en la «durée». Después de un mes de trabajo, le contesté que no podía divisar ni la personalidad ni el cómo. Pensó también en Blasco Ibáñez, que él había leído en francés; le dije que yo no conocía a ese «filósofo». Alguien insinuó que, siendo yo catalán, el tema más apropiado sería algo de Balmes que no fuera lo del «sentido común», ya que eso del sentido común está bien para ir por casa, pero para una Universidad, aunque fuera Pontificia, parecía demasiado ramplón; me di cuenta de que Balmes, sin sentido común, carece de sentido. Entonces me acordé que había oído hablar de un profesor de Salamanca que metía por ahí mucha bulla con eso de la República y de la Monarquía, y que había escrito muchos libros muy raros y muy herejes, que no podían entrar en los conventos de frailes ni en los seminarios diocesanos; después supe que se llamaba Unamuno. También oí hablar de un señor que se llamaba Ortega y Gasset, que tenía las obras completas en un tomo, que escribía muy bien, hablaba de la rebelión de las masas y era profesor en la Universidad de Madrid. Por curiosidad, fui a la Biblioteca Nacional de Roma, y fue grande mi sorpresa al encontrarme con las obras de uno y otro. Comencé por las de Ortega y Gasset, debido a la comodidad de estar todas en un tomo y en buena letra. Allí se hablaba de cosas y cosas y cosas, incluso de algunas de que trataban mis profesores alemanes en clase, pero sin tanta seriedad y en español, que entonces no sabía si era bueno o malo. Al final, no supe qué hacer con el tomo de obras completas, porque no vela por parte [179] alguna que asomara una cuestión filosófica con su cabeza y su cuerpo. Sospeché que las obras no serían completas y pasé a Unamuno.

—Ya se encontró con Unamuno. ¿Cuál fue su primera impresión?

—Me resultó, de momento, muy divertido. Un ensayo, otro ensayo y otro. Una cabriola, y otra y otra. ¿Qué querrá ese hombre? Y que sí, que no, y que la cabeza, y que el corazón. Después las novelas, con personajes de carne y hueso, pero todos movidos por un mismo resorte; y además, no querían morir. ¡Qué barbaridad!, ¡no querer morir!, ¡vaya monigotes! Incluso había un cura que tampoco quería morir. Pero, ¿dónde estamos? Y ahora, las poesías. ¡Señor, si este hombre suelta herejías con el mismo fervor que una monja jaculatorias!; y todo porque tampoco quiere morir. Y que si la fe, si la lógica, si la cardíaca, si la razón, si la sinrazón; que si Dios es nuestro Padre, si la Tierra nuestra Madre, si Cristo es la tierra castellana, y también el cielo castellano... ¿Estará loco? Todavía las aventuras de Don Quijote. Esta obra me resultó más divertida, porque la leí en una versión italiana que acababa de aparecer: Commento alla vita di Don Chisciotte. Y finalmente, Del sentimiento trágico de la vida. Entonces me di cuenta de que Unamuno hablaba en serio, como suelen hablar los filósofos, y me lo tomé también en serio, tal como debe hacerlo un candidato a la Láurea; y hasta soñé en ofrecer mi obra a Unamuno, con una dedicatoria; pero murió cuando comenzaba la redacción.

—¿Le ha seguido preocupando o interesando la figura de Unamuno?

—Mi libro, «El pensamiento filosófico de Miguel de Unamuno» (Espasa-Calpe, 1943), ha servido de guía para muchos libros que después se han escrito, pero ya no tiene actualidad. Yo sólo estudié la obra literaria de Unamuno, con pedazos de carne viva, si se quiere; ahora lo que interesa no son precisamente las obras de Unamuno que, como obras, han sido también superadas, si no en España, fuera de ella.

—¿Qué es, entonces, lo que ahora interesa o debe interesar?

—Lo que de veras interesa, como algo urgente, es enfrentarse por las buenas con ese espíritu de los jóvenes que nos pisan los jarretes y que tienen a Unamuno por un pobre diablo. En los comienzos de la era atómica, las generaciones van más de prisa; y los que cumplimos los cuarenta y hemos hecho la guerra, ya somos viejos.

—No tanto, no tanto. Hay que dar todavía mucho juego. Sobre todo, en trabajo intelectual, a esta edad se empieza a ser fecundos. Pero: díganos también algo acerca de sus relaciones [180] con el pensamiento orteguiano, ya que también de él se ocupó no hace mucho, en un libro.

—Sí, también escribí algo sobre Ortega, pero es peor «meneallo», porque los orteguianos a poco me pegan a causa de unos chistes malos que se me ocurrieron.

—Ya salieron sus dichosos chistes.

—Eso de los chistes me ha causado, en verdad, muchos disgustos, tanto en la vida privada como en la pública. Una Universidad Pontificia me declaró vitando por un chiste que me gasté a propósito de Escoto, y de Santo Tomás; pero todavía no saben que lo copié de las actas del Concilio de Trento. Antes, la gente sabia era más divertida. Y me consta que a Ortega le gustaban los chistes, e incluso sonrió cuando «La Cordoniz» dijo que él que era el primer filósofo de España y quinto de Alemania; mas este chiste no era mío. Lo malo es que a Ortega le tomaron por eso que llaman «cabeza de turco» los que tienen la filosofía, no por deporte, como él la hizo, sino por política; y la política no admite chistes, porque es toda ella de mucha seriedad y honradez. El «morabito español» no se dejó tomar por eso, sino que despistó a unos y a otros.

—¿Viajó mucho fuera de España?

—Por Europa dos veces, lo mismo que mi maleta. En Italia siete años seguidos, además de algunas visitas. Un diplomático catalán dice que los que somos de más acá del Llobregat tenemos el espíritu italiano. Al menos a mí me gustan los spaghetti, el vino de los Castelli romani y algunas cosas más, que son el fundamento del espíritu. Por Suramérica, un viaje de ocho meses; pero, de filosofía, ni por activa ni por pasiva, porque todos sabían de memoria a Maritain, y yo también... Sólo me di cuenta de que España había sido grande; pero fueron los misioneros los que tal hicieron, y por eso me enamoré de los indios de las punas y de la selva, sobre todo de la selva.

—Me parece que tiene usted ganas de volver a sus bromas. El tiempo apura y aún no me ha dicho una sola palabra acerca del punto principal de nuestra entrevista: el desprecio con que usted mira a la llamada Neoescolástica. Y no lo comprendo, puesto que usted, como todos los que de alguna manera hemos saludado la filosofía escolástica, lo hicimos con textos más o menos a lo «Lovaina».

—Es que cualquiera podría creerse que, por el hecho de ser fraile, mi formación tenía que ser neoescolástica. ¡Ojalá hubiera sido simplemente escolástica! Porque un manual escrito en latín ad usum scholarum &c., sea del color que fuere, no da derecho a creerse formado en filosofía escolástica. Un neo-escolástico no es un escolástico, ni en espíritu ni en verdad. Muchas [181] veces, la neoescolástica sólo ha conservado el latín de la escolástica. ¡A buena hora se tragarían los escolásticos todo eso que se encuentra en un manual neoescolástico; ni ellos, ni nosotros! Por eso son tan contados los que aprecian como es debido la filosofía escolástica. La mayoría se han empeñado en modernizarla, en hacerla neo, a fin de que estuviera a la altura de los tiempos, y les ha salido una matrona a lo maniquí. ¡Cualquiera se enamora de ese maniquí! Después de cursar filosofía neo-escolástica por tres años en un Seminario Conciliar, preguntadle a un seminarista qué es filosofía y para qué sirve; y se encogerá de hombros, porque no le interesa ni una cosa ni otra. Lo peor es que acontece lo mismo con los teólogos, después de haber cursado teología por cuatro años; éstos, a lo sumo, contestarán que la teología sirve para cantar Misa y tener una parroquia. La más sorprendente es que, si por casualidad, cae en manos de ese cursante de filosofía neo-escolástica un ensayito de Ortega o un librito de filosofía de Perico de los Palotes, que ha pasado de extranjis, a nuestro neoescolástico se le abre la mente y comienza a sospechar que la filosofía trata verdaderos problemas vitales con los que tiene que enfrentarse para sí y para los demás; y todavía no se ha dado cuenta de que en la pág. 121 de su manual de filosofía neo-escolástica se tratan esos mismos problemas con todo lujo de detalles, y que sólo hace dos semanas los repitió de memoria ante su profesor. ¿Quién me compra este misterio? Entonces ¿qué es la neo-escolástica ad usum scholarum &c.? No creo que esto aconteciera a los que llamamos escolásticos; y los problemas son los mismos.

—Basta, P. Oromí. Me parece que sobre esto del escolasticismo y el neoescolasticismo tiene bastante más que añadir. Será preferible que lo exponga en forma de artículo. Así el lector y usted mismo no tendrán que sufrir mis interrupciones.

Faustino G. Sánchez-Marín

 


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