Punta Europa
Madrid, julio-agosto 1956
números 7 y 8
páginas 59-74

Enrique Zuleta Álvarez

Notas sobre la cultura argentina

Para Eduardo Caballero Calderón

Es fácil comprobar que en la mayoría de los estudios de conjunto dedicados a los problemas de la cultura hispanoamericana, suele faltar un capítulo comprensivo y atento, dedicado al caso particular de la cultura argentina.

Quizá porque faltan en Argentina esas notas fuertemente coloreadas y pintorescas que tanto atraen al observador extranjero cuando de éste se trata; quizá porque su multiforme realidad difícilmente se presta a la reducción esquemática. Las razones pueden ser variadas, pero el hecho evidente es que el problema cultural argentino poca atención merece a los estudiosos de la cultura hispanoamericana.

Sin embargo, ya sea por su valor intrínseco, como por el hecho de su diferencia con el resto de Hispanoamérica, creemos que su consideración resulta de especial interés.

Singularidad argentina: lo indígena y lo europeo

La República Argentina no participa de la mayoría de los rasgos con que, por lo general, se suele distinguir a los Países hispanoamericanos. Razones geográficas, históricas, políticas, espirituales y económicas que sería largo [60] considerar ahora por lo menudo, han coincidido para otorgar a la Argentina una fisonomía muy peculiar dentro del conjunto americano.

Y uno de los hechos más decisivos en este sentido ha sido el siguiente: como resultado de las modificaciones sociales producidas por la inmigración a partir de fines del siglo XIX, ese país ha cambiado radicalmente, hasta el punto de haber perdido el perfil que ofrecía desde sus comienzos bajo el dominio español. El resto de los países hispanoamericanos ha cambiado notablemente, desde luego; pero, su evolución ha seguido un cauce común de raza y cultura fuertemente sellado por lo hispano-indígena, del que se ha apartado la Argentina.

Es una afirmación superficial la de que ese país es «más europeo que americano», en razón de que es arbitraria la identificación que suele hacerse entre lo hispano-indígena y lo americano. Tan americanos son los países del Río de la Plata o Chile como los del Caribe, y si aquel esquema no responde a la realidad total de América, está clara la necesidad de hallar otra fórmula que permita comprender esa americanidad de hecho que verifican todos los países de Hispanoamérica. Sucede que la Argentina participa de lo americano en una medida propia, singular y aun distinta a la de otros países del continente. Pero de América no se puede hablar si no es atendiendo a su variedad esencial.

Por lo pronto no hay en la cultura argentina rastros considerables de lo indígena. En este país, y a diferencia de Méjico o Perú, no hubo altas culturas aborígenes con obras de valor más o menos notable en el terreno del arte o de las formas de convivencia.

Fuera de la civilización chaco-santiagueña y de los ecos de la civilización incaica en el noroeste argentino, el resto era de una pobreza extrema, como correspondía a tribus nómadas y primitivas.

Algunos estudiosos argentinos han hecho y hacen una obra de mérito indiscutible al recoger los testimonios de lo aborigen y al tratar de dar al folklore una trascendencia [61] mayor dentro del complejo cultural argentino. En este sentido los nombres de Ricardo Rojas, Molina Téllez o Bernardo Canal Feijóo –entre otros–, no pueden ser desconocidos. Pero ni la historia ni el folklore son toda la cultura y lo decisivo es que la presencia de formas indígenas en la cultura argentina es casi imperceptible. Sin embargo, el escritor peruano Luis Alberto Sánchez ha insistido en señalar el número, para él considerable, de indios que pueblan algunas zonas argentinas, omitiendo precisar que se trata de zonas que están al margen de la vida cultural del país, queremos decir como factores dinámicos y progresistas.

Por otra parte, si es verdad que hay escritores como los nombrados que trabajan en el sentido de valorar lo indígena, ello no significa que dicho elemento ocupe un lugar considerable en la estructura cultural argentina, ni mucho menos que sean dichas figuras las únicas que la representan cabalmente. Conviene, finalmente, insistir en que la labor de estos estudiosos es de tipo histórico, sociológico, y folklórico, es decir, de investigación y recopilación de los restos aborígenes, hoy sin vigencia culta en Argentina. En todos los casos falta el creador, el artista que dé testimonio de la presencia actual y viva de la cultura aborigen.

La impronta española en la cultura argentina es, naturalmente, de un vigor y una importancia incomparable con lo indígena. Y una de las razones principales es la comunidad de estirpe, historia y lengua.

Pero si en el orden literario –entendido esto de modo amplísimo– la influencia española es muy grande, no ocurre lo mismo con el pensamiento, lo cual se explica por razones históricas.

En efecto, Argentina elaboró sus principales estructuras culturales durante el siglo XIX, cuando el peso cultural de España había disminuido sensiblemente y el prestigio de la cultura anglo-francesa alcanzaba un grado extraordinario. Al punto que, como es sabido, en la misma España se vivió un periodo de admiración hacia Francia e Inglaterra similar al americano. [62]

Verificando, pues, esos movimientos históricos paralelos en España y América, los americanos también volvieron su atención hacia Francia, Inglaterra y Alemania.

Se ha dicho que existía en las minorías cultas argentinas una especial aversión hacia lo español y algunos hechos como por ejemplo la actitud de un Juan María Gutiérrez rechazando un puesto de Correspondiente en la Real Academia de la Lengua, parecería confirmar el aserto. Pero aun cuando esto no es del todo verdadero, debemos convenir en que se trataba de una reacción común a todos los países hispanoamericanos, agudizada en el caso argentino por dos circunstancias especiales: primero, que el haber cultural español acumulado desde los tiempos de la dominación hispana no era considerable, si lo comparamos con lo que había en Méjico o Perú y segundo, que a mediados del siglo XIX la estructura racial argentina comienza a modificarse en gran escala y los nuevos aportes no hispánicos, si bien no eran de respetable altura cultural, hacen sentir el peso en la orientación del espíritu argentino.

El cuadro general de la cultura argentina presenta, pues, formas peculiares de asimilar lo hispano-indígena que, a nuestro modo de ver, la distinguen del resto de Hispanoamérica. Sobre todo, si se tiene en cuenta que lo apuntado se ha ido acentuando con el correr de los años. Pero lo esencial de esta evolución cultural es común a toda Hispanoamérica y la diferencia de matices señalada no es motivo suficiente para hablar de un proceso argentino radicalmente distinto, es decir, de algo como separado de la marcha cultural de América.

Queda, sin embargo, esbozado un matiz más europeo en las formas culturales argentinas, que como veremos más adelante se va perfilando como una nota primordial. En relación con este punto, corresponde ahora establecer si todo ese proceso ha culminado o no en una cultura esencialmente propia, peculiar; es decir, en una cultura argentina. Ahora bien, como resultaría excesivo proceder a un análisis total de los elementos culturales argentinos, [63] nos concretaremos solamente a dos que consideramos fundamentales y, al mismo tiempo, suficientemente ilustrativos: la filosofía y el arte.

La filosofía en la Argentina

La marcha del pensamiento argentino está presidida por la influencia teórica y práctica que ejerció el positivismo a partir de la mitad del siglo XIX.

El clima intelectual estaba preparado para la recepción de esta doctrina y mucho antes de que se tuviera en el Río de la Plata un conocimiento pormenorizado de Comte y Spencer, Juan Bautista Alberdi había fijado lo que debía ser el programa de una filosofía argentina.

Decía Alberdi en 1842, que la filosofía argentina tenía que surgir de las necesidades del país. Una filosofía «esencialmente política y social en su objeto, ardiente y profética en sus instintos, sintética y orgánica en sus métodos, positiva y realista en sus procederes, republicana en su espíritu y destinos». Es decir, proponía una filosofía que diera soluciones a los problemas que planteaba la realización del destino nacional argentino, que fuera la expresión intelectual de las urgencias más amplias y vitales de los países americanos.

En el pensamiento alberdiano están indicados dos rasgos de la actitud intelectual argentina que son comunes a toda la especulación hispanoamericana: el pragmatismo y el sentido ético.

Esta doctrina de Alberdi fue seguida fielmente tanto en el orden intelectual como en el práctico y, de ahí, que las actividades principales de quienes pusieron en acción estas ideas fueran la política y la educación.

Durante mucho tiempo este utilitarismo positivista pesó como un lastre sobre la especulación filosófica argentina y solamente con la llegada a las cátedras universitarias de [64] Alejandro Korn (1860-1936) y Coriolano Alberini (1886) en los primeros años del presente siglo, se opera una reacción antipositivista bajo el signo de las corrientes filosóficas entonces en boga.

Esta nueva etapa es de gran importancia pues en ella se comienza a trabajar en filosofía con una pretensión de seriedad y un desinterés intelectual hasta entonces desconocidos.

La tarea especializada en la cátedra y en la investigación se llevó a cabo con una dedicación cada vez más acentuada y a diferencia de lo que ocurría en otros países hispanoamericanos, el pensamiento filosófico argentino se fue alejando de las preocupaciones extra-filosóficas. Mientras un Varona en Cuba, un Rodó en Uruguay o un Vasconcelos en México, mantenían ese talante mesiánico que caracterizó también en Argentina a las mayores figuras del siglo XIX, los pensadores de la etapa post-positivista se cerraban en una labor más técnica y limitada.

Esta diferencia de actitud no impide, sin embargo, que en la filosofía de Alejandro Korn, por ejemplo, también se manifieste la preocupación ética que ya dijimos resulta común a toda Hispanoamérica. Korn expresa una crítica al pragmatismo positivista, pero centra su temática en la «libertad creadora»; es decir, en una doctrina enraizada profundamente en la experiencia americana de la libertad. Hay asimismo en Korn una vocación esencial hacia los temas del espíritu, los valores y la libertad, entendidos como integrantes de una unidad en la que el hombre alcanza su posibilidad de plenitud. Estamos, pues, nuevamente, frente a lo que Alfonso Reyes denominó la «torsión ética» del pensamiento hispanoamericano.

En sus trabajos sobre la filosofía en la Argentina, Korn apuntó la existencia de cierta incapacidad para la abstracción y la especulación pura, vicio que ejemplificaban Alberdi y sus seguidores; pero él mismo, con su actitud socrática de maestro de vida, con su abandono de la metafísica y con su programa de una filosofía preocupada por la solución de [65] problemas éticos, también se movía en una línea no muy alejada de aquella que condenaba.

El magisterio de estos pensadores fue decisivo. Sobre todo por el nivel de rigor científico que supieron imprimir a su tarea docente universitaria. Quisieron que el tono de la investigación guardara una decorosa proporción con el de la filosofía europea y puede decirse que, en cierta manera, lo consiguieron. Se operó, así, una firme clarificación del ambiente filosófico argentino que desde entonces se va cerrando a la improvisación o a la arbitrariedad del literato o el periodista.

Es entonces en el ambiente universitario donde hay que ir a buscar el pensamiento filosófico argentino; es decir, el pensamiento de los docentes de filosofía argentinos pues resulta apresurado expresarse de otra manera.

Superado el positivismo por obra del movimiento universitario encabezado por los citados Korn y Alberini, no se puede decir que haya primado alguna otra doctrina con el exclusivismo con que lo hizo la de Comte. El auge relativo del bergsonismo, del neokantismo, del historicismo y modernamente, del existencialismo y el tomismo, nos prueban que, en este sentido, el ambiente filosófico argentino ha pasado y pasa por las mismas vicisitudes de Europa y el resto de América.

Una revista general de nuestros pensadores y profesores, como la que ha hecho no hace mucho Luis Farré, prueba acabadamente lo que llevamos dicho. Se nota una pasmosa capacidad para asimilar la problemática filosófica europea, desde las grandes síntesis hasta las modas más insignificantes.

Esto resulta decididamente positivo pues exhibe una libertad de espíritu científico de mérito relevante, sin rastros de localismo o resentimiento intelectual. Es decir, estamos frente a una tarea de asimilación del caudal cultural europeo, sin la cual nada serio será posible en el orden de la cultura americana. Pero, por otro lado y esto es importante, se puede afirmar que Argentina carece de un pensamiento [66] original en materia filosófica y que aún es deudora y en grado sumo, del pensamiento europeo.

La inteligencia argentina

Esta disponibilidad del pensamiento filosófico argentino, ese puro reflejo de las corrientes filosóficas europeas, patentiza sin dudas una falta de madurez intelectual. Pero esto vale para lo estrictamente filosófico y creemos que cabría aquí hacer aquella distinción que establecía Alfonso Reyes cuando hablaba de una cultura americana y de una inteligencia americana. En nuestro caso, si bien resulta prematuro lo de «filosofía argentina», quizás no lo sea hablar de una «inteligencia argentina». ¿Cuáles serían, entonces, las notas de esa inteligencia argentina? De acuerdo con lo que llevamos dicho, podrían ser las siguientes: orientación ética; sentido pragmático que se acompaña de una cierta repugnancia por la especulación pura; curiosidad y capacidad receptiva; una conciencia crítica del rigor a que se debe aspirar en la tarea intelectual y en fin, un cierto sentido de la mesura que le impide caer en el mesianismo y la exuberancia.

Ahora bien, todas estas características, que valen para una consideración general de la inteligencia argentina no podrían jamás definir una filosofía. Con conceptos valederos para el problema mayor de la filosofía americana, diremos que desde el punto de vista científico, una nacionalidad no puede nunca calificar esencialmente una filosofía. Con mucha vaguedad y admitiendo factores de la cultura que rebasan lo filosófico, se puede conceder que lo nacional especifica ciertos hábitos culturales y mentales, que dibuja un relativo clima intelectual, un estilo de pensamiento –esa sería la expresión más adecuada–, pero nada más.

Por otra parte, ese cargar el acento sobre lo peculiar y nacional de un pensamiento filosófico o mejor dicho, el querer distinguirse por lo nacional, resulta ajeno al rigor [67] con que deben juzgarse estas cuestiones. Y no deja de inspirar desconfianza ese anhelo desmedido por la originalidad, con la cual se intenta reemplazar el objeto propio de toda filosofía: la búsqueda de la verdad.

El caso de la filosofía argentina prueba, entonces, que el repertorio de nociones, métodos, problemas y soluciones es el europeo, que vale lo mismo para Buenos Aires o Lima que para Madrid o París. ¿Quiere ello decir que el pensamiento filosófico de los argentinos no tendrá jamás ese sello peculiar que ostentan alemanes, franceses, &c.? La respuesta solamente puede darla el futuro. Y en cierta manera resulta ocioso querer apresurar lo que vendrá con el tiempo.

El arte en Argentina: el problema de la expresión

A primera vista parecería que el arte es mucho más apto que la filosofía para expresar lo propio de una nación determinada. La existencia de una temática –en el ejemplo de la plástica tradicional– el dirigirse primordialmente a la sensibilidad, tanto en el creador como en el espectador y finalmente, el ser accesible a un mayor número de personas, son razones que mueven a solicitar del arte que sea vehículo de una peculiaridad nacional. Y así ocurre en efecto, el reclamo de un «arte nacional» es mucho más frecuente que el de una «filosofía nacional».

El problema que se nos plantea primero es el mismo de la filosofía: ¿es posible hablar de un arte nacional? En una serie de obras de arte correspondientes a un país determinado, a una época y a una mentalidad, ¿se puede hallar ciertas notas específicas e intransferibles que permitan definir dichas obras como pertenecientes a tal o cual nacionalidad? ¿O estaremos, por ventura, ante las mismas metáforas románticas, carentes de rigor, que apenas sí aludían a un vago estilo genérico sin fuerza definitoria? [68]

Una primera respuesta, negativa, diría que corresponde juzgar la obra de arte de acuerdo a ciertas coordenadas estéticas de valor universal que escapan a toda determinación regional. Pero naturalmente, frente a esta negación tajante se levanta el otro extremo: la defensa del «arte nacional» como el único válido y perdurable. Veamos en ejemplos más concretos la discusión del tema.

En el caso de las artes plásticas, suele generalmente repararse en dos elementos de la obra: el tema, que debe reproducir el paisaje y el hombre nacional, y la forma plástica, que debe continuar una tradición formal bien precisa y delimitada.

El resultado de este programa en Argentina no es otro que el de reducir la creación artística a la reproducción de anécdotas locales dentro del molde realista del siglo XIX. Es decir, lo que se ha dado en llamar el «nacionalismo estético» y que no es otra cosa que la pretensión de elevar el folklore al rango de obra de arte con valor universal. El arte nacionalista quiere la subordinación del creador a formas que le son esencialmente ajenas, prefijadas y estereotipadas.

A esta altura del proceso artístico occidental, cuando muchos artistas se han lanzado a experimentar con los puros elementos plásticos, desvinculados de toda anécdota por considerar agotado el arte figurativo (para citar un ejemplo de todos conocido), resulta discutible esta norma excluyente.

También se argumenta a favor del nacionalismo estético en nombre de la tradición, entendida rígida y estrechamente, pero hay casos como el de Argentina, en que dicho argumento resulta de una pobreza extrema. En efecto, no hay aquí arte indígena digno de mención –hablo desde el punto de vista artístico, no arqueológico– y el naturalismo del siglo XIX y principios del XX apenas sí alcanza una ingenua y discretísima valoración. No hay, por lo tanto, ese caudal de obras de arte con valor suficiente para sustentar el esquema general de la creación contemporánea, [69] como sucede en Europa. El ejemplo argentino pone en evidencia el absurdo del nacionalismo estético. Las obras que tratan de ser «argentinas», fundan su pretensión en la índole de su temática exclusivamente, pero la fidelidad rigurosas a normas insuficientes está muy lejos de garantizar su valor artístico. Así pues, en un sentido específicamente plástico, resulta hasta el momento imposible hallar una característica nacional en el arte argentino.

Pero digamos, antes de proseguir, que la elaboración de un arte nacional –como de una cultura nacional– es actualmente mucho más difícil que lo fuera en épocas pasadas. Las culturas europeas, por ejemplo, forjaron su fisonomía en un momento histórico muy distinto al nuestro y el proceso, repetimos, difícilmente podría repetirse en la actualidad.

Las culturas nacionales surgieron en medio de un gran aislamiento y tanto las unas como las otras se hallaban muy distantes entre sí. Una cultura crecía entonces a base de sus propios jugos, fuertemente individualizada, sin que la influencia de las otras culturas la afectara de modo esencial, es decir, en aquello que tenía de más propio y entrañable. Lo cual no impedía, desde luego, una mayor o menor interinfluencia. Pero en la actualidad los medios de comunicación y de difusión han crecido extraordinariamente y el ritmo de las relaciones entre unas y otras es de muchísima mayor intensidad.

Todo lo cual tiene relación con los cambios producidos en el gusto y en la técnica. El gusto antiguo se formaba en cada región cultural de acuerdo con determinada técnica artística que se empleaba, más aún, en ciertos casos, con los materiales utilizados en la obra de arte, como sucedía concretamente con las artes plásticas decorativas. Todo ese complejo de materiales, técnica y gusto artístico estaba, pues, fuertemente marcado por una determinada personalidad cultural.

Hoy, por el contrario, tanto los materiales como la técnica se han universalizado o están en vía de serlo [70] totalmente. Con lo cual se produce una pareja universalización del gusto. En efecto, esto se puede observar hoy fácilmente: el gusto artístico va aboliendo rápidamente las fronteras.

Tampoco hay que olvidar al artista, que siempre aspira a que los valores estéticos se definan por su carácter de universales, no por su peculiaridad o tipismo. Todo gran artista, cuanto más universal es, más escapa a lo que su cultura tiene de particular, de típico, de transferible. Y como son estos grandes artistas los que, precisamente, fijan los módulos culturales tenemos ya explicado por qué las altas culturas no tienen ese «color local», como suele llamarse a lo que caracteriza a las más inferiores.

En el caso que nos ocupa, que es el de la cultura nacional argentina, podemos ver una confirmación de lo dicho. Este país se mueve dentro de la situación histórica apuntada y por eso son grandes sus dificultades para elaborar un arte nacional. Todo lo dicho acerca de las artes plásticas, podría aplicarse a la música. Por eso el musicólogo argentino, Leopoldo Hurtado ha podido escribir con acierto: «¿Música argentina? No. Sí, música en la Argentina».

* * *

También en la literatura se plantea el problema de la obtención de una personalidad original. Superados el gauchismo y el costumbrismo, la lucha por la expresión argentina parece haber rebasado la exclusiva preocupación por los temas, para radicarse en la misma lengua literaria. Y frente a la rigidez casticista, que adquiere contornos pintorescos en un Arturo Capdevila y frente a los propugnadores de una especie de «lengua argentina», sin seriedad ni valor, la lucidez creadora de un Jorge Luis Borges ha señalado que para obtener una expresión literaria donde se unan la corrección con la fidelidad a una personalidad propia, tenemos que potenciar, profundizándolos, los matices emotivos de nuestra lengua castellana, la diferente [71] valoración sentimental, de atmósfera o temperatura que muchos vocablos del mismo contenido semántico tienen a ambas orillas del Atlántico. Es decir, esa nota peculiar de la sensibilidad argentina, distinta de la española, pero que encuadra perfectamente dentro de las formas y del espíritu de nuestra «lengua imperial», como la ha llamado Ricardo Rojas.

De todos modos, el problema de localizar la ecuación nacional argentina es tan difícil en el orden literario como en otros sectores de la cultura. «Lo gauchesco» ¿es acaso lo argentino? No, ni la Argentina es exclusivamente el campo ni la realidad que reflejan las dos obras mayores en este sentido («Martín Fierro» y «Don Segundo Sombra») tienen ya vigencia alguna, nos referimos, claro está, como testimonio de algo que tenga existencia actual. Son los poemas donde se canta a un pasado definitivamente enterrado, irrecuperable.

Si fuera necesario señalar una realidad de importancia literaria, preferiríamos indicar la ciudad, que es la que da la clave de la vida argentina. La novelística de Roberto Arlt y más modernamente la de Eduardo Mallea ilustran nuestra afirmación de que es por ese camino por donde puede llegar una literatura argentina de gran significación. Un cuadro sintético de las particularidades más notables de la literatura argentina contemporánea deberá incluir los siguientes elementos:

Universalidad: Esta tendencia se aprecia sobre todo en comparación con el resto de la literatura hispanoamericana por ahondar en lo tópico, en lo pintoresco; en fin, en lo folklórico. Es evidente que los mayores logros de esta literatura se han obtenido en este plano.

La literatura argentina, por el contrario, permanece abierta como ninguna a las influencias literarias y estéticas extranjeras y se muestra preocupada por alcanzar un nivel universal. Hay, pues, una decidida fuga de lo pintoresco y una voluntad por trascender el ámbito nacional con nuestras conquistas estéticas. Esta universalidad debe [72] entenderse, claro está, como una aspiración más que como una realidad alcanzada.

Pluralidad y variedad de estilos: Esto se relaciona directamente con la ausencia de una sólida y valiosa tradición literaria argentina; es decir, de un repertorio de obras que proporcionen al escritor un instrumento expresivo propio, al mismo tiempo que refinado. El pasado literario no entrega una continuidad de soluciones, de triunfos sino una serie muy espaciada de resultados talentosos y dispersos. De ahí que el escritor, que vive más atento al presente y al futuro, tenga que inventarse -como se ha dicho– su tradición a base de un portentoso esfuerzo personal.

Otro fenómeno de honda significación es el de la diferencia que existe entre la lengua hablada y la lengua escrita, notablemente diversas. El escritor argentino debe hacer un esfuerzo permanente, para trasladar sus ideas y sentimientos a una forma que, hasta el momento, le resulta en cierto modo inerte y poco espontánea.

Crítica desde el hombre individual: Al igual que casi toda la literatura hispanoamericana, la argentina evidencia una marcada preocupación crítica. Pero la diferencia está en que esa crítica no se hace en nombre de lo social y multitudinario, sino desde el hombre individual, en lucha con una situación en la que se ve moralmente comprometido. El artista argentino hablará desde sí mismo o desde otro hombre, pero la nota decisiva es que se trata de una posición personal.

Las dos obras mayores de la literatura argentina, «Martín Fierro» y «Don Segundo Sombra» son, precisamente, dos soberbias exaltaciones de la personalidad, erguida frente a la naturaleza y al destino.

Predominio de lo ciudadano: A diferencia de la literatura iberoamericana, donde lo campesino tiene una enorme importancia, en la literatura argentina contemporánea lo que cuenta, estéticamente hablando, es lo ciudadano. [73]

Por esto va languideciendo, cada día más, la poesía popular y tradicional, cuyo refugio es el campo. Este tipo de poesía ha sido relegada a sectores insignificantes de la vida cultural argentina y ejerce poca o ninguna influencia sobre la poesía culta.

También carecen de importancia las literaturas regionales o provincianas que cargan exclusivamente el acento sobre lo campesino.

La literatura culta, aun cuando no esté muy difundida es la única con calidad estética digna de mención.

Sobre lo argentino

Las notas características que hemos indicado para el pensamiento y el arte argentino no son, evidentemente, de una peculiaridad notable y esto quizás confirme la tesis que afirma la imposibilidad de establecer caracteres nacionales a ciertos fenómenos culturales, como el artístico.

Sin embargo, algo hay en el arte para que pueda hablarse de un arte nacional; es decir, radicado en una región determinada, a cargo de un hombre que es nativo de un país e hijo de una época. Me refiero a la sensibilidad, elemento presente de manera fundamental tanto en el hacer de la obra como en la emoción estética de quien la contempla. Y la sensibilidad está ligada esencialmente a una condición particular del paisaje natural y humano. Pensamos con formas universales, pero sentimos, reaccionamos emotivamente de acuerdo a una psicología directamente influenciada por los factores de lugar y tiempo.

Lo cual no se contradice con lo apuntado anteriormente sobre las dificultades de una expresión cultural nacional en la época contemporánea. Siempre y cuando entendamos por arte nacional ese matiz que se agrega a lo esencial del arte, que debe juzgarse de acuerdo con normas de valoración estética de alcance universal, bien que expresadas a través de una personalidad singular. [74]

El error del excesivo particularismo estético estriba en la importancia desmesurada que se concede a lo que, según nuestro criterio, debe ser accidental y subordinado a un valor universal.

Teniendo en cuenta todas estas aclaraciones y volviendo al tema de la expresión argentina, ¿puede afirmarse que exista de modo claro y definido esa singularidad cultural? Para responder a esta pregunta, hay que hacerse previamente otra: ¿qué es lo argentino?

Al comienzo de estas notas señalamos algunas diferencias, notables entre la estructura argentina y la de otros países de Hispanoamérica. Vimos que muchos elementos típicos de la realidad étnica, social y cultural de América faltaban en Argentina, por lo menos con una dosificación análoga. Y la gran importancia que reviste la heterogénea composición social del pueblo argentino, todavía en el «crisol de razas», esto es, con sus cuadros sociales aún sin asentar ni definir.

En Argentina es evidente la falta de unidad que permita discernir claramente qué es lo argentino. Puede afirmarse que no se ha arribado aún a ese grado de consolidación de los factores singulares que integran al país y es después de una etapa cuando se podrá proceder a una superación creadora de las formas culturales adquiridas; es decir, cuando la personalidad nacional fluya espontáneamente de acuerdo con su verdadero ámbito.

Este acuerdo primordial sobre qué es lo argentino resulta imprescindible para expedirse sobre su fisonomía cultural. En plena evolución dinámica de sus estructuras, la Argentina no ha logrado todavía esa unanimidad de criterio, de estilo, que brota de su madurez como nación. La incógnita lleva en su seno una gran esperanza.

 


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