Punta Europa Madrid, julio-agosto 1956 |
números 7 y 8 páginas 5-9 |
Editorial18 de julio, punto de partidaNo nos gusta evocar tiempos pasados por el mero afán de recordar, sino para buscar orientaciones para el presente. Y no todo ayer es igualmente pasado, pues hay hechos del ayer cuya impronta es tan profunda, tan viva, tan llena de contenido propio, que por mucho que se los quiera borrar, son un presente que ahí queda, desafiando a los artífices de la mentira en el cementerio del olvido. El 18 de julio de 1936 fue el momento desesperado y desgarrador en que España salvó su existencia por la voluntad colectiva de sus hijos que, sin ponerse previamente de acuerdo, mantuvieron una actitud unánime y elemental en defensa de su Patria y de unos principios de convivencia más presentidos que racionalmente conocidos. Si al lado de heroísmos destacados y conductas ejemplares hubo deserciones, cobardías y mezquindades, el Alzamiento tuvo un sentido generoso que no pudo ser desfigurado, ni por la pasión de nuestros enemigos ni por nuestra propia desidia, hija de la seguridad en la razón que nos asistía. Pese a los Bernanos y a los Mauriac, se luchó por los derechos de Dios y de su Iglesia, por el Honor, por la Justicia, por la Unidad y la Libertad de la Patria, no sólo hogar y herencia común, más o menos quebrantada, sino quehacer y razón de convivencia. Se luchó, resistiendo unos con paciencia heroica entre crueldades y humillaciones sin cuento, avanzando otros con decisión para acabar con aquel espectáculo indigno en que había desembocado la República; régimen que en España despierta los más soeces instintos, dilapida la riqueza nacional y fomenta la descomposición del cuerpo social de la Patria, entre la [6] verborrea impotente de los pedantes y el complejo de inferioridad de los resentidos, hasta hacer imposible, no ya la convivencia digna sino la misma coexistencia física dentro de ella. Desde aquel 18 de julio han pasado veinte años. El tiempo transcurrido quiere ser utilizado como argumento, por esos seres tan ecuánimes, tan repulsivamente ecuánimes e indiferentes, tan asépticos en la pretendida superioridad de su eclecticismo que no quieren estar con los unos ni con los otros, y efectivamente se encuentran solos, incapaces de amar, incapaces de comprometerse. Dejémosles, y nosotros sigamos cultivando el recuerdo. Sabemos que el reloj de la vida no da marcha atrás, que lo que hay de pasado en el ayer, no puede volver a la vida, pero que ese ayer es condición de nuestro hoy para seguir adelante, no con actitud desesperada, sino en virtud de un saber lúcido y articulado que lleva la levadura de la verdadera fermentación histórica: El espíritu de la Tradición. El 18 de julio, se manifestó la viabilidad de una voluntad nacional entera, concreta, clara, sin fisuras, pero sin exclusivismos, que puede asumir en todo momento la representación del País entero, de la Patria como unidad de convivencia, como hecho y voluntad de convivencia. Así, a partir del 18 de julio, la polémica en torno a la interpretación de España tiene un nuevo planteamiento que algunos no saben captar. Vivimos unos tiempos que nos recuerdan aquellos otros en que los Capitanes españoles, los emigrantes que entonces se llamaban conquistadores, olvidando banderías y rencores, ofrendaban a la Corona de Castilla y Aragón la obra más prodigiosa que pueblo alguno ha realizado con los medios de que entonces disponía. Esa conciencia optimista nos permite ver los errores cometidos, sin rasgarnos las vestiduras, sin que nos hagan mella las lamentaciones de los eternos disconformes. Si miramos a la época de nuestra bancarrota, a la bancarrota de la voluntad colectiva, más importante que la desmembración física del Imperio, observamos, entre otras cosas, el espectáculo de nuestros enlevitados políticos que creían podían hacer la felicidad de los españoles con el presupuesto y la [7] Gaceta en su mano; y no se daban cuenta de la actitud de indiferencia del pueblo español ante la política que, todo lo más, era tema entretenido para las tertulias o aliciente para leer el periódico. El «esto se va», «es cuestión de meses», era expresión de la insolidaridad con que se presenciaba el divertido espectáculo de liquidar nuestra propia casa y de afrentar nuestro propio honor. Varias fueron las llamadas a la conciencia nacional, para sustituir la noción de la política como espectáculo, por la noción de la política como quehacer nacional. Los entusiasmos que despertaban Mella y Maura eran indicio de que la chispa de la voluntad Nacional, aunque adormecida, no estaba del todo apagada. El aldabonazo a la conciencia Nacional que dio el General Primo de Rivera, en colaboración con D. Alfonso, en 1923, no fue seguido del despertar colectivo. Era indudablemente necesario e inevitable el tratamiento traumático, eran necesarias grandes dosis de generosidad, de sufrimientos soportados con fe, para que se pudiera plantear la posibilidad de la existencia de nuestra Patria como quehacer colectivo, como Pueblo joven con porvenir, con la experiencia de Pueblo viejo, con un pasado que dejó de ser glorioso cuando los lectores de su conciencia desertaron de lo propio y empezaron a copiar lo extraño, cuando la Nación empezó a vivir su vida indiferente ante los problemas del Estado que la ignoraba. Hoy, al cabo de veinte años, preguntan los escépticos: ¿Dónde están las Instituciones que garanticen la continuidad y la consistencia del cuerpo político, la adecuación del Estado con la Sociedad? Los que padecen el papanatismo de la letra impresa, que creen ver una panacea en los esquemas escritos llamados Constituciones, Leyes de Bases o como se quiera, parecen ignorar que lo importante es la existencia de una voluntad nacional atemperada a la realidad de las necesidades y de las posibilidades nacionales, y también los cauces de formación y de expresión de esa voluntad, para no dejarse impresionar por los profetas de vía estrecha. Ahora bien, esto no quiere decir que las Leyes sean materia despreciable y que el acierto o desacierto del [8] Legislador no afecte a la realidad social de la Nación sobre la que actúa. El problema político, cuyo exponente son las Leyes, es social en cuanto afecta a todas las esferas sociales en unas zonas de acción insospechadas en tiempos pasados. Cuando la circulación se hace densa y son necesarias las señales luminosas, es ridículo añorar el espontáneo transitar sin reglas. También es ridículo poner agentes de circulación donde ésta no los justifica, como ocurre en esas aldeas que quieren darse aires de ciudad, y creen que así progresan cuando la verdad es que las reglas a destiempo son socialmente dañosas. Las Leyes o reglas colectivas son buenas, no tanto por la doctrina que expongan, sino por su adecuación al cuerpo social. La eficacia social, la vigencia efectiva de las Leyes, y de modo especial de las Leyes fundamentales, que expresan la Constitución interna de un pueblo y permiten que evolucione en paz jurídica adaptándose sin violencias a nuevas situaciones económicas, culturales o sociales, en el interior y en el exterior, es función de su acierto en interpretar el alma Nacional, el Estado de Conciencia colectivo en un momento dado de la Historia. En Economía, en Política, en todo lo que es vida, es un error confundir estabilidad con estancamiento. Cuando las Leyes pretenden estancar a un pueblo amoldándole al marco elaborado entre cuatro paredes, en vez de amoldarse ellas al alma de aquellos, o dan lugar a las inservibles Constituciones de papel, o son las violentas Leyes de Defensa de la República, que someten por la fuerza al pueblo a la acción de sus gobernantes incitándole a la rebelión. Nuestras Constituciones de papel, que en teoría eran un tratado de paz jurídica entre los principios de Autoridad y Libertad, en la práctica los convertían en términos antitéticos, difícilmente compaginables, mediante una sucesión de concesiones que se neutralizaban, porque eran afrontados con una visión descoyuntada de la Sociedad, y forjaban la famosa antítesis entre el Estado Oficial y el País Real. Ahora podemos ir a un sistema en el que los problemas de Autoridad y Libertad, junto con los laborales y los demás [9] problemas sociales, encuentren su cauce dentro del edificio lógico del Estado Social, en el que la Autoridad tenga la robustez de un edificio sostenido, no por el artificio ortopédico de unos puntales, sino por el aplomo funcional de todas sus partes, y en el que las libertades legítimas encuentren él catalizador de la unidad y de la solidaridad social que las haga viables. En este sistema, la Monarquía no es la supervivencia de una Institución histórica, arbitrariamente conservada en medio del barullo político de los partidos, sino el resultado de un conjunto de elementos sociales. El poder de su Autoridad no depende de la cantidad de fuerza que puede concentrar en un momento, sino precisamente de la cantidad de fuerza que no necesita emplear. Actúa más por respeto que por temor. Cuando una Ley fundamental no se apoya orgánicamente en la Sociedad sino en artificios, no se hable de Autoridad que es fuerza moral, sino de Poder que es fuerza física, y éste no puede ser suave sin ser flojo, ni firme sin caer en el terror. Si podemos hoy hablar de estos temas es gracias al 18 de julio.
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