Punta Europa
Madrid, septiembre 1956
número 9
páginas 136-139

Jorge de Castro

La novela y su técnica:
«El Jarama»

Rafael Sánchez Ferlosio es uno de nuestros escritores con más clara conciencia de los problemas técnicos, que siempre, y hoy de manera especial, se le plantean al novelista. Hay en él un evidente afán por ensayar modos nuevos, por explorar las posibilidades inéditas que aún le puedan quedar a la novela. Todo cuanto sale de su pluma –desde aquel libro mágico, en que su autor nos contaba las andanzas de una criatura inocente y rara, de alma atónita y ojos de alcaraván, hasta los trabajos más ocasionales o simplemente periodísticos– lleva la marca de esa voluntad de experimentación. A veces, este interés le lleva a límites arriesgadísimos, al borde ya de lo inadmisible. (No hace mucho todavía, Sánchez Ferlosio publicaba un cuento en el que experimentaba con una singular utilización de los tiempos verbales. Aunque el procedimiento, a la larga, pudiera resultar inviable, es un claro ejemplo de las preocupaciones de su autor.)

Todo esto viene a confirmarlo ampliamente su última novela, El Jarama; lo que primero llama la atención en esta discutida obra es, en efecto, su técnica. Tanto que, al pronto, parecería como si lo decisivo para su autor hubiese consistido en demostrar hasta qué punto era capaz de vencer en una impresionante carrera de obstáculos: júntese una muchedumbre de personajes, abandóneselos completamente a sí mismos, cuídese de que no ocurra nada, ¡y obténgase con todo ello una novela!

Ahora bien, esto de la «técnica» es algo que mal entendido puede llevar a las peores confusiones. Por supuesto, la técnica no es algo externo, posterior y añadido a la creación literaria. La técnica es la obra misma, revelándose, haciéndose –esa es su etimología– de una manera determinada. Y entonces, lo que pudo parecer un simple problema instrumental, se nos convierte en algo mucho más importante, algo que está aludiendo a un peculiar concepto de lo que la novela es, o debe ser. Justamente, [137] lo insólito de la técnica de El Jarama, que hace que se imponga con tanto relieve a la primera lectura, nos remite a la nueva actitud con que el novelista se sitúa ante su objeto.

No tan nueva, por lo demás. Hace ya tiempo que la novela, llevada hasta el límite en su dirección Psicológica y agotados prácticamente los recursos del método introspectivo –recuérdense, una vez más, los casos ejemplares de Proust y Joyce–, empezó a tantear en direcciones distintas. Quizá cabría resumir el sentido de esos tanteos con lo que algunos llaman objetividad novelística. Ya en Henry James, tan preocupado también por la técnica de sus novelas, encontramos –a partir, concretamente, de The Bostonians– un modo de narración que tiende a eliminar la interferencia del novelista en el mundo de sus personajes. Ya no será el autor, sino los personajes mismos quienes nos introduzcan –hasta donde esto sea posible– en el alma de los demás personajes. Claro que el novelista no acierta a extirpar del todo su persona del relato y, de una u otra forma, su presencia actúa subrepticiamente, explicando, aclarando o interpretando.

Sánchez Ferlosio ha llevado esta objetividad hasta el límite (salvo, quizá, el par de fallos que algún crítico ha creído oportuno puntualizar). Impertérritamente, el novelista despliega su legión de personajes, estrictamente aparte, viviendo con absoluta independencia en su mundo sin fisuras, próximo e inaccesible. Ningún análisis psicológico. El novelista no está ahí para decirnos –omniscientemente– lo que acontece en el alma de sus criaturas. (Por lo demás, dada su multitud, la empresa sería pavorosa.) Y, sin embargo, esas criaturas viven, adquieren realidad a los ojos del lector, tienen nombres propios y una individualidad inconfundible. Por una aparente paradoja, la ausencia de análisis psicológico repercute en una riqueza psicológica inesperada; la misma opacidad de los personajes contribuye a dotarlos de esa peculiar consistencia de la persona humana, algo que no siempre poseían los seres transparentes cuyo mecanismo psicológico pretendía descomponer la novela introspectiva.

Así, pues, una técnica nueva, exigida por un concepto nuevo del novelar, lejos de empobrecer a la novela,- la lleva a un enriquecimiento imprevisto de sus posibilidades. (Hay quien ha llegado a apuntar que a su salvación. Sea cual fuere el sentido de esto, creo que, al menos en este aspecto, es verdad. La novela –y no sólo la novela– había llegado a lo que, de una forma rápida, podríamos llamar su desintegración irónica. Las convenciones que la actitud ingenua aceptaba plenamente, no eran [138] ya aceptables para la aptitud consciente. ¿Qué hacer entonces? La solución consistió en seguir utilizando las convecciones, pero subrayando su carácter convencional, es decir, en una ironización de las formas artísticas. Leyendo Ulises, por ejemplo, el lector se da perfecta cuenta de esto. Y lo mismo –porque el fenómeno desborda el campo de la novela– se puede observar en casi toda la pintura o la música de los últimos tiempos (1. Recuérdese que el protagonista de una de las últimas grandes novelas de Thomas Mann desarrolla ampliamente esta teoría, como fundamento y justificación de la obra musical que está componiendo). Pues bien, la nueva óptica con que el novelista se sitúa hoy ante su mundo consigue, entre otras cosas, devolver a la novela su primitiva ingenuidad y, en este sentido, puede decirse que la salva del peligro de desintegración irónica en que se encontraba.)

Pero volvamos a la novela de Sánchez Ferlosio. No sería justo olvidar que toldos esos logros se han conseguido al precio de algunas –importantes– «pérdidas». En primer lugar, la cosa es bastante obvia, un defecto de economía narrativa. La absoluta fidelidad a sus principios técnicos obliga al novelista a multiplicar indefinidamente los diálogos, a un lentísimo desarrollo de ese «medio», rigurosamente objetivo, en que los caracteres se irán individualizando poco a Poco sin que, ni por un momento, tenga lugar una de esas rápidas condensaciones de sentido, tan frecuentes en la novelística tradicional, y que, por suponer una intromisión del novelista, Sánchez Ferlosio se ha vedado implacablemente. Llega así un momento en que no se ve bien por qué el relato va a terminar ahora, y no antes o después. Claro que hay un marco temporal que, en su transcurso, impone una cierta estructura a la narración, pero no la llega a justificar suficientemente. De ahí la sensación de monotonía, otro de los fallos a que antes me referí. El contrapunto entre los lugareños y el grupo de excursionistas no logra superar del todo ese monocorde discurrir de la mayor parte de El Jarama. (Es posible que también contribuya a esto la peripecia casi inexistente en la novela; allí no ocurre nada. Este desdén por el «argumento» es, a mi juicio, bastante responsable de la fatiga con que a veces transcurre la narración.)

Ahora bien, todo lo anterior no es exactamente lo que uno quisiera decir sobre El Jarama. Abrase el libro por cualquier parte: una oleada cálida de humanidad se levanta de sus páginas. «La veracidad» del lenguaje de Sánchez Ferlosio es algo único. [139] Los giros más auténticos del habla de todos los días están allí, palpitantes, vivientes, realísimos. El lector se sorprende a menudo con la sonrisa en los labios –una sonrisa de estupefacción– ante el increíble verismo de los diálogos. En trance de dar algún ejemplo especialmente feliz –y el crítico siente en este caso un verdadero embarras du choix–, yo señalaría el estupendo pasaje en que Mely le cuenta a Zacarías la «tempestuosa» cena bajo el silencio amenazador del padre. ¿Es posible hacerlo mejor?

Con matemática precisión, Sánchez Ferlosio va controlando la aparición de sus personajes, sin permitir que, en ningún momento, cualquiera de ellos se erija en centro de la narración. A través de sus diálogos, asistimos al mundo en que sus vidas –sus vulgares vidas– se desarrollan, a la trama de intereses, preocupaciones proyectos, que forman el fondo de su existencia; vemos –en rápidas, tímidamente veladas iluminaciones– cómo el amor, el resentimiento, los celos, la vanidad, el orgullo, dan tensión a su clima humano (pero todo sin excesivo relieve, sin que la pasión adquiera importancia desmesurada, porque el supuesto sociológico de la novela no permitiría semejante predominio «burgués» de la pasión). Hasta que, al final, de repente, todo aquel tejido de vulgaridad, lugar común, fugaces momentos de amor, cansancio, aburrimiento, vagas esperanzas y eternas Preocupaciones se quiebran brutalmente ante la aparición –helada, inexorable aparición– de la tragedia. Esas últimas páginas, en su veraz, objetiva sencillez, son estremecedoras. Es una auténtica catarsis, en la que participan juntos los personajes y el lector. Todo queda olvidado, y sólo el hombre está allí, desnudo, en su más desamparada raíz, en su más neta condición humana.

Cerramos el libro, y nos quedamos, como lo dice un personaje, «con ese entresí metido en el cuerpo, que ya no hay quien te lo saque».

Y ningún elogio mejor.

 


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